11 noviembre,2023 4:36 am

Y el sol allá, tan como si nada

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

Alan Valdez

Parte I

Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente

como si fuera una esperanza.

Juan Rulfo

 

Termino de poner una cruz de sal sobre el piso. La remarco en pétalos de flor amarilla. Prendo las velas. La luz dice, y en unos días, los muertos nos dirán a nosotros. Acomodo las fotografías, el pan sin dividir, un vaso de agua y repito algunos nombres. La muerte sólo es cosa de vivos. Miro a mi genealogía quieta en el color de la imagen suspendida en papel Kodak. Mi genealogía me regresa el saludo. Nos sonreímos según la condición de nuestros dientes.

Desde la noche en que Otis apareció reventando el aire y el agua del Pacífico hasta la más pura ceniza, la comunicación del puerto de Acapulco se clausuró. Pero aquí no cabe la palabra silencio. A Acapulco le cortaron la lengua. Y por varios días, bastantes, su única forma de lenguaje fue el humo y la arcada que llega siempre en olas fétidas con la desesperación.

Amanece. Cargo una mochila con atunes en lata, medicinas, lentejas, toallas húmedas, pilas, cerillos. Algo de ropa. Me dirijo al puerto habiendo pasado ya cinco días de la erosión y la savia que se anuncia en los labios después de tragar veneno. Tengo la enorme fortuna de haber recibido señales de mi madre. Responde breve. Aún así, sus palabras cortas me deshacen el nudo ciego.

Antes de salir de casa volteo hacia mi gente en el altar. Me desean buena suerte. Y yo les deseo lo mismo. La cola para venir a visitarnos debe ser muy larga. Y se sabe que hay de muertos a muertos.

En el autobús se siente un rumor como de cosa apenas viva. No estamos seguros de hacia dónde vamos, aunque el anden 28 de Tasqueña anunciara la salida de las 6:30 a.m. con dirección Acapulco Papagayo.

Los pinos y su verde sinónimo. Las buganvilias de Cuernavaca inventándole nuevos colores a la sangre. Los ríos, los puentes sobre esos ríos. Caravanas compuestas por varios camiones con ayuda, van. ¿Hacía dónde nos dirigimos todos? Por fin, la caseta de Palo Blanco. Y el rumor como de cosa, ahora viva, pero aún no plena, colma el aire acondicionado de nuestro autobús con dirección al carrizo desenraizado.

Los pasajeros comienzan a platicar sobre sus familiares atrapados en la maraña. Es que fue más viento que agua, me dice una señora que va hacia la colonia Jardín. Y me acaba recreando sus años entre la sal de Pie de la Cuesta. Yo sólo escucho, pero su voz empieza a volverse tan sólo un adorno, porque me detengo en un recuerdo con mi padre, un sábado yendo a la laguna de Pie de la Cuesta. Vestidos a la usanza de la playa y mientras en el radio del auto suenan 15 éxitos inmortales de Los Panchos, mi padre me platica de la toma de tierras por paracaidistas en varias zonas de Acapulco, encabezados por Rey Lopitos, a principio de los 60’s, allá por La Laja.

El terreno de la casa donde crecí también fue producto de la toma de tierras. Quince años después del monarca Lopitos, en el 75, se comenzó a formar lo que ahora Invisur reconoce como Colonia Hermenegildo Galeana. En el recuento que hace mi padre, en ese sábado, aparece el nombre Rubén Figueroa. Las palabras convencimiento, negociación, desalojo y a la fuerza también son pronunciadas.

Yo le contesto a la señora que voy para el Cici. No doy precisiones, porque la conversación se interrumpe inmediatamente después de decir hacia qué parte voy. Dos extranjeros en un español un poco más que turístico me preguntan si nos podemos acompañar, porque ellos se dirigen a Costa Azul. Respondo que sí. Y ya no intercambiamos nada más durante todo el viaje.

Cruzamos la caseta de La Venta. Nos replegamos todos a las ventanas para ir asistiendo a la caída de árboles, al cristal emancipado de sus marcos y al aluminio hecho bola, como capricho de niño a la plastilina. La Guardia Nacional algo guarda, pero no estoy seguro de qué es. El autobús avanza entre el tráfico regulado por un hombre fosforescente. El escombro con algunas intenciones de ya ser recogido, espera amontonado en las orillas de la calle. Aquí el Renacimiento. Acá la Zapata.

Los comentarios que acentúan lo destruido de las tiendas departamentales y las plazas no se detienen. La palabra rapiña se repite demasiadas veces hasta volverse sólo ruido. Cruzamos el Maxitunel. Oscuro como lo es el esófago de la montaña. Retrasando por unos minutos la realidad de Santa Lucía. Y luego, los cerros chaponados hasta el absurdo, mostrando una calvicie que sólo es síntoma de estar sometido a la enfermedad y sus químicos.

El camión avanza tímido por la Cuauhtémoc. Es evidente que estar adentro del autobús nos está resguardando de la ponzoña. Pero no por mucho. El parque Papagayo a la izquierda, desplumado, hasta dejar visible sus costillas sin carne. Y en la central de autobuses, docenas de personas esperando algo que nosotros, los recién llegados, no podemos darles.

Nos bajamos del camión. Sin retraso, el calor y el zumbido de la gente cancela la sospechosa parsimonia con que veníamos sentados desde la Ciudad de México. El ajetreo del descenso, combinado con todas las personas amontonadas, me obliga a alejarme de los andenes. No vuelvo a ver a la señora, ni a los extranjeros. No hago el esfuerzo de buscarlos y comienzo a caminar a la Costera.

El brillo del día es excesivo. Se mete a los ojos y ahí se aloja con la misma paciencia que tiene una astilla para quedarse en el dedo. Aún así, miro. Pero no alcanza. A la altura del asta bandera el mar me permite escucharlo. Se desdobla en ademanes nada agresivos sobre la arena, hasta el quejido de una ambulancia. Y sigo caminando.

El olor no tarda en exigirle a mi respiración el reflejo de lo pútrido. Hay de todo en las banquetas y hay gente que busca, pero tampoco estoy muy seguro de qué. Claro que me sorprenden los edificios reducidos a la pura estructura. Desvestidos de sus ambiciones de comercio y turismo, los hoteles raquíticos ahora, como perros que ya ni el agua conocen, conglomeran algunas personas en sus plantas bajas. Trabajadores reparando, descombrando, reconociendo. Sin embargo, lo que más me pica la entraña, es ver los árboles tirados, mostrando su raíz, porque siento que lo que ocurre en el interior de la tierra, no le debería incumbir a los ojos humanos.

En la Diana, la cazadora sigue en pie de presa. Las ventajas de ser arquera radican, principalmente, en hablar el mismo lenguaje que el aire, sabérselo de memoria. Las ranas del Señor Frogs, inmutables, listas para la fotografía, verdes como sólo lo eterno sabe, siguen sonriendo, aunque yo no creo que sea de alegría.

Afuera de los Oxxos, y como si se tratara de la ceniza después del aquelarre, hombres con ojos clausurados, respiran como se respira el sueño. Todo lo que pudieron beber, se lo bebieron. Y ahora duermen en las banquetas de la Costera, a medio día, soñando el sueño de los que nada deben. No sé si los envidio.

Pasando el Calinda, otros hombres aún no dormidos, están conglomerados alrededor de una caja de 24 medias de Corona. Todos con la playera al hombro, pedazo de tela igual que una bandera derrotada, se limpian el sudor con una mano y con la otra beben. El ciclo del agua, le dicen. Y al verme pasar me ofrecen una de las botellas, a 40 pesos, cada una. Sin falla, bien frías, bien helodias, dicen. Y me llega el comentario de un sujeto que, muy seguro de lo que está diciendo, asevera que él no se va a estar preocupando por el pendejo Oxxo, si el pinche Oxxo nunca ha hecho nada por él. Yo le creo.

El Centro de Convenciones celebrando la convención de los carretones de basura. Personajes en uniforme naranja tomando la sombra que el camión recolector dispone en la banqueta. Ríen y aplastan botellas de agua después de verter un poco de líquido sobre el calor que les lleva horas agrietando sus cabezas.

Me dirijo hacia Praderas de Costa Azul. Las calles llevan nombres de marinos célebres. Puro conquistador ingenuo con la dimensión del genocidio que iban a inaugurar con la consigna tierra a la vista, en siglos anteriores.

Subo el cerro pavimentado. De bajada unos niños van pateando piedras, hasta que una rebota contra un zapato desgarrado. Arajo api, si te los acabo de regalar y ya los andas estrenando. No sé si el api rió, pero yo sí. Y más adelante, una señora habla de dinero con su hija mientras suben, sintiendo el sol de las 2 de la tarde debajo del plástico de sus sandalias.

Ellas siguen derecho y yo me desvío para subir unas escaleras. Empieza la Hermenegildo Galeana. El olor a basura quemándose abarca mi respiración y cuando llego a un punto más alto que me permite mirar los cerros y la bahía sin intermitencias, me llega el sonido de motosierras como el llamado de un animal en celo o quizá con hambre. Da igual, a esa hora del día ambas cosas terminan siendo lo mismo.

Sentado en una piedra me llega el chisme de una casa. Pues te la pellizcas porque lo único que hay para comer es pinche arroz y ve y mueve a tu abuela del sol que se va a mosquear. Sigo caminando hacia casa de mi madre sin saber más de la abuela, de la mosca y del sol en perfecta sincronía.

Desde esa altura distingo la porosidad de los edificios sin ventanas. Se filtran pedazos del mar que habían censurado para nosotros las dimensiones de los hoteles que cercan la bahía. Ahora, como si se tratara de una malla para cribar arena, Santa Lucía nos regala pedazos de su azul, y un poco más allá, varios barcos de la Marina buscando algo que no sé qué es.

Los perros me anuncian como portavoces de la llegada de un extraño. Me alegra que estén vivos los animales. Aunque adolezco la falta de aves en el cielo. Un cielo sin puntuación y, por lo tanto, sin escritura. Vacío como porcelana después de quebrarse en la permanencia de este suelo. Y también, el humo como promesa cumplida de lo que no pudo detenerse.

Abrazo a mi madre. Me recuerdo niño. Nos queremos decir cuánto nos extrañamos, pero el mundo se nos adelanta. El humo sigue apareciendo. Nos guardamos del sol, pero es imposible que, a estas alturas, no conozca nuestras mañas. Nos encuentra.

Escucho la narración de mi madre. Cómo se fue la señal. Cómo la luz se fue casi como si alguien hubiera soplado para apagar una vela. Cómo llegó el agua, su estruendo y un aire hecho de la misma materia con la que el fuego nombra. Me habla de su llanto matutino ante el escombro y la pus descubierta sobre la ciudad después de Otis. Sólo la abrazo, qué se puede decir ante semejante violencia. Y me pongo a desramar los árboles que cayeron sobre el techo, hasta reducirlos a una leña que sólo producirá un humo ahogado.

Se oyen patrullas. Y después de su queja, unos perros, y después de los perros, el humo, siempre el humo, al menos por los siguientes días, y hasta ahora.

Continuará…