COSAS QUE LA GENTE OLVIDA
Alan Valdez
A mi hermano.
Por los años en este mundo.
Tengo 27 años. Estoy con mi madre en la playa del Cici. Es julio. Es la tarde. Y la gente comienza a recoger sus cosas. De todas maneras, hay varios niños corriendo tras las olas como si el agua y la sal fueran también unos niños. Quizá lo sean. Seguro que lo son. Desde la orilla todo parece más simple. No es ningún descubrimiento mío. Aunque Israel Vitensztein Vurmme me corregiría, diciéndome, no Che, mirá, me parece que acá hay un pequeño error. Vos pusiste simple, pero debería ser de esta manera, sabrosa, pues pibe, mirá, así le das más vida a la vida, ¿no? No te hagas problema, son cosas que pasan. Lo importante es ir mejorando, ¿viste? Qué bueno que a Israel se le ocurrió ponerse de nombre artístico Carlos Argentino. Agradecidos siempre con la Sonora Matancera.
Pasan vendedores con lo que les queda de día en la charola. Me impresiona la tenacidad de los jitomates con queso rallado encima después de andar por la bahía desde temprano, y un poco de papel estraza asomándose. Pero esa no es mi pugna. No es la caducidad de las pescadillas lo que me interesa. Y mi madre, como si yo fuera de nuevo un niño, me entrega un billete y me manda a la tiendita. Regreso con cervezas. E igual, como niño, me quedo con alguna moneda pa´ más tarde, a ver qué chuchería se ofrece.
Bebemos mientras el mar se bebe también la circunferencia del mundo. Las lámparas amarillas comienzan a encenderse. Y yo le comento a mi madre que ahora tengo la edad que ella tenía cuando yo nací. ¿Y qué se siente?, me pregunta.
Me he enamorado. O así me dijeron que se le llama a la sensación de no caber en tu propio cuerpo. Tengo 16 años. Y hay tardes en las que vamos en tu auto hasta Diamante, o el auto de tu madre, más bien. Caminamos en aquella arena oscura y excesivamente horizontal de atrás del Hotel Princess. Hablamos de lo que guardamos en nuestros pechos inexpertos. Pero en ese momento, se siente como la única verdad posible. Lo es. También estoy seguro.
De regreso por la Av. Escénica escuchamos canciones al máximo volumen que tu carro guinda puede ofrecernos, aunque quisiéramos más. Claro que quisiéramos más. Aún somos muy jóvenes para entender que el deseo no sabe detenerse. Pero no es necesario. Desde un punto del camino logramos ver toda la bahía. Las luces comienzan a encenderse hasta más allá de Caleta. En un alto, enfrente del Bingo, nos besamos. Creemos en el amor, nuestros nombres son dichos por primera vez. Y luego el verde. Y continuamos, porque nuestra edad nos lo permite.
Mi abuela me manda a las tortillas. Hay una botella de Coca de 2 litros sobre la mesa. Mantel floreado. Un salero con arroz y un vaso lleno de pipitza. Me da un billete de veinte pesos. El amate sigue extendiéndose debajo del cerro con una prisa que nosotros, breves, nunca entenderemos. Y al lado de la piedra gris, monumental, como una ballena también gris, los restos de la casa de lámina negra de doña Licha. Murió de tuberculosis. Tengo 10 años. No estoy tan seguro de si creo en Dios o no.
En la tortillería extiendo mi servilleta con bordado de hilos azules y rosas. El muchacho que atiende saca el cambio de una bandeja de plástico. Me da varias monedas de vuelta. En lo que guardo el kilo en mi morralilla, siento el calor de la máquina, su sonido como de columpio viejo que quiere parecerse al trino de un ave colorida, pero nomás no alcanza a superar su condena al engranaje.
De regreso, voy pateando una botella de plástico. Una señora me dice al pasar el puente del arroyo, me saludas a doña Pieda. Llego a la casa. Pongo el cambio encima de la máquina de cocer. No me quedo con ninguna moneda, aunque lo pienso. El sol de las 3 de la tarde entra como si lo hubiéramos invitado a la mesa. Le ponemos un plato y cubiertos. Y los vasos se llenan de un líquido oscuro que siempre acaba amontonando espuma encima, pero justo antes del borde. Comemos, o más bien, Lolita Ayala nos ve comer, a la par que relata alguna explosión en Medio Oriente en las noticias.
Tengo 30 años. Vivo en la Ciudad de México. Isabel La Católica, para ser exacto. Le marco a mi abuela por videollamada para preguntarle detalles sobre el pueblo donde nació. Sus palabras son lentas. No me reconoce. La tía que la asiste al teléfono le trata de recordar quién soy. Doña Piedad trae un vestido azul y un collar hermoso, aperlado. Y todos mis años se hace uno solo frente a la pantalla. Le pregunto por la receta de los frijoles negros. Se acuerda de mí por lo que duran los ingredientes. Te extraño, nos decimos. Nunca nos volveremos a ver.
Tengo 20 años. Es julio. Mis hermanos y yo vamos al parque Merle Oberón en Costa Azul. Queremos echar reta. No logramos armar un equipo de cinco, o más bien, decente. Quizá porque somos malísimos. Perdemos, perdemos todo el verano, hasta que ya no. Practicamos dos veces al día. Nos compramos un balón de 200 pesos en el Walt Mart que está al lado del Bingo. Empezamos a ganar retas nada célebres contra jugadores más pequeños que nosotros. Pero no importa, en esta economía, una victoria es una victoria.
Empezamos a ganarle a los del Barrio Negro. Empezamos a ganar contra nosotros mismos. Los zapatos sin suela. Y llegamos a la casa y nos tiramos en el piso frío. Mi madre sólo nos sonríe y nos manda a bañar después de señalar el olor a chivo. Los cuatro vemos una película de aquellas que buscan la risa fácil. Nos reímos y nos queremos, pero no nos lo decimos. Qué tontos. Y nos vamos a dormir con la tranquilidad de quien ya no puede perder nada más en esta vida. O eso creemos.
Me mandan por leña. Hace frío, pero no me pongo chamarra mientras busco el hacha, porque quiero sentir lo mismo que sienten los árboles en este lado de la sierra. Les pregunto a mis tíos si ha nevado. Que cómo están mis primos. Que cuántas vacas en el rancho y que si nevará pronto. No recuerdo qué contestan. La leña de encino se resiste más a mis intentos, pero al final, acabo dividiendo la madera. Lleno el cajón al lado de la estufa. Mis tías hacen tortillas. Mis tíos fuman cerca de la galera. Es diciembre. Tengo 14 años.
Voy por el freeway con mi hermana. Vamos hacia Detroit. Mi sobrino en el asiento trasero en su sillita de bebé. Está aprendiendo a hablar. Yo aprendo a hablar con él. Camino las calles llenas de sal del downtown y voy en busca del río. Lo encuentro. Veo bloques de hielo, enormes e impúdicos, encimándose unos con otros, buscándose el mar en las encías de agua dulce.
No traigo guantes. Camino con las manos en los bolsillos. Pero no escondo nada. Llego a un faro. Hay una placa. Aprendo cosas sobre la esclavitud que no sabía. Continúo bajo el día nublado, como si fuera recorriendo la espalda de una trucha arcoíris con miedo de resbalarme. El frío me obliga al interior. Pido un café en un inglés torpe. Me siento al lado de una ventana. Veo cómo le echan sal a las banquetas para que no ocurra el hielo. Escribo. Tengo 26 años.
Espero a mi padre en la esquina enfrente de la catedral de Santa María de la Asunción. La combi que anuncia Centro me deja a unas cuadras del lugar acordado. Él viene del trabajo, yo vengo de la universidad. Pedimos lo mismo. Dos órdenes de enchiladas suizas y dos cervezas. La música es algo molesta, pero nos deja conversar sobre nuestro día. Trae una pluma en el bolsillo de la camisa. Siempre me ha gustado que traiga una pluma en el bolsillo de la camisa. Nunca se lo he contado. Quizá nunca lo haga.
Acabamos de comer. Atravesamos el pequeño zócalo de Chilpancingo. Y subimos una calle empinadísima hasta el lugar donde vivimos. Acordamos si mañana desayunaremos juntos o no. En algún momento de la madrugada, cuando voy a orinar, me doy cuenta que la luz de su cuarto está encendida. Toco la puerta. No responde nadie. Entro. Le quito los lentes. Le quito el periódico. Este periódico. Este mismo. Sí, con esta fecha, la de hoy. Apago la luz. Tengo 19 años.
Por la mañana, subo a la pila de la azotea por una cubeta de agua. Los cerros de Chilpancingo están verdes. Se escucha el grito de la basura y el claxon insistente de varios autos. Pero esta coreografía no es nada nueva, es el ademán de todas las ciudades. Y mi padre y yo nos peinamos buscándonos el rostro en un mínimo espejo hexagonal encima de la barra de la cocina, recargado en unos libros que asoman la palabra educación en sus lomos.
Nos echamos de desayuno unos tacos de guisado. Yo pido café. Mi padre no recuerdo qué pide. Y le pregunto por qué no pide café nunca. Tampoco recuerdo qué me contesta. Él se va por un lado y yo por el otro. Antes de despedirnos, nos deseamos un buen día. Yo le digo adiós, apá. Mi padre me dice, adiós, mijo.
Mi mamá y mi papá se van al ISSSTE. Es 6 de febrero. Repiten la palabra hermano. No tengo mucha idea de qué significa eso. Repiten la palabra compartir bastantes veces. No tengo mucha idea de qué significa eso. Mi madre llega a la casa, después de subir 77 escalones. Envuelta ella en un manto, trae otra respiración también envuelta en unas cobijas. Se llama Carlitos, apuntan. Tiene dedos. Tiene pestañas. No tiene idioma aún. Pero sí una sonoridad como de cosa descubierta antes que el fuego. Como fruta a punto de caer. Donde el tallo y la rama están a nada de dividirse. Y que se cae. Pero que nuestro nombre termina por sostenerlo.
Mi abuela le canta unos arrullos tan pequeños, como si sus oraciones estuvieran hechas de la flor antes de la flor. Mi madre lo toma en los brazos. Es más ligero que el aire. Y el aire por envidioso le quiere hacer travesuras, por eso traen tapado al niño todo el día.
Me acerco a su cuna. Lo miro, pero no estoy seguro de que me mire. Aunque algo nos sabemos, la sangre quizá. Esa no necesita lenguaje. No sé si lo amo. Y yo me voy a la escuela, esperando regresar a contarle cosas. No sé si me ame. Llora. Mi madre le da pecho. Y le acaricia la cabeza como si de un ídolo se tratara. Quizá lo sea. Tengo 5 años.
Tengo 31 años. En la mañana caía nieve y ahora la pradera amarilla como si no hubiera pasado el blanco encima de las horas de febrero. Te escribo un mensaje. Te digo que te quiero. Que confíes en tus intuiciones. Que esto no se trata de equivocarse, sino de ser congruente con la carne que vive adentro. Que esto se trata de comprender a la naturaleza y seguirla. Es tu cumpleaños. Ahora tienes 27. Y tú sólo me preguntas, ¿y qué pensabas cuando cumpliste mis años?