30 agosto,2021 6:07 am

Con el corazón roto

Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan

 

Para don Saúl Bruno, quien en medio de la pobreza y agobiado por las enfermedades mantuvo viva la esperanza de que su hijo Saúl, junto con los 43 normalistas desaparecidos, regresaran a sus hogares.

Nunca imaginaría doña Guadalupe Rodríguez que por buscar a su hijo Josué Molina, desaparecido el 4 de junio de 2014, una bacteria que se le incrustó en el pulmón en una de las incursiones que realizó en lugares inhóspitos y peligrosos, sería la causa de su muerte. Desde el día que supo que su hijo estaba desaparecido dejó su casa y encargó a sus dos nietos a su esposo para acudir ante las autoridades y exigir que hicieran las investigaciones y las búsquedas como lo demandan todos los casos de personas desaparecidas. No encontró el apoyo ni el respaldo necesario para hallar las pistas y trazar las líneas de investigación que le permitieran dar con su paradero. En esta lucha incansable se vio obligada a unir sus voces con otras madres que clamaban justicia. Tomó la iniciativa para conformar el colectivo de Familiares de Desaparecidos y Secuestrados en Guerrero. Tuvo la virtud de convocar a decenas de familiares al grado de poder conjuntar cerca de 300 personas. Tomando el ejemplo de otros colectivos de madres que perdieron el miedo y salieron a los campos a buscar a sus hijos, doña Guadalupe se armó de valor y sin medir las consecuencias de caminar por lugares controlados por la delincuencia, abrió el camino de las madres buscadoras en el estado de Guerrero. Lograron converger con otros colectivos de Chilpancingo como los familiares en búsqueda María Herrera, así como con familiares de Acapulco, de Iguala y de Chilapa. Fue más su arrojo y su temple lo que le dio el sello distintivo a su organización. Fueron ellas como madres las que directamente emplazaban a las autoridades de las fiscalías para exigir que atendieran sus planteamientos.

Como siempre sucede en estos movimientos son los familiares quienes realizan las investigaciones y proponen los puntos donde hacer las búsquedas. Son los que realmente impulsan estos procesos y los que obligan a salir de las inercias burocráticas a los funcionarios de la Fiscalía y a los mismos cuerpos de seguridad.

La lucha de doña Guadalupe tuvo el gran mérito de ubicar puntos donde se encontraron fosas clandestinas. Se desplazaba a lugares difíciles de Acapulco y de la sierra de Chichihualco. Su tenacidad y entrega le permitió encontrar junto con varias madres alrededor de 30 cuerpos. Estos resultados fortalecieron su esperanza, reanimaron a muchas familias para involucrarse en estas dolorosas tareas de recorrer barrancas y subir cerros, roturando la tierra y enterrando la varilla para tener algún indicio con los olores fétidos sobre la presencia de unos restos humanos. Los vestigios que encontraron representan para cada madre un hallazgo que remueve las entrañas de su corazón, porque presienten que puede tratarse de su hijo. Por eso esta búsqueda tiene un halo sagrado, de sumo respeto, de mucho impacto y profundo significado porque en la tierra removida es posible que puedan encontrar los restos de un ser querido.

Las madres de personas desaparecidas son la reserva moral de un estado sumido en la violencia. Son el rostro de la dignidad en medio de un paisaje marcado por cruces y cementerios clandestinos. Ellas con su sufrimiento nos han demostrado que la verdadera lucha por la justicia y la verdad está sustentada en el amor, y en el valor. No hay en su movimiento intereses mezquinos ni mercantilistas, tampoco habita en ellas el egoísmo ni la traición, por el contrario, cultivan el sentido de hermandad, el trabajo en equipo, la ayuda mutua, la generosidad, el acompañamiento en los momentos más tristes y dolorosos; el apoyo material y el alivio del espíritu. Además de madres amorosas, son madres guerreras, sumamente comprometidas con la causa y extremadamente sensibles ante el dolor humano.

En este mar de agravios, con su movimiento las madres y padres de los 43 estudiantes desaparecidos en septiembre de 2014 tocaron las fibras más sensibles de un país encharcado por la sangre de miles de personas asesinadas y desaparecidas. El emblema de los 43 condensa el rostro del México ensangrentado, de una juventud condenada a padecer los estragos de un sistema corrupto atrapado en las redes del crimen organizado. Ayotzinapa desenmascaró la urdimbre de un estado supeditado a las redes de la macrocriminalidad. A pesar del aparato represor que se ha ido especializando en la guerra contra una población insumisa, 43 familias campesinas e indígenas rompieron el muro de la impunidad, agrietaron la muralla de un sistema presidencialista cimentado en estructuras corroídas por la corrupción. Han luchado sin denuedo para topar con la verdad y se han encontrado con el caparazón de una burocracia gubernamental especializada en encubrir crímenes de los altos funcionarios. A casi tres años del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, en la Fiscalía General de la República se mantienen intocados los intereses oscuros de grupos de poder que continúan protegiendo a personajes que han trabajado con el crimen organizado, vinculados con la desaparición de los estudiantes.

La vía militar que ha tomado el presidente de la República para garantizar la seguridad de las instituciones y de la población lo ha llevado a tomar una postura en defensa de las fuerzas armadas. El poder que ha adquirido el Ejército ha superado todos los pronósticos sobre la necesidad de transitar por la vía civil en el tema de la seguridad ciudadana como el camino más seguro para fortalecer las instituciones democráticas y proteger los derechos humanos. El sello militar que ha adquirido la Guardia Nacional busca darle vuelta a la página de los crímenes del pasado y es una decisión política brindarle protección al Ejército al dotarle de mayores prerrogativas y colocarlo como un poder supraconstitucional.

En Guerrero hay una deuda histórica con más de 600 víctimas de la guerra sucia que durante dos décadas padecieron los crímenes atroces cometidos impunemente por el Ejército; esta lucha sin cuartel la han protagonizado mujeres campesinas de la sierra de Atoyac, donde hay más de 400 personas que siguen desaparecidas y todas ellas tienen que ver con las actuaciones atroces del Ejército. El caso de Rosendo Radilla que llegó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos es el ejemplo paradigmático de la impunidad que persiste en nuestro país en torno a los crímenes cometidos por los militares, relacionados con las desapariciones forzadas y ejecuciones arbitrarias. Tita Radilla, hija de Rosendo, mantiene una lucha incansable desde 1974, cuando soldados desaparecieron a su padre. Estos 46 años representan para los familiares, víctimas de desaparición forzada un agravio inconmensurable que exige una acción ejemplar de las autoridades federales para acabar con el continuum de la impunidad. Por esa razón no se puede continuar con una política de Estado donde el Ejército se presente como el baluarte de la seguridad y los derechos humanos de una sociedad agraviada. Se tiene que asumir que en la guerra sucia hubo una política deliberada del Estado mexicano para perseguir, realizar detenciones arbitrarias, practicar la tortura como método de investigación y ejecutar desapariciones forzadas para causar terror, siendo el Ejército mexicano el autor de estos crímenes atroces. Todas las madres, que muchas de ellas son abuelas, no conciben una cuarta transformación del país si antes no se implementa un mecanismo extraordinario que garantice verdad y justicia para las víctimas de la guerra sucia.

De acuerdo con el registro nacional de personas desaparecidas y no localizadas, del 15 de marzo de 1964 al 29 de agosto de 2021, existe un total de 91 mil 319 personas desaparecidas. Para este mismo periodo el estado de Guerrero tiene una cifra de 3 mil 581 personas desaparecidas o no localizadas. Mientras tanto el pasado 7 de julio en la presentación del informe semestral sobre búsqueda e identificación de personas desaparecidas, el subsecretario de Derechos Humanos del gobierno federal, Alejandro Encinas, destacó que existe 174 fosas clandestinas y al menos 393 cadáveres enterrados en el primer semestre de 2021.

Los municipios con mayor número de hallazgos en este periodo pertenecen a los estados de Colima, Veracruz, Guerrero, Guanajuato, Sinaloa y Sonora. Esta radiografía de las atrocidades nos habla de un país donde las víctimas siguen sin encontrar a sus seres queridos y lo peor de todo es que continuamos con la vorágine de la violencia. A pesar de las cuentas alegres que las autoridades quieren darnos en sus reportes oficiales, las familias siguen encontrando obstáculos para avanzar en las investigaciones. En Guerrero hay muchos diques dentro de la Fiscalía estatal para no dar con los responsables materiales e intelectuales de la desaparición de personas. La urdimbre delincuencial tiene un gran poder, al grado que las autoridades prefieren mantener el pacto del silencio con los grandes capos para sobrellevar una normalidad que está sostenida con alfileres. En las siete regiones de la entidad hay familias desplazadas por el crimen organizado, donde las autoridades estatales no se han comprometido para garantizar su retorno porque no están dispuestas a desmontar este aparato delincuencial. La desaparición de personas representa ahora un problema que se ha generalizado en las siete regiones, la presencia de los colectivos de familiares nos indica que el poder de las armas puede más que el poder de nuestras instituciones y de las leyes que nos rigen. En Guerrero son las madres y padres de las personas desaparecidas, las que con su corazón roto claman justicia y luchan para que acabe esta cruenta pesadilla.