13 octubre,2017 8:36 am

Inaccesible, la burocracia judicial también construye la impunidad, muestra escritora Diana del Ángel

Ciudad de México, 12 de octubre de 2017. Procesos de la noche, de Diana del Ángel, realiza un registro puntual del laberíntico proceso judicial que atravesaron la familia de Julio César Mondragón Fontes y su abogada para conseguir una segunda necropsia que, a diferencia de la primera, estableciera que el joven normalista de Ayotzinapa fue torturado hasta la muerte.

La autora constató que en “su manera de trabajar, o de no trabajar”, la burocracia judicial va encaminada a la impunidad. “Ya sea que lo hagan de manera consciente o no, sus modos de hablar y de actuar mecánicamente, sin detenerse a ver a las personas, va encaminada a construir la impunidad”.

En 22 crónicas, Diana del Ángel, poeta y ensayista, da cuenta del difícil camino que hubo que recorrer para lograr el esclarecimiento de la muerte del normalista Julio César Mondragón en septiembre de 2014. Desde agosto de 2015 hasta junio de 2016, Del Ángel acompañó a la familia de Julio y su abogada, Sayuri Herrera, en el proceso legal que permitió exhumar el cuerpo del normalista, realizar una segunda necropsia y determinar finalmente que Julio César fue torturado entre las 00:45 y las 02:45 horas del 27 de septiembre.

No fue sencillo. La autora de Procesos de la noche (editorial Almadía) recrea cada detalle de los largos procedimientos legales, estructurados bajo el lenguaje incomprensible de los términos jurídicos, burocráticos, y de funcionarios e instituciones que caminan en la frontera de la realidad y la caricatura. Por eso quizá Diana ríe por momentos en la entrevista, no con alegría, sino con el nerviosismo de quien no acaba de creer aquello que atestigua.

—¿Cómo iniciaste Procesos de la noche?

—Desde que estudiaba en la preparatoria, trabajaba con colectivos y proyectos comunitarios y sociales. Por eso conozco a mucha gente, entre otras personas a Sayuri Herrera, la abogada en el caso de Julio, amiga mía hace años. Ella me invitó a acompañar a la familia de Julio en San Miguel Tecomatlán (Estado de México) el 2 de noviembre, Día de Muertos, de 2014. Me sugirieron escribir algo. Hice una primera crónica, “Tres ofrendas”. Posteriormente se conformó un grupo de voluntarios, llamado El Rostro de Julio –el cual impulsa la impartición de justicia, la memoria y la reparación del daño en el caso del normalista.

—¿En qué momento pasaste de la crónica al seguimiento puntual: de la exhumación del cuerpo de Julio hasta su segundo entierro?

—Nunca pensé hacer un libro. Sólo quería llevar un registro de las cosas que sucedían. A partir de eso surgió la crónica de cuando fuimos al Primer Juzgado del Tribunal Superior de Justicia de Iguala –ese día, la abogada Sayuri Herrera solicitó al juez una nueva necropsia al cuerpo de Julio–. Nos encontramos montañas de expedientes con caca de golondrinas –Diana ríe, como si aún no lo creyera–. Escribí, porque no quería que estas anécdotas quedaran como episodios chistosos, porque, a fin de cuentas, un juzgado que no tiene archiveros, en el que nadie se encargue de proteger a los expedientes con un plástico o los funcionarios repitan que “en este país no pasa nada”, son actos que dan forma a la impunidad y son la razón por la que, hasta ahora, no sabemos quiénes torturaron y mataron a Julio de esa manera.

No escribía las crónicas el mismo día –prosigue–, salvo las de la exhumación y la de la reinhumación, que se publicaron en el sitio web del colectivo puesto que yo deseaba que otros se enteraran rápido de lo que estaba sucediendo. Hubo difusión y la gente me preguntaba: “Bueno, ¿y qué pasó después?”, porque ya no publiqué nada más en la red.

—¿Por qué?

—Había una urgencia por estar presente y hacer el acompañamiento. Luego, ya no tenía tiempo ni ánimo… hasta que vi la convocatoria para la estancia en Oaxaca (el libro es resultado de la  primera Residencia de Creación Literaria impulsada por Fondo Ventura AC y Almadía, que beca a un creador con 15 mil pesos y dos meses de estancia en Oaxaca para finalizar una obra).

 

Aprender el idioma burocarático

Primero quise que todo el libro fuera de 22 crónicas –recuerda Diana–. Al hacer la lectura final, noté que era pesado, no sólo por el contenido, sino por el lenguaje jurídico forense, que es complicado. Decidí recuperar los testimonios que, entre marzo y mayo de 2015, me dio la familia sobre quién era Julio, para integrarlos como una especie de biografía, contada a través de la memoria de quienes lo conocieron, sus familiares y amigos.

—En el libro, el lenguaje es retratado como una herramienta que, más que servir para entender, se usa para confundir a través de términos legales o forenses.

—Cuando yo escuchaba todas las formas que se utilizan para iniciar un proceso legal, yo le preguntaba a Sayuri si era obligatorio tener que aplicar tantos conceptos. Me decía que sí, o no procedía. Me daba cuenta de lo complicado que es, para una persona que no tiene conocimientos jurídicos, entender. Es un problema. Por eso la gente no puede iniciar procesos de justicia sola, por su propia cuenta.

Los sistemas penales –describe la escritora– tienen como característica un lenguaje complicado. La burocracia también crea un lenguaje inaccesible. Eso invisibiliza, oculta o enreda a las personas. La capacidad de comprender un lenguaje es lo que te permite acceder a ciertos espacios. Vamos al caso de los campesinos: muchos no hablan español y eso ha dado pie a que se les despoje.

El lenguaje puede representar un espacio de apertura a la sensibilidad, pero también puede usarse para dañar: no sé si referirse a “el varón de 22 años”, sirve para que los funcionarios pongan una distancia y no se involucren sentimentalmente, o se use para causar un daño en los que guardan duelo. Cada que Marisa –la viuda de Julio– escuchaba que se referían a Julio como “cadáver”, se acongojaba. Para ella seguía siendo Julio, su esposo; así como para Afrodita –madre de Julio– seguía siendo su hijo.

Por otro lado, el lenguaje y la escritura sirven para romper esas formas, para traducir, recuperar o retratar las experiencias. Por eso me cuesta trabajo usar la palabra “víctima”: posicionas a la persona en un solo lugar. Yo prefiero referirme a personas “que han sido violentadas”, para no dejarlas únicamente en el sitio de víctimas.

 

La construcción de la impunidad

—¿Cómo fue tu primer encuentro con Marisa, la viuda de Julio?

—La vi por primera vez en el Zócalo, en una de las marchas que se hicieron al principio –responde la escritora–. Nos presentó Sayuri. Marisa estaba llorando. La saludé, no le pregunté nada. Con el tiempo ella se fortaleció, creció. Sayuri y yo también hemos cambiado. Por ejemplo, yo siempre había desconfiado de los funcionarios, pero ahora tengo razones –dice y sonríe–. Yo lo vi, es real: su manera de trabajar, o de no trabajar, va encaminada a la impunidad. Ya sea que lo hagan de manera consciente, o no, sus modos de hablar y de actuar mecánicamente, sin detenerse a ver a las personas, va encaminada a construir la impunidad.

Yo sabía –continúa Del Ángel– que los burócratas y funcionarios podían ser insensibles, pero en el proceso escuchaba cosas que estaban fuera de mi comprensión. Como la jueza que era incapaz de dirigirse a Julio por su nombre, y a quien llanamente nombraba “el cadáver”.

Aquí hay otro aprendizaje: aunque se han conseguido pocas cosas, que no son tan visibles, todo lo que se ha hecho ha rendido frutos. No podríamos hablar ahora de que hay una averiguación por tortura a nivel federal si no se hubiera hecho una segunda necropsia.

Ahora existe la certeza científica de que Julio fue torturado. Se conocen sus fracturas, los detalles en el interior de su cuerpo, el golpe en el cráneo que lo mató –explica–. Esto es importante, porque la primera necropsia solo decía que la fauna del lugar dejó su cuerpo en esas condiciones, y no mencionaba los golpes. Eso genera una especie de locura, porque tú ves una cosa, pero la autoridad insiste en decir otra. Pero ahora tenemos la seguridad de que no estamos locos: lo de Julio fue tortura.

Y aunque sea en un solo caso, está documentado cómo funciona el aparato judicial y cómo, para una petición mínima, como una prueba de ADN, tienes que hacer tres viajes a diferentes juzgados. Todo esto que no es el objetivo final y son pasos pequeños, te dan la certeza de que actuar tendrá un efecto.

 

“Que no hable, que no vea”

Durante meses, Diana del Ángel estuvo muy cerca de la familia de Julio César Mondragón. Le tocó presenciar “la fortaleza de Marisa, de los tíos de Julio y de su madre, para hacer frente a la llegada abrumadora de los medios”, sobre todo en los primeros meses después del 26 de septiembre de 2014, porque para ellos significaba abrir otra vez la herida.

—En ese contexto –dice–, tenía la intención de que, esto que escribía, sirviera realmente para ayudar. Y en el caso de Julio, quería dignificar su memoria.

—Como preámbulo a uno de los capítulos, recuperas una canción militar que dice: En la isla del león dormido, hay un guerrillero malherido / Córtale la lengua para que no hable, sácale los ojos para que no vea…

—La escuché hace mucho tiempo, sólo que no la recordaba. En diciembre de 2015 salió un reportaje en la revista Proceso, donde se recupera la declaración de un soldado que testificaba que el cadáver de Julio no tenía ojos ni lengua. Estaba conmovida y se lo conté a un amigo que me recordó que ambos escuchamos esa canción cuando éramos estudiantes. Fue hace más de 15 años, estábamos cerca del Museo de Historia Natural y unos soldados del Campo Marte, que estaban en entrenamiento, la coreaban.

No puedo probar nada al respecto, pero hay una relación. Los soldados cantan cosas así de violentas y ésta, en particular, se parecía a la descripción que el soldado hizo del cuerpo de Julio, pero que fue desestimada.

 

¿Quién era Julio César Mondragón Fontes?

Diana del Ángel retrata aquí brevemente al estudiante a quien le decían El Chilango, torturado y asesinado el 27 de septiembre de hace tres años, conocido porque la brutal imagen de su rostro desollado circuló en internet tras la desaparición forzada de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero:

“La constante es que todos me decían que era medio enojón, arisco, que no siempre era sociable. Era un chico abierto a la vida, y sí, también era muy impulsivo. Tenía la cualidad de ser escuchado por la gente, lo buscaban para pedirle consejos. Lo quisieron nombrar jefe de grupo en Ayotzinapa, eso da idea de su liderazgo. También tenía un lado tierno para con su esposa y su hija. Creo que era crítico, un nivel de crítica que comparte la mayoría de la gente. Por ejemplo, no le gustaba que hubiera pobreza, pero no formaba parte de acciones políticas, salvo cuando ingresó a Ayotzinapa. Eso te da una idea de un chico que apenas comenzaba a descubrir esa parte”.

Texto: Tatiana Maillard/ Foto: Adolfo Valtierra