22 mayo,2020 4:41 am

Christoph Ransmayr: Un apocalíptico que celebra la vida

Adán Ramírez Serret

 

Para los grandes científicos como Albert Einstein, y para algunos escritores maravillosos como Jorge Luis Borges, el tiempo es la dimensión más apasionante, por donde viaja la luz para el primero y quien dijo, “el tiempo no transcurre al mismo ritmo en todos lados: su devenir es más lento cuanto mayor es la gravedad”, lo cual describe perfecto la novela de hoy; para el segundo, el argentino, es la cualidad que define la existencia; sin el tiempo, pensaba Borges, sería imposible imaginar nada. Podía vislumbrar quizá un espacio sin materia pero jamás sin tiempo. Dimensión, el tiempo, que le inspiró una de sus más profundas obsesiones: la eternidad.

Christoph Ransmayr (Wels, Austria, 1954), escribe una novela que gira precisamente sobre el tiempo. Lo hace con la pluma de un escritor un tanto fantástico, un tanto mágico, situándola en el siglo XVIII, con el personaje principal, Alister Cox, un fabricante de autómatas y relojes quien deja su natal Inglaterra para irse a la inmensa China, salvaje y brutalmente sofisticada, la cual vive bajo el imperio del ubicuo y nunca visto Qiánlong.

Cox arrastra la tragedia de haber perdido a su hija, tras lo cual su esposa dejó de hablar, sumergida en una depresión. A partir de aquí decide que hará autómatas buscando algo similar a la vida eterna. Trabaja en la tensión de dos mundos, el de los autómatas, la consciencia renovable y quién mide su permanencia: los relojes que trazan el tiempo.

Cox o el paso del tiempo es una novela de época que recrea con cierta fantasía la Inglaterra y la China del siglo XVIII. Un mundo en donde la justicia era tomada en Londres por medio de verdugos que dejaban colgando a deudores, criminales y piratas del Puente de Londres, para que fueran picados durante semanas por cuervos, mientras sus cuerpos se balanceaban recordándoles a los londinenses cómo era ejercida la justicia.

Mientras que en China a los deudores, criminales y cualquier sospechoso que cuestionara el régimen del emperador se les aplicaba un castigo terrible en donde iban lacerando, cercenando y cortando a los juzgados, amarrados a un poste, mientras contemplaban cómo les iban recortando el cuerpo y seguían vivos, conscientes de sufrir, y luego sus cráneos eran dejados en una pica durante semanas para que fueran limpiados por las aves carroñeras –tortura que por cierto, retrato Salvador Elizondo en su maravillosa y vanguardista novela, Farabeuf–.

Alister Cox no sabe en realidad para qué fue invitado; mediante enigmas, le van diciendo lo que busca el emperador: desea que le fabrique un aparato que además de medir el tiempo, lo devorase.

Nos dice más adelante: “Qiánlong quería un reloj que marcase el tiempo a lo largo de diferentes episodios de una vida humana”. Por ejemplo, ¿es el mismo el tiempo de los amantes? ¿De los moribundos? ¿El tiempo de un niño?

Cox se lanza a entrevistar a los chinos sentenciados a muerte y les pregunta su relación con el tiempo, “el viejo dice que aquí no hay tiempo, en caso de haberlo, se ha detenido. Y el joven dice que los días pasan volando sin que se sienta nada”.

Cox o el paso del tiempo es una novela única en cuanto a que, mediante la muerte y su espera en sentenciados y en ancianos, reflexiona sobre el paso del tiempo y en la búsqueda filosófica y científica de la eternidad. Nada más y nada menos.

Christoph Ransmayr, Cox o el paso del tiempo, Barcelona, Anagrama, 2019. 245 páginas.