17 enero,2023 5:02 am

El poeta entre bohíos de lodo seco y chalets de fantasía

Federico Vite

 

De vivir, mañana cumpliría cien años. Ricardo Garibay dejó inscrito en el Continente Literario tres libros en los que expuso la versatilidad, la inteligencia y el poder de su apuesta narrativa: Beber un cáliz (1965), La casa que arde de noche (1971) y Acapulco (1979). Aunque Garibay, como siempre ha dicho, empezó haciendo versos. De ahí mutó al cuento, luego al teatro, al ensayo y finalmente a la novela. Obviamente pasó por el periodismo escrito (político y cultural), por la televisión, la radio y por el guión cinematográfico.

De él dijo Alfonso Reyes que no era un alumno estreñido, como Juan Rulfo y Juan José Arreola. Ricardo Garibay resultó más prolífico que los dos escritores de Jalisco mencionados. Garibay vivió opacado por esos dos colosos, pero de ninguna manera fue un escritor estreñido. No, no. Obviamente no fue una monedita de oro, Garibay salió mal con boxeadores, como El Púas Olivares; sin duda, también le caía mal a los críticos literarios. Cito, por ejemplo, a Emmanuel Carballo: “Alguien que no me simpatizaba era Ricardo Garibay, que trabajó mucho para hacer un estilo, un estilo a fuerza, no un estilo natural. Él siempre tenía reglas que lo ataban, no volaba, estaba preso en la tierra”.

Garibay exploró la ignorancia, la pobreza, la violencia y la entelequia más coqueta del PRI, el “progreso” que no hace más que construir el centralismo y multiplicar la periferia. Por eso valoro Beber un cáliz, donde aparte de hablar del padre (curiosamente Rulfo hace una odisea sobre el padre en Pedro Páramo; Garibay logra una elegía amarga y profunda sobre la figura paterna), el autor expone sus andanzas nocturnas por la Ciudad de México, porque la noche era ideal para conocerla caminando, una urbe que se desdobla con la plasticidad de un vida, una vida de poeta justamente. Así le decían a Garibay, cuando era joven: ¡Poeta! Yo tengo la certeza de que los narradores hablan del padre; los poetas, de la madre. Garibay logra crear con esa novela una melaza oscura. El lector de esa obra no sale indemne. No se puede salir indemne de un libro así.

Garibay señaló en la conferencia Astucias literarias, que brindó en el ITESO de Guadalajara el 6 de noviembre de 1993 (puede verla en Youtube en la siguiente dirección https://www.youtube.com/watch?v=RqMHSP98ggc), algo muy importante: Lo verdaderamente difícil es la novela. Dejó de ser poeta, dejó de ser cuentista. “La novela es un mundo de personajes; el cuento es un poco la antología de lo vivido. La novela es la vida”, confiesa, pero su revelación adquiere la tesitura de una temible sentencia: “La literatura es el mundo mismo; la novela es el mundo y la vida. La lucidez vital está en la literatura. Para entender la vida, primero se debe entender la literatura. Cosa curiosa, murió mi padre y de ahí surgí yo”. Bajo esa óptica, Beber un cáliz es una lección vital y la lucidez vital está en la literatura. No es cosa menor esto.

También habla de La casa que arde de noche: “Tardé un mes exacto en terminarla, doce horas diarias de trabajo, de ahí me llevaron a un hospital porque estaba en estado de contusión, con una anemia terrible que me había provocado la escritura de la novela”. Grosso modo, la historia es más o menos ésta: El Charco es la casa que arde de noche, ubicada entre la frontera y el desierto. Eleazar regresa a ese lugar después de muchos años. Es un hombre triste porque ningún incentivo lo impulsa a buscar lo valioso. Y la revelación es que encuentra lo sacro entre el lodo moral de aquel sitio: Sara. Ella lo amó siempre, desde niño, y lo esperó todo el tiempo. Al final lo tuvo a su lado, pero el precio era la vida misma, porque vale la pena haber vivido por eso, por amor. Contar una historia de amor como esa, en un mes, es para talentos mayores y para disciplinados escribas que saben exactamente cómo y qué contar. No más ni menos. Una relación amorosa, en un contexto violento, da como resultado una novela corta e intensa que posee diálogos atinados y verosímiles, un preciso tempo narrativo y una progresión dramática ejemplar.

Acapulco es un reportaje extenso que se afinca en una geografía esplendente y oscura, riquísima y miserable. Una paradoja. Desde ahí nacen frases como la siguiente: “Tema de esta mañana ha sido el comunismo como peligro social para México, que busca capitales, y para Guerrero, que proporciona al país el cuarentaidós por ciento de las divisas por turismo”. O esta otra frase que muestra algo que pocas veces presumimos los guerrerenses: “Porque has de saber que en Guerrero las que trabajan son las mujeres, los hombres son bravos pero güevones, son dos vicios contra los que hay que luchar, la güeva y la bravura”. O una muestra más: “Curioso, nunca recuerda uno la cara de un gerente de hotel. Creo que éste tenía acento mexicano. No, no. Qué te pasa. Si era mexicano no era gerente. En Acapulco no hay gerentes mexicanos. […] Gringos a pasto. Muchos mexicanos graves y cuchicheantes, con negros portafolios. Mujeres espléndidas, de vellos dorados. Y ahora: recibidor, salita playera, gabinete de trabajo entre cristales, salón de recepciones, tres recámaras, tres baños, dos miradores, el mar a los pies de la cama y el polo norte acondicionado. ¡Esto cuesta una fortuna! […] Viejas elefantiásicas y ancianos multicolores, de ojos babeantes. Casi sonroja pedir algo en castellano.

–¿Ya viste a los nativos? Aprendieron francés en unos cuantos meses y lo hablan de corrido mezclándolo al inglés por si el güero es una u otra cosa. […] ¿Trescientos cuarenta pesos por un jugo, un poco de melón y una rebanada de jamón frío?”.

Escribió un libro con la intención de mostrar la vitalidad de Acapulco “entre cerros, playas, mares, caseríos, lamedales y opulencias, las agonías del amor y de la muerte”. Garibay tiene mucha destreza para reunir la crónica, el relato de viaje, el apunte autobiográfico, la crítica social y el texto literario en un documento que sigue siendo actual. Todo ello con el fin de recrear las luces y las sombras de un sitio en el que la miseria y la riqueza son indisolubles.

El tratamiento del ser humano, no de los hechos, es lo que caracteriza a Acapulco, es como si habláramos de una novela de no ficción, basada estrictamente en los personajes. Es preciso volver a la conferencia del ITESO, entonces, porque Garibay señala que el habla coloquial llega al escritor en plena madurez; ya que ha dominado su lenguaje puede darse el lujo de ir y tomar otro. “Es el lenguaje lo que hacemos entre todos y nos rebasa totalmente. Dentro de cien años el lenguaje será distinto. La lengua de la calle, en la literatura, debe transformar al español en general”, dice. Acapulco, por tanto, debe tomarse como una obra de madurez. Una obra que trasciende.

Garibay es un hombre orquesta que lo hizo todo en materia narrativa. Sigue vigente y feroz. Cuando mira al puerto y lo describe sigue pareciendo un poeta que busca derribar desde la primera frase al lector y lo logra: “Y fuimos varias veces a barajar la costa. Y todas ellas dejamos el lanchón ya caída la tarde, con el alma llena de ensoñaciones y furias y desesperanzas. Casi todo en Acapulco termina produciendo esa mezcla violenta, pero yendo costa a costa se te encaja más vivamente y más adentro porque la belleza se descara monumental y al alcance de la mano y así también el historial de los despojos, bohíos de lodo seco y chalets de fantasía, la rapiña nunca sacia y la perezosa miseria”.