EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

A 50 años de la masacre coprera del 20 de agosto de 1967 (I)

Anituy Rebolledo Ayerdi

Agosto 31, 2017

El ataque contra Alejando Guerrero, corresponsal en Iguala, es un ataque contra El Sur y lo que este periódico representa.

France press

¡France press!… ¡France press!.., proclamaba Andrés Bustos Fuentes mostrando en todo lo alto su credencial de corresponsal de la AFP, la agencia gala de noticias. Se dirigía a individuos siniestros apuntando nerviosos con una artillería apenas silenciada, tanto que algunas bocas de fuego aún exhalaban vahos letales. Aquellos hombres de rostros pétreos no entendían aquella extraña jerigonza y tampoco querían entenderla. ¡Y qué bueno que no la tomaran como un insulto! ¡France press! ¡France press!, repetía impetuoso y atrevido el corresponsal, como si se tratara de una coraza a prueba de balas o un conjuro contra la muerte.
El escenario de tal acción, lúgubre no obstante la luminosidad de aquel 20 de agosto de 1967, tenía como fondo aterrador el edificio de la Unión Regional de Productores de Copra (“la coprera”, simplemente), en la avenida Ejido y Calle 6 de este puerto, fortaleza de la muerte.
Atrás, siguiendo muy de cerca al colega, los también reporteros de Trópico Enrique Díaz Clavel y el autor de estas líneas. Aturdidos por la atmósfera letal envolvente –la sangre y la pólvora huelen realmente a muerte y no a otra cosa–, se esforzaban por contener la irreflexiva temeridad del delantero. Inútilmente. Andrés avanzaba enarbolando su ¡France press!, ¡France press! ahora en calidad de “ábrete sésamo”; eficaz, se ha de decir, por lo menos hasta aquél momento. Luego, se perderá entre un grupo de campesinos aterrorizados, como nosotros mismos, procurando un refugio contra las balas.

Ejido, la muerte

La anchurosa avenida Ejido de Acapulco fue aquél mediodía un reverberante campo de exterminio. La cubría una dantesca alfombra de cuerpos humanos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, campesinos todos, a partir de la calle 6 y hasta la empinada conexión con la avenida Pie de la Cuesta. No todos muertos pero simulando estarlo el mayor número. Tendidos boca abajo en aquella plancha de concreto hirviente, soportaban, además, el desagradable “chuquío” de la sangre formando cuajarones en torno a ellos. Decididos a seguir viviendo, comerán tierra antes de convertirse en presas fáciles de los halcones oteando desde lo alto de la coprera. Los lesionados, por lo mismo, hubieron de soportar en silencio el dolor de la carne desgarrada por la metralla, temerosos de ser delatados por un quejido, o el más leve “ay” de dolor.
Aquel escenario desgarrador se transformará radicalmente cuando se escuche el chocar rítmico de los estoperoles sobre el pavimento. ¡Los guachos!, se escuchará un murmullo amplificado por el silencio. Llegaban, en afecto, los soldados del Ejército Mexicano. Aquel paso veloz sonará para las víctimas como los clarines salvadores en las películas gringas de vaqueros. Quienes puedan hacerlo, ilesos o lesionados, asumirán la vertical para “tomar las de Villadiego” aunque, lo más seguro, el camino a sus solares costagrandinos. Otros deberán esperar a la Cruz Roja y casi una treintena los servicios funerarios.
La muerte de un niño y tres mujeres provocará la primera oleada de indignación y repudio cuando aquí se conozca el suceso. El cuerpo del chamaco vendedor de paletas yacía junto a su carrito. Con gran sentido de la oportunidad, el menor se había instalado desde muy temprano frente a la puerta principal de la coprera. El “gentillal” y el calor le auguraban una venta rápida y quien quita hasta iba por un segundo carrito, habría calculado. Todo bien, menos la ubicación. Dos horas más tarde estará en la línea de fuego. Las cargas que lo acribillen serán las mismas que destrocen la columna vertebral del líder opositor Julio Berdeja Guzmán, dejándolo paralítico, segando además las vidas de sus hermanas Clara y Crescenciana, junto con dos compañeras militantes.

La URPC

La Unión Regional de Productores de la Copra (URPC) nace en 1951 con el propósito de unificar a los grandes propietarios agrícolas con los ejidatarios medianos y los pequeños productores. Unidos todos para enfrentar juntos –escribe el investigador Francisco Gómezjara–, a sus tres más grandes enemigos: las corporaciones multinacionales aceiteras y jaboneras, el modelo de desarrollo nacional y la corrupción.
Los campesinos de la Costa Grande –añade Gómezjara–, han respondido casi siempre a las fluctuaciones del mercado mundial de la copra, cuyo comportamiento ha sido determinado por Estados Unidos. Durante la Segunda Guerra Mundial y los conflictos de Corea y Vietnam, los precios de la copra subieron al máximo trayendo paz y tranquilidad a los productores costeños. Diez años más tarde las cosas cambiarán radicalmente, obligando en 1961 a la disolución violenta de la Unión Mercantil.
Año este último a partir del cual se iniciará en la Costa Grande la más desenfrenada especulación; el arrendamiento ilegal de parcelas ejidales e hipotecas también ilegales sobre esas tierras; el agio brutal y la venta de aperos de labranza, fertilizantes, insecticidas. La tensión se encuentra en su punto más alto mientras el precio de la copra se desliza como en un tobogán. Las palmeras mueren por millares a causa de la “fungosis” y nadie sabe dónde fueron a parar, si bien lo sospechan, los millones de pesos recaudados por el impuesto estatal de 13 centavos por kilogramos de copra. Entonces, sobrevendrá la matanza, concluye el investigador.

Testimonios

–Yo caí muy cerca de la coprera, sobre la calle Ejido. ¡Ya me cargó la chingada!, me dije buscándome desesperadamente la herida. Lo primero que pensé fue en mi familia, en mi vieja y en mis niños. Luego me acordé de un compadre balaceado. Él me decía que cuando una bala penetra en el cuerpo no se siente dolor, nomás calientito, calientito y tantito ardor. Yo no sentía ni lo uno ni lo otro. El compadre del que le hablo decía también que una bala de .9 milímetros puede tumbar a uno nomás con pasarle cerquita de la cabeza: el puro zumbido, pues. Quien quita y ese haya sido mi caso. ¡Ya estará de Dios!, me dije resignado antes de hacerme el muertito.
–Hasta eso que no fue por mucho tiempo. Abro los ojos al escuchar un susurro muy cercano. Era una señora del rumbo, ya grande, con enaguas negras de bolitas y blusa blanca. Trataba de alejarse de un charco formado por sus propios orines, secándose con el rebozo. Para entonces ya había pasado la balacera cerrada y sólo se oían disparos aislados. No se mueva, compañera, porque la van a matar, le dije. Quietecita y en silencio, madrecita, o no lo cuenta, le repetí muy quedito y al parecer me hizo caso.
En eso se escucha una sirena como de ambulancia que venía por éste lado (Constituyentes). Abrí de nuevo los ojos y que veo a mi vecina lanzarse al encuentro de la Cruz Roja. No le llegará porque a las dos o tres zancadas, ¡pum!, un balazo de arma larga la tumba con la cabeza destrozada. ¡Asesinos hijos de la chingada, pensé, si era una ancianita! Yo seguí muerto hasta que llegaron los guachos.

¡No te levantes, abuelo!

–¡Carajo!, ¿por qué no me hizo caso el abuelo? Yo dícele y dícele: abuelo no levantes la cabeza porque te la van a volar: esos pinches asesinos le están tirando a todo lo que se mueve. Y otra vez: abuelo, mejor come tierra pero no te pares. La tierra no mata, las balas sí, abuelo. Para esto yo le hablaba quedito, no fueran a oírnos aquellos malditos. Mi abuelo y yo estábamos separados cosa de metro y medio cuando mucho; él adelantito de mí. Los chingadazos nos habían agarrado en un lote baldío frente a la coprera. A los primeros tronidos corrimos como almas que lleva lucifer ¡y vaya que sí resultó ligerito el abuelo! Era un hombre grande pero muy correoso y sin vicios.
–De no estar muerto, el abuelo se apenaría cuando yo le recordara sus consejos para salvar la vida en casos como éste. Nunca corras en medio de una balacera, me recomendaba. Lo que hay que hacer es tirarse al suelo para rodar una y otra vez hasta alejarte de la línea de fuego. En primera no había campo para rodar y luego la cosa aquí era mantenerse inmóvil, haciéndose uno el muerto. ¡No sé qué le pasó, carajo! El abuelo debió desesperarse por lo caliente del pavimento o tal vez quiso decirme algo. Yo tenía los ojos cerrados cuando escuché el tronido. Se oyó seco como cuando se parte un coco con hacha. Le bala le entró por aquí, atrasito, quedando el pobre súpito. ¿Y ahora qué voy a decirle a la abuela? Tanto que me lo encargó para que no anduviera de coscolino. ¡Chingada madre!… ¿Huerta? ¿Cuál huerta?, ¡carajo… el abuelo era cuidador de una!

¡Cojo maldito!

–Bien dicen que cuando la perra es brava, hasta a los de casa muerde. Eso le pasó a un tipo despedazado a balazos frente a la coprera. Cayó junto al poste de luz de la esquina, detrás del que se había parapetado para cazar a campesinos en fuga. Era un pistolero disque muy chingón, tanto que lo trajeron de Tierra Caliente, recomendado por algún achichincle del gobernador, dicen.
–No, no conozco su nombre, solo sé que le decían El Alacrancito. No por aquello de picar y correr pues el cabrón era rengo y muy bajo de estatura. Dicen que tenía el encargo de matar al diputado César del Ángel y que por eso lo dejaron afuera del edifico. De seguro alguien de arriba lo desconoció dejándolo como coladera. Por cierto, muy cerca del tullido cayó el chamaquito de las paletas. ¿No sería él mismo quien lo mató? ¡Cojo, maldito!

La abdicación

La Unión Regional de Productores de Copra había abdicado a su independencia gremial para entregar a los brazos del gobierno del estado. Este la haría partícipe de los diez millones de pesos recaudados anualmente por impuesto especiales a la copra y sus dirigentes tendrían vía libre para alcanzar la alcaldía, regidurías, diputaciones e incluso cargos administrativos en la administración estatal. Un matrimonio bien avenido con bienes mancomunados.
Luego, la ruptura.