30 diciembre,2023 4:54 am

A estas horas los árboles duermen parados

Alan Valdez

cada uno sueña como puede.

 Nona Fernández

 

Llego con mi familia. Me preguntan que por qué tan desbaratado. Tengo varias respuestas, pero no ofrezco ninguna. Al final, repetir el desagrado sólo envenena más el agua. Mi sobrino corre con unos pies que nada saben de pausarse. Y me presume el árbol de Navidad. Contamos cada esfera como si fueran deseos ya cumplidos. Nos abrazamos. Aquí sí entregamos todo el amor a cambio.

Afuera cae nieve. Ya un clásico, ¿no? Pero siempre la ando buscando. Y que la encuentro. Y entonces también le entrego todo a cambio. Pero trato de no pensar en la felicidad porque me enseñaron que al nombrarla se termina. ¿Será?

Mi madre. Sus años y mis años. Unos consecuencia de los otros. Y nos decimos cosas, reconociendo eso que hay de común en ambas respiraciones. El aire que es igual a todo. Y me dice mijo y yo le digo ma’. Con eso es suficiente. Mis hermanos, y de pronto nuestras vidas desde quién sabe qué parte de la infancia, se aparecen. Los molesto y me molestan. Jugamos a los pies descalzos y a la roña. Nadie gana. Pero nunca se ha tratado de eso. Los niños siempre lo han sabido. Nos devolvemos viejos apodos que inauguramos en Acapulco, cuando ninguno intuía la necedad de traer bigote, o de pensar en el futuro como fruta que hay que comerse antes de que se eche a perder. Tirados en el piso, en medio de una risa indiferente con el tipo de cambio y sus guerras, de nuevo nos estamos aprendiendo.

Sentados a la mesa, compartimos la vida y sus maneras. Pero antes de comer, damos las gracias. Cada quien elige el tamaño del Dios envuelto en vino. No importa si alguien cree o no en el milagro. E inauguramos la cena. Los cubiertos maúllan su signo metálico y lustroso en el lomo de un animal más que quieto. Y la sazón me ofrece algo que creía perdido. Ya satisfechos, hablamos del mundo, pero sin tratar de definirlo. No por esta noche, a pesar de los credos. Si acaso decimos sus colores. Su música. Pero no abonamos a las videncias ajenas. Las noticias convulsas ya son suficientes. Tan sólo brindamos.

Se quieren tomar fotos. Rehuyo del gesto hasta que mi madre. Y me paro junto a todos porque ella se merece aunque sea una alegría. Y me dice, Alan no seas exagerado. Sonrió sin enseñar los dientes. Me besa las mejillas como si estuviera a punto de ir a la escuela. Péinate, replica. Y me peino. Y la casa se mueve junto con nosotros hacia un interior que sólo ocurre cada año.

Mi sobrino se va a dormir. La promesa del sigiloso que viene de madrugada a traerle regalos lo convence sin mucho ajetreo hacia la piyama. Nosotros nos quedamos mirando un fuego. Puede que hasta dos. Y la entraña anuncia sus dolores por el calor y empezamos a hablar de lo que ha sido este año.

Trato de entender sus rutinas. Lo mismo de vuelta. Y de vez en cuando me hacen alguna pregunta sobre las costumbres en ciudad de México. No sé qué responder a pesar de haber vivido allá por casi cinco años. Extraño algunos nombres, les respondo. Y esquivo cualquier intento de pronunciarlos. Aunque en el fondo los haya dicho sin que mi lengua hiciera sombra alguna.

Mi madre insiste en la infancia. Y cuando nos vamos a acostar nos lanza un ojalá se hayan portado bien este año. Quizá, madre, quizá. Lo pienso, pero no lo digo en voz alta. Y le beso la frente antes de irme a la cama. En el cuarto, mis hermanos y yo bromeamos. Luego hablamos de nuestras abuelas que se fueron casi en paralelo. De no saber exactamente a dónde. De el huracán. De mi madre sola en Acapulco. Pero también decimos otras cosas que no llenan de tanta sal las encías. Nos quedamos dormidos.

Unas patitas insistentes en el piso de la sala me despiertan. Mi sobrino está ansioso y deslumbrado por la geometría envuelta con minucia en papel navideño. ¿Qué te amaneció? Le pregunto. Y cada uno de nosotros nos sentamos a presenciar el verdadero milagro de todo esto. En piyamas, con el cabello revuelto y con una taza de café como si fuera la estafeta de una carrera quién sabe cuándo empezada, celebramos no ir a trabajar porque alguien nació en Belén hace más de dos mil años. Hay de nacimientos a nacimientos. Se sabe. Gracias por el asueto, Niño Dios.

Nos repartimos abrazos. La alegría decembrina es conocida, pero no por eso impostada. O eso me gusta pensar cuando mi madre, mi tía y mi hermana gritan un conocidísimo qué se lo ponga, qué se lo ponga, mientras alguien muestra orgulloso alguna prenda recibida como regalo. Y todos estrenamos en público nuestros regalos, a menos, claro, que se trate de ropa interior. Volvemos a decir gracias.

Después del alboroto de los regalos y el recalentado, cada quien se dirige una vez más a su reposo. Afuera sigue cayendo nieve. Y niños corriendo tan rápido como su deseo. Algo saben que yo ya he olvidado. Pero detengo esas indagaciones para contestar algunos mensajes de Feliz Navidad.

Salgo. Quiero ver de qué está hecha la tarde. Desde hace algunos años he asumido que caminar es de las pocas cosas que logran contenerme. Respiro el aire frío. Me resume por completo mi anatomía. Yo no le doy nada de vuelta. O si acaso, algunas metáforas obvias de lo blanco, de la quietud y de lo que no se acaba. De tanto repetirlos en mi escritura, ya son mis lugares comunes. Me importa poco que lo sean.

Esto soy: la indiferencia entre el mar y el desierto. Entre los milenios de la montaña y los segundos de la ola encimándose tanto hasta degradar su acento en la bahía. El bosque de mi madre y el sur donde aprendí a comer pez sin creer en las espinas. Los insectos debajo de las piedras de Chihuahua. Sus patas multiplicadas. El molusco revirtiéndose en Santa Lucía. Su calcio erosionado. El hacha, su grieta provocada. Y la pausa entre esos dos ríos.

Voy al lago cerca de casa de mi hermana. Y alcanzo a distinguir algunas marcas de patinadores. Quisiera ir con ellos. Quisiera tener la delicadeza de un patinador para escribir líneas sobre el hielo. Algunas aves se aparecen y luego, sin más, cambian hacia otro árbol en quién sabe qué parte del mundo, sin avisar. Amo su intermitencia. Quisiera también ser como ellas. Saberme sus secretos y regalarlos como si nada en primavera.

Regreso. La tarde pierde propósitos y pues la noche. Y está bien, hoy me ha dado bastante, así que me despido de ella sin rezongarle nada. En casa están viendo mi Pobre Angelito. Les digo que me hagan un hueco en el sillón. No sé cuántas veces he visto esa película, pero sé que esto no se trata de estar mirando la tele y compartimos unas risas.

Y así, en la bisagra de Navidad con Año Nuevo, los días entre lentos y el futuro. Es fácil enamorarse de la narrativa de cerrar ciclos. Sobre todo, cuando el año iniciará en lunes. Más adecuada la precisión para los aficionados a empezar de cero, imposible. No sé qué cosas deseo para el año que viene. Deambulo entre ansias incompletas y personas que desde hoy ya extraño. Aunque tengo algunas cosas claras y con eso estoy en paz para terminar este fin de semana.

Así que me pongo a escribir este texto. Y mi sobrino me pregunta qué es lo que hago. Le explico que estoy escribiendo de él. Y me pregunta la razón de eso. Le digo que no tengo la menor idea, pero que no necesito saberla para hacerlo. Y se va antes de que pueda sentenciar algo inteligente, revelador e innecesario sobre la escritura. Qué bueno.

En otras ocasiones me han preguntado por qué escribo de mi familia. La única respuesta que tengo es simple: porque para mí escribir es una forma de decirle a los otros que los quiero. Como cocinar. Es lo mismo. Mi abuela me enseñó que cocinar es una forma de decirle a las personas cuánto las amas. A mi también me gusta cocinar.

Después de todo este recorrido, en estos meses que casi se vuelven sinonimia de la desesperación y el enojo, de tener miedo, de la urgencia por que algo se termine, no tengo nada revelador que decir sobre este año a manera de cierre más que asegurarles que amé y fui amado. Qué lastimé y fui lastimado. Que fui estúpido y que reconocí la estupidez.

No sé qué es lo que sigue. Nunca se sabe realmente. Tan sólo quiero estar a la altura de eso que aún no tiene nombre. Y poder afirmarme, una vez más, todo lo que ocurrió en este año, no como una lección, sino como la prueba de que se está vivo y por eso, si acaso, se escribe:

Sí, Alan, tendrás que caminar en medio del escombro. Tendrás que prenderle velas a tu familia. Llorarás en el borde de una ciudad a oscuras. Pero a pesar de eso, te sabrás amado como nunca en tu vida. Y devolverás el gesto igual que una gota percibiendo la perfección de su figura antes de reventar el agua. Dirás cosas. Callarás otras. La decepción vendrá de lo que creías llamar Literatura, pero gracias a eso, sabrás qué cosas alimentan tus metáforas desde la materia y carne. Reirás como si hubieras sido invitado para siempre al festín de los primeros amantes. Serás invitado al festín de los primeros amantes. Los que nunca. Renegarás de tu pasado como si tu mismo lo hubieras decidido. Sabrás dónde comienza y termina la justicia. Verás cómo pisotean la palabra dignidad. Pero a cambio, recibirás otros dones. La amistad te será heredada como una joya descubierta cada día. Las llamarás amigas. Y saldrán del murmullo juntas, aunque no en una sola pieza. Verterás tus otros deseos a un mar inacabado. Te devolverán piedras. Guardarás algunas. Alguien te dirá que te vayas. Otros te darán la bienvenida al mundo por primera vez. Abrazarás con la misma fuerza que tienen los animales para construir sus madrigueras. Beberás del río inaugurándolo de nuevo. Cambiarás de nombre. Celebrarás tus distracciones. Perderás algo. Ganarás algo también, aunque aún no sabrás qué. Llegarás a otra geografía. Sabrás que siempre te ha esperado, porque tú siempre la has esperado a ella. Te sentirás solo. Gritarás ese dolor en medio de una llanura colmada hasta lo blanco. Guardarás silencio, pero no por mucho. Será diciembre. Te sentarás a la mesa. Reirás con tus hermanos. Extrañaras varias direcciones. Volverás a decir el invierno. Y él te dirá a ti. Y por un momento, créeme, todo, todo será suficiente.