Federico Vite
Mayo 29, 2018
Probablemente las novelas tienen muchísimas palabras, probablemente debieran ser más cortas, pero sin lugar a dudas una buena novela es aquella que propone una nueva organización del mundo y expone esa sustancia vital de una forma coherente. También es prudente señalar que una buena novela es aquella que condensa el tiempo narrativo, lo dota de cierta plasticidad y potencia con ello las causas y efectos de la trama. Dicho eso, pienso en dos autores que bien podrían definirse como atletas de la prosa, dos autores con gran músculo narrativo y con empresas muy ambiciosas, pretenden con un libro agotar un tema expuesto en cientos de páginas. Son dos ejemplares de una rara estirpe en la literatura nacional, novelas que requieren muchas páginas para agotar una indagación temática y estética, ofrecen al lector una apuesta interesante en cuanto al manejo del tiempo narrativo se refiere (la disposición artística de los acontecimientos según la finalidad del autor, tal y como aparecen en la narración, orden que no siempre coincide con la presentación cronológica de la historia. Se pueden relatar los hechos en su sucesión cronológica lineal, en forma discontinua o en retrospectiva), porque los autores de estas dos novelas monstruo realmente hacen malabares y con afortunados resultados.
La torre y el jardín (Océano, México, 2012, 465 páginas. Reeditada en 2015), de Alberto Chimal, es un volumen que se terminó de escribir con el apoyo de la beca del Sistema Nacional de Creadores de Arte. De esta novela me llaman la atención los cuantiosos giros dramáticos en la historia, el sadismo expuesto como una de las bellas artes, un relato con el sello del autor de Justine.
Un burdel de amplio espectro llamado El Brincadero (sin duda un símil del Castillo de Silling de los 120 días en Sodoma) es un punto de encuentro donde mucha gente se reúne para tener prácticas extravagantes con animales, no únicamente relaciones sexuales, pues también es un espacio que funge como pista de fondo para los maratonistas del sadismo y los amantes masoquistas. El libro posee una hondura sicológica, pero su fuerte, sin duda, es la amplia exposición de tópicos de la ficción fantástica y especulativa, la curiosidad (puro morbo lector) por saber cómo es que dos hombres llegan a El Brincadero, a ese sitio del que se cuentan historias terribles. El primero es un explorador de lo oculto; el otro un hombre que intenta aclarar un extraño recuerdo de su infancia. Tienen una sola noche para encontrar a la dueña del congal y llegar hasta “El jardín”, un sitio secreto de un edificio misterioso. De vez en cuando una voz sale de las paredes, las habitaciones albergan clientes y criaturas misteriosas, la apariencia siniestra del local es en sí una definición de lo terrible. Se trata de una novela río que muestra todas las armas de las que dispone Chimal para encantar al lector. El periodo de gestación de este volumen duró ocho años. Fue finalista del premio Rómulo Gallegos en 2013. Ese año obtuvo el premio el portorriqueño Eduardo Lalo, con la novela Simone.
La torre y el jardín posee esa cuota de exigencia estética: narrativa de altos vuelos, gran trabajo del tiempo narrativo; explora con brío los tópicos del autor. Es un libro bien resuelto, ambicioso y muy bien escrito. Insisto: toda una proeza concretar un edificio narrativo de estos vuelos. Aunque me hubiera gustado que la vena sádica (el sello de Donatien Alphonse François de Sade) fuera mucho más libre que el corsé de ficción fantástica y especulativa.
El otro caso es la ambiciosa novela de Eduardo Ruiz Sosa: Anatomía de la memoria (Candaya, 2014, España). Reeditada por la Universidad Autónoma de Sinaloa y Candaya, México, 2016, 571 páginas. Este libro fue escrito con el apoyo de la beca de Creación Literaria convocada por la Fundación Han Nefkens en colaboración con el Máster de Creación Literaria del Instituto de Educación Continua de la Universidad Pompeu Fabra. Es la primera novela de este joven sinaloense, ambicioso y certero narrador. Apuesta por diseccionar los mecanismos de la memoria a la manera que lo haría el reputado Hermann Broch, posee una voz narrativa que busca la eufonía y las grandes imágenes. El autor posa su mirada en los movimientos estudiantiles nacionales de los años 60 y 70 del siglo pasado. Brotes revolucionarios que fueron extinguidos por el Estado; pero el nudo argumental de este volumen, más hermanado con la poesía que con la prosa, propone la reinvención de un pesquisa en torno a un poeta que participó en su juventud, junto con el encargado de escribir su biografía, en la pugna política del país, eran parte de un grupo conocido como Los Enfermos, estudiantes que entre 1971 y 1974 intentaron en el norte de México instaurar un nuevo orden social.
La voz narrativa, siempre al servicio de la historia (aunque a veces con excesos cursis), muestra ese ejercicio vital de la materia del canto que es la memoria, un oleaje que linda con el olvido y regresa, aunque nadie, nunca, tenga la precisión de relojero para decirnos exactamente qué paso y cómo fueron los hechos. El autor logra crear un view-master en el que los fotogramas son desoladores. El mecanismo, no sólo la trama sino el urdimbre del relato, la historia misma de este país, nos indica que estamos condenados a repetir las fallas de antaño, las de un sistema político represor que sigue sin tomarnos en cuenta. Pulimos nuestra soledad, pareciera decirnos el joven Ruiz, para habitarla estoicamente. Este libro está hecho por alguien que concibe la literatura como un vehículo para comprender la historia, tiene la conciencia narrativa bien afilada, pero creo que sin duda alguna podría ser un documento más corto.
El autor urde cada una de las visiones que tienen los personajes (y las voces, más bien los ecos de esa historia, que son todos los personajes) en un coro que reproduce melodías funestas. El libro, para hacer más clara su aportación, está estructurado a manera de tratado anatómico, mantiene una estrechísima relación con Anatomía de la melancolía, de Richard Burton. Es una novela tremenda que nos recuerda el gran calado de una prosa como la heredada por Daniel Sada en Porque parece mentira la verdad nunca se sabe: tiene un enorme mosaico de personajes que intentan desesperadamente desenmarañar sus recuerdos para saber qué ocurrió en su vida. Se trata de un excelente manejo del tiempo narrativo, un libro con grandes dosis de literatura.
Eduardo, a diferencia de Chimal, tiene muy pocos reflectores, pero su trabajo es destacable; en estos, los tiempos de la publicidad literaria, de la literatura basura, donde cualquier cosa que parezca medianamente bien hecha es encumbrada por las huestes de filisteos, de verdad, es un remanso encontrar libros bien elaborados de la literatura mexicana reciente.
Tanto Anatomía de la memoria como La torre y el jardín (entre las dos tenemos más de mil páginas de buena prosa, de un músculo literario ejemplar) forman parte de esa rara avis de la literatura mexicana: novelas monstruo. Y ahí reina únicamente Fernando del Paso con Palinuro de México; aunque muy de vez en vez Tinísima, de Elena Poniatowska, y Crónica de la intervención, de Juan García Ponce, sean impuestos como un canon.