EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

A 50 años de la masacre coprera del 20 de agosto de 1967 (IV)

Anituy Rebolledo Ayerdi

Septiembre 21, 2017

¡Basta!

Los campesinos en rebeldía han dicho ¡basta! Basta de corrupción y demagogia tanto del gobierno como de la URPC. La riqueza coprera de la entidad –más de cinco millones de palmeras– está amenazada seriamente por la fungosis. Nula la eficacia de una costosísima campaña fitosanitaria de casi cinco años. Dramática la caída de la producción –de 97 mil toneladas de copra en 1962 a 56 mil en 1966. A nadie convencen ya los discursos y los informes maquillados. Se exigen por ello cuentas claras, cárcel para los corruptos y la derogación del impuesto que quita al productor 130 pesos por cada tonelada de copra.

La mecha

La mecha se prende en el portal del edificio “La coprera”, en Ejido y Calle 6. Una comisión de 60 campesinos disidentes parlamentan el acceso de 600 de ellos a “su casa”. Celebrarían una asamblea concertada tiempo atrás y que ha provocado, como se sabe, temores y prevenciones. Adentro, mientras tanto, se festeja con música, barbacoa y mezcal una suerte de “no cumpleaños” de la Unión Regional de Productores de Copra.
–¡Ya está lleno y no hay campo para nadie más!, –sentencia el portero y esa será su última palabra.
Los recién llegados procedían en su mayor parte de la Costa Grande. Habían viajado en camiones especiales. Desembarcaron casi en el cruce de las avenidas Pie de la Cuesta y Ejido. Allí, el mayor Oscar Figueroa, agente de la Secretaría de Gobernación, había verificado con su gente que ninguno de aquellos, hombres y mujeres, portaran armas de ningún tipo. Venían incluso “desnudos”, según expresión de uno de ellos, sin la compañía del leal y eficaz machete suriano.
Al frente del contingente marcha Julio Berdeja Guzmán. Se ha proclamado líder auténtico de la URPC a partir del desconocimiento, por parte de la SAG, del dirigente oficial. Berdeja, como se ha dicho, es asesorado por el diputado federal César del Ángel Fuentes, a quien nunca se vio alejado un solo metro de su secretario Alberto Vejar González. Se le conocía como “el hombre del portafolios negro”, en un ardid párvulo de seguridad para que la gente lo identificara con su jefe. Y era que a este lo buscaban los matones oficiales “como cosa de comer”.

La puerta se rompió

La puerta de la coprera, cerrada herméticamente, está a cargo de un grupo de los más conspicuos “amigos”. Los encabeza Constancio Hernández García, El Zanatón, de quien los lectores ya tienen una referencia mínima. Era sabido que el hombre de Caridad, San Marcos, no se comportaría como cordial hostess ante a un grupo de Very Important Persons. Por eso su actitud, amurallado tras una puerta de cristal de más de media pulgada de espesor, no pudo ser diferente.
–“Aquí no pasa ningún hijo de la chingada”, escupe el Zanatón cuando Del Ángel le exige, con similares tonadas del terruño, hablar con los dirigentes de la URPC. Luego, una frase lapidaria: ¡“Sólo muerto pasas, diputadito puto!”. Y enseguida la tragedia se hilvanará en cuestión de minutos.
César del Ángel insiste entrar con un “¡ábrenos, negro hijo de tu pinche madre!”, coreado ruidosamente por el grupo a sus espaldas. Con todo, el vocerío apenas sí se escucha, pues arriba, en el fandango, la banda infantil de La Laja interpreta el Toro Rabón. Los chiquillos representaban al líder lajeño y síndico del ayuntamiento del Dr. Heredia Merckley.
Alberto Vejar le toca el hombro a su jefe para hacerlo a un lado y al conseguirlo le entrega su inseparable portafolios negro. Antes ha sustraído una pistola escuadra, quizás 45, y con el arma en la mano arremete a patadas contra el grueso cristal de la puerta. Atrás, es creciente el número de disidentes que exige con grandes voces el acceso al edificio. “¡Déjennos entrar que también es nuestra casa..! ¡O nos dejan pasar o tumbamos la puerta… rateros hijos de la chingada!”.

Vejar y el Zanatón

Vendrá enseguida la feroz embestida de Vejar González contra el encristalado acceso. Usa sus botas con puntas aceradas para golpear el cristal de la hoja izquierda del portón, que sucumbe a la tercera patada. El estallido y la lluvia de cristales sorprende y asusta a los cercanos a la entrada, alejándose del sitio pero sin abandonar la primera línea de combate.
Simultáneamente, con el estrépito de la puerta se escucha el atronar de una pistola. Es la 38 súper del Zanatón descerrajada contra la maciza humanidad de Alberto Vejar, provocando la debandada del numeroso grupo, cubriendo la entrada del edificio. Hombres y mujeres corren despavoridos para buscar refugio hacia la Calle 9.
Alberto Vejar González, blanco de las balas del Zanatón, lanza una aguda imprecación gutural, estentórea, cayendo su cuerpo hacia atrás. Sucederá que en el viaje, quizás un último reflejo muscular, acciona su arma para tocar, aunque ello parezca increíble, el rostro de su agresor. Hernández arroja su arma para llevarse ambas manos al rostro, siendo arropado por sus compañeros, que lo trasladan a un lugar seguro.
La balacera se generaliza intensa, ensordecedora, implacable, siempre a partir del edificio de la coprera. Quizás medio centenar de bocas de fuego, de los calibres más disímbolos, ejecutan una sinfonía de muerte y dolor.
Priscilano Peña, un joven campesino de Tenexpa, se apodera de la pistola de un Vejar caído, pero no llegará a accionarla. Cuando apenas la pulsa es ametrallado por la espalda por judiciales infiltrados en la macha. Las balas de la guarda de corps del Zanatón habrán quitado la vida al campesino Conidio Carranza, yaciente con otros en el pórtico de la coprera.
Julio Berdeja, el líder disidente, no consigue en su huida cruzar siquiera la Calle 6. La metralla lo toca por la espalda para dejarlo paralítico toda su vida. Sus hermanas Clara y Crescenciana y una acompañante de ellas sucumben con él. Una cuarta mujer será cazada auténticamente en la avenida Ejido. Un tirador de la azotea le acierta una bala en la cabeza cuando corre hacia la ambulancia de la Cruz Roja, que llega por Constituyentes. La agresión obligará a los socorristas a condicionar el auxilio sólo cuando esté presente el Ejército. ¡Hasta las tribus africanas respetan nuestro símbolo!, estallará un ambulante.

Berdeja y sus hermanas

Muy cerca de los cuerpos de los Berdeja, Julio lesionado, muertas sus hermanas, queda destrozado el cuerpo del pequeño vendedor de paletas. El chiquillo se había el guarecido tras una camioneta pick up estacionada frente a la Coprera, a la que se le contaron 140 impactos de bala. Junto al poste de la esquina, de cabeza en una cepa, el malhecho Alacrancito, el matón traído de Tierra Caliente para cazar a Del Ángel. La única baja, por cierto de “los amigos”.
El diputado César del Ángel huye del lugar luego de que ha caído su secretario Vejar. Lo consigue amparado por varios campesinos y lo hace a través de un baldío posterior al edificio de la Unión. Por nada del mundo suelta el portafolios negro.
La cacería durará una media hora a partir de la puerta principal, el primer piso y la azotea. Todo lo que se mueva será blanco para los perros de caza. Centenares de campesinos permanecerán tirados sobre el hirviente pavimento, inmóviles, hasta la llegada de las fuerzas militares. Entonces, quienes se hacían los “muertitos”, adoptarán la vertical para emprender la huida y ¡hasta no verte Jesús mío!

Los reporteros

Los tres reporteros desbalagados se reúnen finalmente en la puerta hecha añicos. Bustos Fuentes, Díaz Clavel y quien esto pergeña. Los tres de Trópico pero también corresponsales de medios nacionales, internacional el primero: France Press. Son amigos del comandante de la 27 Zona Militar, general Salvador del Tero Morán, permitiéndoles de hecho una libre movilidad por el área acordonada. La toma del edificio por el Ejército fue una auténtica acción guerrera.
–¡Nadie sale: todos pecho tierra y las manos sobre la cabeza!, –ordena un mayor a los ocupantes del edificio-fortaleza. Gritos y llantos de mujeres y menores.
Los participantes en el festejo huichilopoztliano desfilan por el centro de una valla impenetrable de soldados. Salen primero aterrorizadas mujeres y niños y entre estos los de la lajeña banda de música. Hay clamoreo y llantos. Aparecen, finalmente, los matones, siempre con las manos en la nuca. Algunos, además de huérfanos, son cobardes e indignos. Ante el jefe militar lloriquean como mujercitas. Este los mira con desprecio.

Salvador del Toro Morán

El general Salvador del Toro Morán, comandante de la 27 Zona Militar, viene al mando de la tropa de auxilio, gestionada esta vez ante la Defensa Nacional por el gobernador Abarca Alarcón.
Robusto, rubicundo, hablar pausado y una bondad que no le cabe en el pecho, así es mi General del Toro. Trátase de un militar fuera de serie que en esta ocasión, como antes y después, será cómplice de los reporteros de la “fuente”. Para estos es Toby (¿Carlos Ortiz?), el amigo gordito de La Pequeña Lulú, particularmente cuando se disfraza de La Araña, el misterioso investigador. Él nunca lo sabrá, por supuesto. ¿O sí?
Con un guiño, Del Toro pide a los reporteros que lo sigan hasta parar sólo cuando estén libres de miradas extrañas, como chamaco temeroso de un regaño. Será entonces cuando deslice subrepticiamente los datos duros del suceso. Una información exclusiva que jamás podría ofrecer en su calidad de comandante de la única Zona Militar de Guerrero. Así había ocurrido en Atoyac de Álvarez, durante la matanza de campesinos en mayo de 1967 –¡estábamos en la de agosto! –, cuando Lucio Cabañas remonte la sierra para convertirse en guerrillero. En Acapulco, Del Toro fue elocuente, enérgico:
Podrán creer que cuando llegamos estos hijos de puta, después de matar a tanta gente, comían barbacoa y festejaban, ¿con? Lo que si no extrañará a nadie es que cada uno de ellos portaba una credencial del gobierno del estado, bien como policías o funcionarios menores. ¿Cómo el gobernador se puede valer de asesinos para integrar sus cuerpos de seguridad? ¿No acaso los eligen para acabar con la violencia? ¡Y el colmo, que el propio doctor Abarca esté intercediendo en favor de algunos!
¿Es verdad, mi general, que los Gallardo le ofrecieron medio millón de pesos por dejarlos ir? No a mí, directamente, pero sí por un conducto civil. Y si vieran que ello no me sorprende y tampoco me escandaliza, porque son grupos, hermandades y mafias que se mueren al amparo de autoridades civiles corruptas. Las mismas que tienen Guerrero convertido en un campo de rapiña y exterminio.
¡Brujo!