13 enero,2024 4:06 am

El árbol

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

Alan Valdez

 

Cruzamos el Golden Gate. Desde su interior de metal y concreto que dura casi 3 kilómetros, me doy cuenta que esto no es exactamente como en las películas. Aun así, es hermoso y me llega la emoción, casi como un niño que ve la botarga de su personaje de caricaturas favorito, saludando en cualquier acera de cualquier capital.

Tomo un video que me sirva de evidencia, aunque es muy probable que después de compartírselo a unas cuantas personas, no lo vuelva a mirar y quede amontonado con cientos de fotografías digitales que son mi pequeño monumento a lo que no quiero que termine, pero pasa.

El taxista me platica sobre el terremoto de 1989 y los 6 mil 500 millones de dólares que costó reconstruir el otro puente aún más largo de San Francisco, el Oakland Bay Bridge. Lo escucho, pero algo después de oír esa infame cantidad me impide prestarle verdadera atención y observo gente correr en tenis lustrosísimos, acompañados de sus perros igual de lustrosos, seguramente hacia una casa inmaculada e igual de brillante como todo por aquí. Y ocurre que me doy cuenta de que cada una de estas impresiones sí tienen todo que ver con las películas.

Algunas calles están nombradas con palabras en español. Para eso me alcanza mi lengua en este momento y sigo atravesando un mundo del que apenas se ven dos, tres cosas, gracias a haber gastado mi sueño en algún documental nocturno transmitido en un canal cultural de televisión abierta, claro que después del programa de Cristina Pacheco. Así que, por allá Alcatraz, Al Capone y Harvey Milk. Y un poco más allá, el Redwood Forest y algo sobre la divinidad y sus raíces.

Unas calles en pendientes tan pronunciadas, y después, pinos y toda clase de verde me dan la bienvenida a Mill Valley. De un lado el sol y del otro la neblina. Y no puedo evitar acordarme de Xalapa, pero es todo, hasta ahí llega mi memoria y le hago un nuevo hueco a mis años para entender de qué se trata esta geografía. Y pasa.

El bosque respira. Y yo también trato, pero es tan ligero el aire que siento que mis pulmones se han ofendido de que nunca antes les haya presentado humo como este. Se hace de noche. Aún así la sombra de los árboles me imponen desde una altura que ha aprendido a abarcarlo todo.

Duermo, o acaso así nombro la sensación de cerrar los ojos y acomodar mi espalda en un lugar del mundo donde nunca había estado. Y también sueño, sin acordarme de qué. Pero no es necesario, porque la condición placentera que da habitar otra vida se queda conmigo hasta el desayuno.

Me dan un recorrido por la casa. Techos en dos aguas, abiertos de algunas partes en tragaluz y en los muros unos ventanales para que el sol, que de este lado es más que tímido, se atreva a desvestirse un poco sobre los escritorios y los libros. Todas las esquinas y paredes están acentuadas con alguna escultura o cuadro. Y envidio su vida estática que sólo sabe regalarse a la contemplación ajena, en medio de estas laderas tupidas en verde, sin otra tarea más que el dejarse querer, mientras alguien las aprecia con una expresión que pretende ser inteligente, y por supuesto que acompañada con un caminar lento, de manos entrelazadas por la espalda y alguna pregunta distraída por el color y sus sinónimos. Qué lástima haber nacido después de tiempo.

El itinerario del día consiste en ir al Parque Nacional Muir Woods. El nombre del parque es en honor a un naturalista decimonónico escocés que acabó muriendo en Los Ángeles en 1914. El complejo alberga secuoyas gigantes que tienen una media de 800 a 900 años, aunque hay algunos que llegan a ser tan longevos como dos milenios juntos y 100 metros de altura. Un bosque tan antiguo, de diversidad tan anterior a todo, que sus orígenes se recorren a un mundo aún no hecho un rompecabezas continental.

Nunca me había interpelado la idea de territorio hasta que una de las placas informativas de este bosque de árboles milenarios, describe la cesión de la Alta California al gobierno estadounidense por parte del mexicano, en medio de todo el embrollo del tratado de Guadalupe Hidalgo. De todas formas, mi nacionalismo fundado en ese instante y expirado ahí mismo, sólo me alcanzó para recordar que la pierna de corcho del presidente Antonio López de Santa Anna es un trofeo militar capturado por Estados Unidos en la Batalla de Cerro Gordo y que ahora se exhibe en un museo de Illinois. Un pequeño paso para Santa Anna, un gran paso para los deseos expansionistas norteamericanos.

Después de la última placa informativa que decido leer por salud histórica, y que señala el memorial al presidente Roosevelt, sólo me dedico a sentirme mínimo debajo de la impermeabilidad de este follaje gigantesco y que exige, ante todo, una clausura de cualquier cronología. Pero ya sabemos cómo somos. Necesitamos fechas. Y el bosque prehistórico con una risa de insectos y aves, me regresa de inmediato a lo breve y ridículo de mis años en este mundo maravilloso y estúpido. Ninguno de los adjetivos anteriores es excluyente.

En mi tránsito por la vereda bien delimitada entre los árboles y nosotros, escucho voces que vienen de lugares en los que nunca he estado. A veces se me aparece el español y me lleva con él hasta que choca con otra lengua. Las personas que me han invitado al paseo comienzan a platicar de su luto. Han perdido al esposo, al abuelo y al padre. Y ese hombre multiplicado se vuelve un mito para mí mientras recorro en cada paso mil años.

Yo conocí al profesor James Prochaska en un verano, en un bosque menos antiguo, pero igual de metafórico y fundacional para mí. Estábamos en la sierra de Chihuahua. Me preguntó a qué cosa le quería dedicar mi sensibilidad y mi inteligencia. Supongo que dije que quería dedicarme a escribir. Aunque ahora pienso que esa respuesta más que apropiada, es tramposa en este texto, porque justo a eso me dedico. Quizá no dije nada. El silencio también es importante.

Con cada uno de los miembros de esa familia voy conversando sobre lo que sea. La vida, sus estragos y la generosidad que implica todo eso, me imagino. Se siente uno muy responsable de hablar de cosas no insignificantes atravesando tantos milenios por acre cuadrado, pero ante esas edades, es imposible que algo no sea insignificante. Por eso, tal vez, sólo por eso, atravesamos el relieve lo más lento posible, y no por falta de destreza física, sino para fingir que entendemos el tiempo igual que los árboles. Aún así nos descubren y algo dentro de nosotros acaba por sentirse agotado.

Nos sentamos en una banca. Nos tomamos fotos. Le pedimos de favor a una familia de italianos que nos ayude con el retrato para que salgamos todos. Los italianos nos piden lo mismo de regreso. La paz internacional está salvaguardada, al menos por unos segundos. En la salida del parque hay una tienda de recuerdos. O más bien, un complejo dedicado a capitalizar la experiencia posiblemente mística que acabamos de ensayar en cada uno de nuestros pasos. Aunque no sé por qué me sorprendo. De esto se trata nuestro siglo y me reprocho no haber traído la cartera.

De regreso en casa, cenamos y reímos. Le agradezco a Janice Prochaska por la comida y por tenerme en su casa. Ella sólo sonríe y me ofrece más vino. No necesitamos decir nada más. Con la familia compartimos el calor de la chimenea y hablamos con emoción de nuestras vidas, cualesquiera que sean. Y nos mostramos sorprendidos por algún detalle. Y luego, cada quién se dirige a su pequeña parte del mundo, en aquella casa, a dormir como si hubiéramos caminado de ida y de regreso por todo un río.

En la mañana, Janice me ofrece la oportunidad de entrar a la oficina de su esposo. Me presume con un cariño que no requiere más precisión que la mirada, los libros de Jim. Los de poesía. Uno a uno me los va platicando. Me siento intimidado por tener la oportunidad de entrometerme en la biografía intelectual de un ser humano sumamente inteligente. Pero también agradecido. Esto no pasa todos los días.

Janice me dice que seleccione uno de los libros. Se me aparece el Libro de Horas de Rainer Maria Rilke. Me lo obsequia. Y ahora, ¿qué hago con esto? Y la emoción me hace salir al balcón a sentir la neblina, que una vez más viene a colmar todo Mill Valley como si fuera una mano generosa acariciando a un niño inexperto en las edades y sus vicios.

La portada del libro es la foto de una parte de los vitrales de la Catedral de Canterbury en Inglaterra. Algo sobre el siglo XII o XIII. Algo sobre ser patrimonio histórico de la humanidad. Nunca he estado en Inglaterra. Lo único que sé del cristal coloreado son los pequeños pedazos de botellas de vidrio que aparecen en la playa, erosionados, carentes de filo. Como minúsculos dientes de leche sin pretensión alguna hacia la mordida. Supongo que la divinidad no tiene restricciones para manifestarse.

El primer poema del libro de Rilke termina diciendo, Mi mirada inaugura las cosas / y ellas se acercan a mí, a recibir y ser recibidas. Y la neblina acapara todo el valle. No se podría decir el humo, pero tampoco la nube. Una cosa intermedia está sucediendo afuera. Y en mí. Y pasa el segundo poema de Rilke, He estado reafirmándome por un milenio y aún así no lo conozco: ¿soy un halcón, una tormenta o una canción hermosa?

La niebla continúa, pero hay una afrenta evidente de los árboles de casa de Janice. Sus copas se niegan a cubrirse por completo del blanco. Abren a la nube o al humo con sus copas altísimas como si fueran dedos señalando el horizonte. Y que lo abren. Y el cielo, con un azul apenas ayer inventado, se presenta mínimo pero preciso desde arriba. Y yo lo veo. Lo veo crecer hasta que yo mismo estoy comprometido con los mil años.

El día abandona la densidad en favor de la luz que es maestra en inventar sombras. Pleno el valle y la montaña que lo distingue a lo lejos, ya no se puede pedir nada más. Eso lo sé. Y Janice regresa a decirme, sabes, ese era uno de los favoritos de Jim.

A la mesa, una vez más, compartiendo la comida, escucho historias de vidas que me son ajenas, pero no por eso menos verdaderas. Me siento conmovido. Digo algo, insuficiente en un inglés apenas, para regalar mi agradecimiento por este fin de semana en quién sabe qué parte de mi vida. Por última vez me voy a acostar en aquella casa. Aunque esta noche, el sueño se queda corto con todo lo que he mirado.