23 mayo,2020 4:31 am

Cuando todo sale a relucir

Jesús Castillo Aguirre

 

En tiempos de desgracia suelen sacarse los trapitos al sol. Con la pandemia del Covid-19 todas las penurias sociales contenidas irrumpen al mismo tiempo. Se desnuda la realidad hasta los huesos. Es el caso de la mala nutrición de la gente que, se ha dicho, la hace más susceptible a este virus, como es el caso de los alimentos industrializados que comemos día tras día, incluidos los refrescos. Y hay mucha razón de ello.

En los años 1980 se aceleraron los cambios en los hábitos de consumo de alimentos de los mexicanos. Para los 90 en las grandes ciudades habíamos abandonado en mucho el consumo diario de alimentos tradicionales para adoptar los que nos imponían las empresas trasnacionales. Se empezó con la supermercadización del comercio de bienes de consumo. A finales de los años de los 80, cuando se cambió la ley para que en suelo mexicano operaran empresas con el 100 por ciento de capital extranjero, llegaron en cascada los supermercados a las ciudades más grandes. Poco a poco los asalariados nos sentimos seducidos por comprar en el súper, empujando un carrito y respirando aire acondicionado. Millones de consumidores nos fuimos despidiendo de misceláneas y de tiendas de abarrotes; de los mercados públicos y de los puestitos de comida de la calle. Ahora se trataba de comprar y consumir al más puro estilo norteamericano.

Cuando se abrieron todavía más las fronteras mexicanas al capital extranjero con la firma del TLC en1994, vino una invasión catastrófica de los prototipos alimentarios extranjeros. No sólo se alteraron nuestros hábitos alimenticios por el consumo de otros a los que no estábamos acostumbrados y que nos acarrearon enfermedades crónicas y degenerativas; y que además nos empobrecieron por lo caro que cuestan; no, la alteración fue más amplia. Además está el efecto destructivo en la industria alimentaria nacional. Dejamos de producir nuestros propios alimentos de primera necesidad porque nos obligaron a importarlos de los mercados extranjeros. Lo paradójico es que dejamos de producir para comer por nosotros mismos para consumir lo producido e industrializado en otras latitudes del mundo, y a precios que nunca han parado de subir agravando la carestía. Los campesinos perdieron relevancia en la reproducción de la vida teniendo como centro el maíz. Más aún, nos cambiaron los gustos y las preferencias en favor del consumo de los productos chatarra gringos. Algunas industrias nacionales le entraron al negocio como Bimbo, Gruma y Bachoco. Pero hay algo también aberrante.

Desde el estómago estamos en la ruta de la pérdida de una parte de nuestra identidad cultural. Las nuevas generaciones optan por comer hamburguesas en lugar de tacos; pizzas y sushi en lugar de morisqueta y pozole. La construcción de una identidad propia pasa por lo que comemos; y el maíz poco a poco ha perdido relevancia en la dieta del mexicano no sólo por la amenaza de sustituirlo por productos de trigo o soya, sino porque el maíz es también, además de tortillas, atole, pinole, tamales, tostadas, chilaquiles, enchiladas, quesadillas, pozole, elopozole y esquites; también es totomoxtle, hojas para envolver los tamales, olotes para muchos usos, milpa, calpulli, parcela, caña, cerca y más. Es la mejor tradición nutritiva. El maíz es, pues, una identidad; una cultura milenaria. Con la transnacionalización de los alimentos, se altera nuestra forma de comer, de vivir y de sentir. Por lo general, la comida chatarra no nutre sino que despierta la ansiedad por comer lo que te enferma.

Modificar la vida de alguna comunidad empieza por aprovecharse de sus necesidades básicas. Los refrescos siempre son la punta de lanza para colonizar los paladares. Cuento un episodio. En la realización de una investigación, en 2009 visité con otros colegas una comunidad del municipio de Copanatoyac, en la Montaña indígena de Guerrero. Ya esa localidad me llamó la atención que decenas de niñas y niños, de entre 8 y 12 años corrieran a sus hogares por la única calle llevando un paquete de seis o más refrescos en cada mano. Se desprendían desde un lugar donde estaba estacionado un camión repartidor. Cuando llegamos a la casa del representante de la comunidad le preguntamos cómo se podía comprar de un golpe, en un día, tanto refresco. Contestó: “No. No. No lo compramos. Lo están regalando. Es más, los representantes de la Coca Cola nos han pedido que los habitantes de este lugar nos pongamos de acuerdo para elegir a un santo para que sea nuestro patrón, para que año con año lo celebremos; que esta empresa nos surtirá vendiéndonos los refrescos ese día y todos los demás, a cambio de que tengan la venta exclusiva en esta comunidad. Ya casi acordamos qué santo vamos a adoptar. Tienen meses viniendo a

regalarnos camiones y camiones de refrescos”. Sin duda, la Coca ya había avanzado en la creación de la adicción a sus refrescos entre la comunidad; ahora estaban por monopolizar la adicción a su producto con graves consecuencias en la salud. Peor, porque la ingesta de la Coca trae consigo un conjunto de comida chatarra.

Desde la apertura comercial indiscriminada no solo se abrieron más supermercados extranjeros donde se venden productos extranjeros, también se establecieron en México cadenas de restaurantes de comida rápida, ahora también de franquicia china, sudcoreana y tailandesa. Entrado el siglo XXI estas cadenas de comercio y alimentos, nacionales y extranjeras, se introdujeron aún más lejos, en pequeñas poblaciones y ciudades, alterándolo todo; conspirando contra nuestra dieta autóctona, contra nuestra salud y cultura. Viene el Covid-19 y el mexicano no tiene defensas en su organismo por la diabetes, la obesidad y el cáncer. ¿Y la Coca, la Pepsi, los supermercados y toda su comida chatarra? Nada. Son los que siguen vendiendo lo mismo en plena pandemia gracias al libre comercio.

Un craso error dejar que extraños se metan hasta tu cocina.

 

* Ex director de la Escuela de Economía de la Universidad Autónoma de Guerrero.