25 noviembre,2023 4:36 am

Y el sol allá, tan como si nada

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA
(Segunda parte)

Alan Valdez

A mi madre, por supuesto

Tengo 8 años. En la mochila cargo el libro de Historia de la SEP. Tercero de primaria. Guerrero. Aprenderé las efemérides de este estado y no del otro, donde nací. Me enseñarán a aplaudirle a la iguana que se menea sobre el piso. Del jaguar y sus manchas negras como pequeños párpados de un dios escurridizo, elegante, y de lo celoso que está el sol de su amarillo. Sabré mejor qué significa la paciencia de la perla y la velocidad del molusco, que de las implicaciones de barbechar la tierra con bota, camisa arremangada y caballo arriero. En cambio, acá, mi familia de la Costa Chica siembra con huaraches, se hicieron respetar a machetazos y siguen buscando agua debajo de cada Parota.
Así, mi padre querrá también enseñarme otro de los dones guerrerenses. Culebrinas ocupando el cielo de Acapulco. Nos subimos a la azotea. Me pregunta qué es lo que aprendí hoy. Y mientras respondo una fecha seguramente imprecisa, me acaricia el cabello. Y me habla de vender chicles en la playa a mi edad, de vender periódico, de la muerte de Elvis, de bucear en el Malecón más rápido que una moneda. No entiendo tampoco las implicaciones de eso. Y cuando le pregunto de su padre. No dice nada. Y nos quedamos mirando, ya no el azul, sino lo que está entre nosotros y el cielo.
Las culebrinas van rodeando el aire igual que una serpiente. A falta de patas, se mueven en s, porque así suenan los ríos, aunque vayan secos. Y mi padre me cuenta del río de Atoyac. No termina la historia porque mi abuela empieza a llamarme. Aaaaalaan, miiiijoooo, ya está la comida. Vete por un kilo de tortillas y dile a tu tatá que ya está. Mi papá me vuelve a acariciar el cabello, saca un billete de 20, Benito de papel y no de hule, y se pone la playera al hombro. Ya no vuelve a decir.
Cuando voy bajando las escaleras escucho cómo unos niños desde otra azotea me gritan. Se les ha rendido su culebrina, atorándose en un poste. Domadores del aire. Y yo los veo enredar su hilo en una botella de plástico de Coca Cola. Correr descalzos y sin playera. Livianos, por eso dije, domadores del aire esos niños.
Tengo 31 años. Sigo sin saberme muchas efemérides. No importa el estado. Y estoy en el techo de esa misma casa. Y puedo respirar el estrago de botellas de plástico y otras cosas quemándose. Colas de humo buscan el paladar del cielo. Emanadas desde una docena de casas repartidas por varios cerros alrededor. Pienso en mi padre. Recuerdo que nunca aprendí a domar el aire con una culebrina. Desisto del recuerdo. Mi madre me grita. Aaaalaan, miiijoooo, súbete estas costalillas de basura, ni modo, ya ni modo, que toda esa jodida humedad junta nomás va hacer moscos, y el dengue… Dejo de escucharla porque empiezan a ladrar los perros. No se mira nadie.
Es evidente la punzada, porque el sol calienta la bahía como si no tuviera otro mandado qué hacer. Muevo láminas. Me sueltan un llanto de cuchillo viejo. Le pregunto a mi madre que dónde las pongo. Al acercarme a la esquina que me señala, husmeo en el interior de la casa de los vecinos que se han quedado sin techo. Quizá estas sean sus láminas. Pero, cómo saberlo, la lujuria de Otis, en la madrugada del 25 de octubre, produjo una sanguaza de puro metal retorcido y repartió como quiso, pidiendo todo a cambio.
Mi madre me da carrilla. Es cierto, si no nos apuramos nos va a encontrar la noche. Y no hay luz. Pura vela tatemándose en la orillita de las horas, también sin decir nada. La basura empieza a arder. El plástico se revierte sin pudor al negro. Los papeles mojados oponen cierta resistencia, pero al fin se dejan manipular hasta la ceniza. Y las ramas chillan porque aún hay verde detrás de la corteza.
Entre un quehacer y otro, mi madre y yo hablamos. La plática se detiene cada tanto por alguna instrucción suya. Le pido pequeñas precisiones, hace más de 15 años que dejé de vivir con ella, y los lugares de su casa ya no me son tan obvios. Y me reconozco de a ratitos, jugando con mis hermanos, siempre al borde del regaño, pero antes la risa, para que valiera la pena tanto griterío.
Los gatos de mi madre me siguen. Un pequeño desfile de patas y colas detrás de mí. Si supieran que yo no sé hacia dónde me dirijo. De todas maneras, no interrumpo su militancia. Al final, las costumbres heredadas no se pueden abolir tan fácil y me acabo quitando la playera, claro que, poniéndomela al hombro, en lo que encuentro dónde colgarla.
Mi madre y yo nos sonreímos, y aunque quisiéramos llorar, tenemos que cuidar el agua, porque en este cerro pelón, quién sabe cuándo llegue. Entre recuerdos de la familia de Chihuahua y cosas que queremos compartir de nuestro trabajo, no deja de filtrarse algún detalle sobre la noche del huracán. Yo la escucho. Le hago preguntas. Y cuando me responde, cuestiono las probabilidades de llegar a ser la mitad de fuerte que ella. Nos abrazamos. Hasta que me dice, hazte pa´lla cochino, questas todo sudado. Nos reímos una vez más, para que valga la pena tanta pinche chinga, por lo menos.
Exhaustos, nos sentamos a mirar lo que le queda a la tarde. Bromeamos sobre ir a comer y pedir del menú lo más caro a un restaurante que por el momento, ya no existe. Recordamos a gente muy amada que ya no volveremos a ver y me repite por décima ocasión el nombre de sus mascotas. Les doy la mano y ellos me dan su patita. Nos volvemos amigos. Nos miramos a los ojos. Algo me saben y algo les sé. Les agradezco por estar al lado de mi madre. Asienten. Y dicen que los animales no hablan.
El humo no cede. Pareciera que la gente ya se animó a quemarlo todo, para ver si de la arena negra que se suelte, surge algo más que este espejo rasgado por la pesuña negra del Pacífico. Son las 6 de la tarde. El sol comienza a achicarse en naranja. El cielo se reacomoda no sólo allá afuera, sino adentro también. Dejamos de hablar, algo menos breve que nosotros se está diciendo. Lo saludamos con las pestañas. Tengo la sensación de estar viendo un atardecer como si nunca lo hubiera hecho antes. A la vez que el sol empequeñece, una vida minúscula pero insistente, va instalándose en mí. Hasta que es más grande la metáfora que el sol disminuido, cerrándose detrás del relieve de Caleta, y aún más allá, donde el azul de arriba y de abajo pausan toda competencia. Dejo de creer en aquello y empiezo a creer en esto. Y en nuestro devenir en la infancia de la noche, mi madre sólo responde a lo que acaba de ocurrir con un, Mira, aquí todo destruido y el sol allá, tan como si nada. En esto creo, madre.
Prendemos las velas. Nuestras sombras son tímidas, pero cualquier airecito que alcanza a la llama, las hace bailar. Sin embargo, no aplaudimos. Decidimos ir a visitar a una prima que vive cerca para ver si nos regala agua para tomar. En el trayecto, a pesar de la falta de luz eléctrica, el suelo se asume en una luz blanca que podría, casi podría, parecer clínica. Y me dice mi madre, mira la luna. Y la miro, rebosante como anuncio luminoso en avenida principal. En el camino, como sombras queriendo traducirse en cuerpo, los árboles, los postes y las montañas de basura y escombro, aunque no se distinguen por completo, advierten de su presencia, llenando los ojos de negro.
Tocamos la puerta de casa de Isidra. Me abraza, me dice Y ese milagro y nos invita a pasar a su casa improvisada en el patio, porque sin electricidad, no hay manera de prender el ventilador. Y es cierto, se siente sofocado, no sólo por el clima. Pero es obvio que, sin árboles, el puerto sólo se volverá una mazmorra con playa. Todos andamos sudados como puercos. Da lo mismo. Y escucho cómo unos niños juegan futbol con una botella. Pero de dos litros, supongo, para que sea más realista el tamaño del balón. No entiendo cómo pueden ver, pero sobre todo cómo pueden seguir la cadencia del marcador ahí en escombro. Sé que esto no se trata de ganar, ni de perder. Y desde del sonido del arroyo que transita al lado de casa de mi prima, extraño a mis hermanos y las maniobras que inventábamos para traer bien raspadas las piernas.
Entra el hijo de Isidra. Lo saludo. Me habla de usted. Sólo le digo a mi prima que cómo han pasado los años. Y la mímica se repite: entre la vida familiar repasada, se vuelve a recrear el huracán. Nuevos detalles o la reafirmación de escenas particularmente agresivas de esa noche se describen en medio del seseo del arroyo. Le pregunto a Isidra que cuál es el nombre de esa agua. Me dice que no tiene. Es cierto, ¿por qué debería?
Generosos, nos regalan agua de su tinaco. No sirve para beber, nos dice, pero si el bandejazo. Le agradecemos como si nos estuviera entregando una planta a la que le urge tierra fresca para no morir. En el camino de regreso. De nuevo, el blanco y las siluetas de las cosas caídas restregándose desde la oscuridad, pero ya no comentamos nada. No hay más que decir, aparte de que pareciera que alguien usó las manos con cizaña.
En la casa, de nuevo, nos sentamos a intuir la bahía. Suponemos que el mar ahí sigue. Y a veces, vemos luces de autos que van a no sabemos dónde. Y, como parpadeos de un ojo con fiebre, se distinguen pequeños fuegos en las faldas de enfrente. ¿Qué quemarán a esta hora? ¿Qué cosas platica esa gente, adentro de una ciudad que parece haber retrocedido a un siglo muy anterior a este? Abrimos unas latas de atún. El olor del pescado le pica las costillas no sólo a nuestra hambre, y de repente ya estamos rodeados de maullidos. Mi madre me dice que no les dé porque ya no se van a querer salir. Y como una afrenta no terminada desde niño, deslizo a escondidas mi mano con atún por debajo de la mesa. Ella lo sabe, pero no dice nada.
Le platico de quien amo. Me hace alguna pregunta. Menciono las palabras felicidad, vida y miedo muchas veces. Me platica de quien ama y ha amado. Le hago alguna pregunta. Usa las palabras perdón, soledad y gratitud muchas veces. Decimos Dios, también. Decimos dolor, por supuesto. Pero sobre todo decimos nuestros nombres, porque esa es la única plegaria que importa.
Así que María Atocha miró conmigo la noche y me contó su vida como si hubiera pasado apenas hace tantito. Y allá, las lumbres empezaron a detenerse. Y no pasó viento. Y el mar siguió callado, como si no hubiera destruido nada.
Acostados, escuchando claras señales de que el otro está despierto, nos preguntamos cualquier cosa y respondimos con un te he extrañado mucho, estoy muy agradecido de que estés bien. Yo no entendí de inmediato porqué mi madre me decía lo mismo, si yo no había estado debajo del paladar del aire, así como ella. Pero después supe que no se trataba de la luz que se escabulle entre lo calcinado, sino de otra cosa más antigua, una que le otorgó el derecho a ella de darme un nombre, de entregarme el agua cuando pequeño, de decirme, aquí termina esta ola, pero no la que viene, y aún más, aquí empieza el océano y termina la montaña, o tú decide dónde, porque al final, en el regreso que no se acaba, ahí nos estaremos buscando, mijo.