EL-SUR

Martes 23 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

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Silvestre Pacheco León

Enero 24, 2016

Cuando miré caminar a Adela, tranquila frente a mí, después de un abrazo y un beso de despedida, comencé a preguntarme el porqué de mi callada reacción ante su demanda de separarnos.
Era cierto, como lo he apuntado antes, que su decisión de terminar nuestro matrimonio resultó de algo que yo había visto madurar, y aunque la mayoría de nuestros desencuentros no se diferenciaban de los que se alimenta cualquier vida de pareja, entendía yo que el problema insalvable de nuestra relación tenía que ver con el asunto de mi infidelidad que a ella tanto le afectaba y que a mí me tenía sin cuidado.
Recordaba sus llantos interminables a la hora de dormir, porque esa era su muy peculiar forma de reclamarme, y de torturarme ante cada circunstancia que justificara sus celos.
No me decía nada sobre la razón de sus lágrimas, pero los dos sabíamos de qué se trataba, y en esos casos a lo más que acertaba era decirle que dejara de llorar.
Después, quizá convencida de haber errado el camino, su conducta mudó, y los reclamos ante mis infidelidades dejaron de ser el llanto, fue entonces cuando intuí que se preparaba para una decisión definitiva.
Recuerdo que mis dos hijas, aunque fuera un poco en tono de broma la alentaban al camino de la separación.
–¡Eres una agachona!, le decían en tono de reclamo.
Años después, cuando se trataba de platicar sobre el tema de la infidelidad, yo solía recurrir al chiste aquel de que para el equilibrio en la vida de una pareja se necesitan tres, y ella solía responderme que haciendo bien las cuentas en realidad se necesitaban cuatro.
Aunque no podría meter la mano al fuego pensando que ella era consecuente con su exigencia y su conducta, a pesar de que la infidelidad la defiendo como un derecho de todos y de todas, me rendía siempre ante sus reclamos.
Para Adela el único que hacía y vivía como quería era yo porque, según ella, mi familia no me importaba, o cuando menos la dejaba siempre en segundo término.
El reclamo en los pleitos hogareños era repetitivo.
-Eres candil de la calle y oscuridad de tu casa, me decía, sin que yo la pudiera contradecir.
Luego venía una larga lista de casos que le escuchaba como letanía: “No estuviste cuando nacieron tus hijas, siempre faltaste a sus cumpleaños, pocas veces fuiste a sus eventos de la escuela”.
Cuando mis dos hijas participaban de la discusión también se sumaban a los reclamos:
–Nunca estuviste.
Y era cierto, reconocía yo el desapego con mi familia, porque vivía con el afán protagónico de cambiar el mundo a través del periodismo combatiente. Pensaba, no sin cierto ego, que era más importante influir desde los grandes titulares del periódico en la sociedad, que en mi pequeña familia, sobre todo porque estaba convencido de que mi mujer estaba a cargo.
Por eso mi respuesta ante el reclamo de que no estuve con mis hijas para jugar con ellas mientras crecían, ponía furiosas a las tres.
–Para eso tenían a sus amiguitas, para jugar, no a su padre que está llamado a realizar cosas más importantes, concluía.
Ahora esa postura mía de entonces me daba risa, pero años atrás mi conducta era con la convicción de que si no me encontraba en el lugar indicado cubriendo la noticia, el mundo se privaba de algo importante, y eso para mí resultaba inconcebible.
“Tu puedes ser el cambio que quieres ver en el mundo”. Ese lema del pacifista Mahatma Gandhi era para mí la consigna y mi guía de acción cotidiana, pensaba en cambiar el mundo desde mi trinchera.
Sólo después de muchos años entendí que el cambio en el mundo tiene que comenzar en el universo personal y familiar de cada quien. Ése es el cambio verdadero porque es en ése pequeño universo en el que puedes desarrollar el ideal de la sociedad que sueñas, lo demás son chaquetas mentales.
De todas formas, sin rendirme a pedir perdón ni a reconocer “como los machos” lo equivocada de mi conducta, en los hechos traté de ser mejor persona con mi familia. Incluso comencé a frecuentar sus fiestas y permanecía en casa cuando se trataba de celebrar algún festejo.
Acostumbré pasear con Adela, ir con ella al mercado y chutarme las esperas interminables cuando se ocupaba de hacer compras.
Cosa de no creerse, pero también vencí mi temor al ridículo y bailaba desinhibido con ella en las esporádicas fiestas a las que acudíamos. Casi me convertí en santo tratando de llevar en armonía nuestra relación, aunque también debo decir que nunca me propuse la fidelidad como norma.
Sin embargo, nada de lo dicho lograba explicar mi actual estado de ánimo ante el anuncio de Adela, porque mi silencio frente a su exigencia, no era de resignación, y tampoco un gesto de quien pide que se reconsidere el caso.
Lo que sentía ahora era una levedad de mi ser, y me dejaba llevar, como si de pronto me hubiera liberado de ataduras que impedían el completo ejercicio de mi libertad, quizá porque el matrimonio había sido para mí, más que un peso, una trama complicada que te exige un gasto diario de energía que te deja exhausto, sin ganas para lo demás.
¿Será por eso que ninguno de los grandes hombres de la historia tienen una familia ejemplar?
Después de la despedida de Adela aquel medio día en el malecón, quedamos en el entendido de que ella regresaría a la capital del país para visitar a una de sus hijas, de la separación ya no volvimos a hablar, más bien ella no lo volvió a mencionar y yo tardé varios meses en entender aquel silencio.

Los intelectuales en Acapulco

Mientras tanto, lo inmediato era acudir a la mesa redonda de los cuatro intelectuales venidos de la ciudad de México para hablar sobre la pobre situación de nuestro estado y de los riesgos de apartarnos de la vía electoral para la renovación de las autoridades, pues frente al proceso electoral en marcha los grupos radicalizados procedían a la toma de los palacios municipales para impulsar la vía de los concejos y la sustitución de los ayuntamientos.
Venía Sergio Zermeño, investigador social de la UNAM, el presidenciable Juan Ramón de la Fuente, el prestigiado José Woldenberg y el escritor Juan Villoro.
Aunque siempre abrigué la idea de investigar el gasto que hizo el gobierno del estado para traer a estas celebridades en tiempos de tanta escasez, también lo justifiqué, no tanto pensando en el compromiso que Rogelio Ortega adquirió con el presidente Peña Nieto para pacificar el estado, sino pensando en la importancia de llevar por otros derroteros el futuro de Guerrero.