28 enero,2023 5:19 am

El aguacero

Cosas que la gente olvida

Alan Valdez

 

“Una cruz de madera, de la más corriente”.

Chuy Luviano

 

Estaba tronando, nada más. Pero se veían unas nubes gordas y decididas a dejarse caer con un tremendo chubasco. No había mucho qué hacer. Los rayos habían espantado el servicio de luz del pueblo. Apenas unas veladoras con el San Martín Caballero, otra con el buen San Juditas con su eterno fuego en la cabeza y una del Santo Niño de Atocha. Junto con esas veladoras, también el obispo de la ciudad bendijo unas botellas de agua Bonafón de 2 litros, unos milagritos que estaban oxidados, pero dignos ahí colgados en la cortina de la ventana que daba al corral y un puente que sirvió solo para que el presidente municipal se tomara unas fotos con las teguas bien boleadas, porque con el primer tráiler cargado con veinte toneladas de bolillos de pino al que se le ocurrió disfrutar del asfalto suspendido 2 metros sobre el arroyito El Chueco, el puente se agrietó sin decir nada, y así sigue y seguirá, según me han dicho.

Ni modo, se prendieron esas velas porque por el temporal, la tiendita de don Ema ya había cerrado e ir más lejos implicaba que el chubasco agarrara a un buen cristiano desprevenido. La abuela no dijo nada, pero se le notaba molesta, porque ella solo prendía esas velas cuando quería pedirle un favor a Dios o a los Santos, o a alguien con más poder que cualquiera de nosotros.

Siguió tejiendo unos tulipanes rosas en su servilleta, sin importarle la oscuridad apenas barnizada por la luz amarilla, que con un pequeño airecito se meneaba deformando aún más las sombras de mis tíos ya de por sí deformadas por tanto sol que no servía de nada más que para secar las bocas del ganado, ni mucho menos le importaba su parcial ceguera ya procurada por la famosa catarata. Aunque estoy seguro que de tanto acudir a ese pasatiempo, tejer no era una cosa de los ojos sino una destreza del tacto y la paciencia. Y siempre, cuando acababa de tejer alguna otra flor solo decía, –mire mijo, cómo me quedó. Y a quién sea que le tocara responder esa pregunta, ya sabía que su obligación era decirle, –mucho más linda que la anterior, pero no tan linda como uste, abue. Así, por los siglos de los siglos.

Los primos nos sentamos al lado del cajón de la leña a medio escuchar la conversación de los adultos que estaban en la mesa. Ya nos había metido un tremendo estatequieto por andar jugando a las escondidas adentro de la casa. Nos dijeron: o se me aplacan o se me aplacan. Y como esa advertencia traía, debajo del grosor de las cejas levantadas del tío que nos dio el pitazo para callarnos, la promesa de la cuarta del caballo, pero mojada para que no se nos olvidara nunca la instrucción, no tuvieron que repetir el regaño dos veces.

Como era usual cuando ellos se juntaban, la palabra dinero se acumulaba en sus frases como si fuera la única cosa de la que se sabían el nombre. En la oscuridad amarilla de la casa de la abuela, se alzaba una nube espesa de humo, tan espesa que parecía que adentro de la casa también se iba a dejar caer un alto aguacero. A veces llegaban tronidos más fuertes y las ventanas se sacudían poniendo a prueba la fidelidad del cristal a los marcos, pero ninguno lograba romperse. Y casi como si esa fuera la palabra definitiva, un relámpago flasheó la noche con tal enjundia que hasta las piedras por un momento debieron pensar que ya era de día, pero no, y luego el trueno desfondó las quijadas de todos, el espasmo del cielo nos apretó bien fuerte los huesos, y nos obligó a mirar por la ventana. En el cerrito se veían unas llamas, cómo si un gigante hubiera decidido empezar a fumar esa misma noche y luego el humo llegando hasta donde se supone que empieza lo divino.

Y el humo que emanó del golpe del rayo fue tan corrosivo, que lo único que se le ocurrió al cielo fue ponerse a llorar. Y así empezó una lluvia torrencial que le devolvió sus viejos cauces a los arroyos, aró los campos como nadie lo había hecho en semanas y humedeció el interior de los árboles con tal insistencia que los árboles por un rato conocieron la blandura interior de un molusco.

Tronaba y llovía tan recio que los primos estábamos seguros de que cuando Dios inventó los mares así se debió de haber escuchado. Los tíos, por mientras, fumaban como si supieran qué es lo que pasaba después del fin del mundo y por eso mismo ya nada les causaba miedo. O eso parecía.

Ya eran como las 10 y algo y nos sorprendía mucho que no nos mandaran a dormir todavía. Teníamos hambre, pero ellos estaban tan entrados en la historia de la muerte del vecino que había ocurrido unos días antes, que no repararon en que agarramos tortillas de harina para calentarlas en la estufa que aún tenía suficiente calor de la brasa del encino de la tarde, para untarles mantequilla.

Era como ver una película y cada mordida a nuestro burrito de aire iba acompañada de un pedazo de la historia. Que el caballo llegó solo a la casa, pero en el fuste iba colgado el .22 con todas las balas. Que en el estribo estaba, quién sabe cómo, atorada una de las botas de Don Miguel. Que, el Canelo, el caballo, tenía sangre seca en la crin. Que el cuerpo de Don Migue tenía un solo impacto de bala en la cabeza. Que lo encontraron en el arroyo, unos 300 metros más adelante de los límites del rancho el Cascabel. Que nunca tuvo enemigos. Que no le robaron nada. Que su esposa no deja de llorar. Que sus hijos quieren venganza. Que cuando te toca ni aunque te quites. Que Dios solo sabe por qué hace las cosas. Que la vida no es justa. ¡Que ya dejen de andar de chismosos pinches chavalos vagos!

Afuera había aminorado la constancia de los rayos, pero la lluvia seguía insistente. A todos nos mandaron, ahora sí, a acostar. Nos metieron a los cuatro en la misma cama y nos echaron cinco cobijas tan pesadas que el más pequeño de nosotros respiraba como si acabara de correr. Logramos quitar tres de las cobijas. De todas formas en nuestro pequeño consenso habíamos pensado que no hacía tanto frío como cuando es diciembre y te dan regalos.

No podíamos dormir. Y nos pusimos a inventar historias sobre cómo había podido morir Don Miguel. La versión más popular estribó en que seguramente le cayó una bala perdida de algún cazador de osos, pero nosotros qué íbamos a saber. Conocíamos bien a sus nietos. A veces jugábamos futbol con ellos en la calle de enfrente. Pero ya no nos caían bien. Jugaban sucio, eran presumidos con las cosas que les enviaban sus tíos del otro lado y sobre todo, sabíamos que ellos eran los que se habían metido al corral del otro vecino a robarse una gallina y no nuestro primo más grande, al que lo golpearon hasta que se orinó encima mientras se inculpaba, aunque no hubiera sido verdad.

La gallina nunca apareció y a nuestro primo lo mandaron al rancho a trabajar todas las vacaciones barbechando los maizales, para ver si así agarraba buen camino y dejaba de hacer pendejadas. Nosotros intentamos decir que no había sido él, pero no nos escucharon e incluso en algún momento hasta fuimos reprimidos físicamente por apoyar la versión verdadera. Pero ellos solo decían, ustedes qué saben de lo que es cierto y de lo que no lo es. Hablamos de eso y de que había el rumor en la escuela de que un compañero, por una razón no muy clara, pero al final no importaba mucho eso, había visto al maestro de educación física con la secretaria, haciendo lo mismo que hacen los perros cuando se quedan pegados.

Empezamos a preguntarnos por quién nos gustaba. De si alguna vez habíamos besado a alguien, de cómo los de secundaria se iban al bosque con botellas de cerveza, de si alguno de nosotros ya se había masturbado, de qué era masturbarse. Del miedo a eyacular dormidos, de los pechos de una mujer expuestos en el libro de Biología de sexto de primaria. De quién era mejor andando en bicicleta. De haberse robado algo de la tienda de don Ema. Del entierro del abuelo hace unos meses. De hacia dónde van las personas cuando se mueren.

Nos vinieron a callar varias veces, pero la lluvia y combinada con la cadencia de nuestra conversación no nos permitía conciliar el sueño. Los últimos cuatro años nuestros papás visitaban a la abuela y nosotros aprovechábamos para  hacer y deshacer el patio. Comíamos dulces y papitas hasta vomitar. Arrancábamos manzanas de los árboles, y no para comerlas, sino para jugar a las guerritas. Tremendo desperdicio, sí, pero en ese momento parecía lo más divertido de aquella parte del mundo llena de polvo, aserrín y una clase de veneno que apenas estoy entendiendo. Y aunque no lo sabíamos, en realidad ese era el último verano que pasaríamos así. Uno de nosotros se iría a Estados Unidos con su madre después de divorciarse del tío Juan, otro, al pasar a la secundaría, empezaría a fumar y a beber, hasta dejar de jugar para dedicarse a mirar pornografía en casa de otros adolescentes como él, yo me mudaría a la ciudad y dejaría de pasar los veranos en el pueblo de mi madre mientras intentaba no avergonzarme de mi cuerpo, y el más pequeño, después de reprobar dos veces cuarto de primaria, dejaría de estudiar, pero eso no era muy difícil de intuir.

Uno a uno se fue quedando dormido. Yo no dejaba de pensar en la crin del caballo llena de sangre y en la bota colgada en el estribo de la montura como si de una esfera de navidad se tratase. Me paré a ver por la ventana a la lluvia que no dejaba de caer. Relampagueaba de a ratos y de a ratos no. Y en medio del cauce que se había formado en la calle, vi el cadáver del perro de la abuela siendo arrastrado hasta quién sabe a qué clase de mar. Pensé en avisarle a mis tíos que seguían hablando en el comedor, pero preferí ver el espectáculo, en vez de interrumpirlo.

Al día siguiente fuimos todos al panteón. La lluvia, como era de esperarse había hecho estragos. Los floreros, los arreglos y todas las demás cosas que les ponen a las tumbas estaban esparcidas como si fueran trozos de basura que el mar hubiera arrastrado hasta las orillas. Sin embargo, la fecha en la cruz de madera de mi abuelo seguía intacta, hasta podría decir que se le miraba nueva, como si ese mismo día el abuelo se acabara de morir y la cruz lo estuviera esperando precisamente a él.

Mis tíos se pusieron a decir unas cosas sobre lo caro de incinerar un cuerpo y sobre lo injusta que es la vida. Nosotros, por mientras, corríamos entre las tumbas, tratando de buscar el mejor ángulo para pegarle a un pájaro. Y allá arriba, en el cielo que sospechosamente se mostraba azul y quieto, algo había cambiado para siempre, pero acá abajo aún no nos tenían avisados.