EL-SUR

Lunes 02 de Diciembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

Abalorios

Federico Vite

Abril 11, 2017


(Segunda de dos partes)

Viernes

Somos una generación práctica, dejamos las cosas igual que como las encontramos. Las instituciones, la literatura; el vecindario incluso está peor. Ni casa tenemos. No se concretaron las ideas de nuestra mente, simplemente las desechamos; son muy pocos los que prometieron acabar con las vacas sagradas de la literatura, hacerlas ver como una pequeña ilusión de la magia editorial mexicana. No pasó nada. Dice Giorgio Agamben: “Si volvemos a nuestra pregunta, sobre el acto de la creación, entonces podemos decir que éste no puede ser comprendido. Me parece que Dante resumió en un verso anfibio esa ambigüedad del hombre que busca una expresión humanista. ‘El artista/que tiene el hábito del arte tiene una mano que tiembla’. Dante no conoció México. No era necesario. No somos más que eso que inscribe Agamben en Il fuocco e il racconto (Nottetempo, Italia, 2014; 115 páginas): “Un suave impulso en prosa, un impulso inicial que no llegó a una obra concreta”.

Lunes

En Roma frecuentaba una librería de la avenida Nazionale. Preguntaba por los libros escritos por italianos no mayores de 50 años. En la medida que hojeaba las historias garrapateadas por otros iguales a mí, ilusos y convencidos de la ficción no va a matarnos, notaba que algunos autores ni siquiera intentaron romper los moldes de su existencia. Cínicamente hablaban de sí mismos, de sus familias, de los padres; esencialmente de ellos, los que les dieron un apellido, casa y educación. Algunos eran injustos, otros francamente un alegato sentimental que ni a la literatura le importa; en suma, el morbo es grande en las distintos mercados editoriales. Pensé que en México no se acostumbra la publicación de novelas monstruo, mayores de 500 páginas, hablo de novelas, no de mezclas entre ficción y ensayo histórico, no hablo de obra reunida, no de biografías, hablo de novelas, de ese tipo de cosas que alguno de los cientos de escritores resentidos que hay en este país pergeña en silencio para que algún día nos callen la boca. Hago conciencia de eso, de la necesidad de oficiar un trabajo y nuevamente recuerdo a Elías Canetti, quien recomendaba que cuando ya tenemos elegido el tema que deseamos tratar, lo importante es leer por lo menos 50 libros relacionados con nuestro tópico. Anoto, en el diario, ¿de qué tamaño tendrá el ego alguien para escribir un libro sobre el amor en Roma cuando es otoño, no hace tanto frío y tiene entradas para ir al teatro? ¿De qué tamaño?, no sé, pero seguramente es de la dimensión de su soledad.

Martes

En aquella ocasión, cuando pensé que una costeña familiar acaba de cruzar frente a mí, en el aeropuerto de Munich, me acerqué y en realidad se trataba de una hermosa caderona, negra y con el cabello igual que Medusa. Me contó que era de Yemen, que no conocía Múnich, y esperaba a su familia. Recuerdo también que yo esperaba un avión, esta vez rumbo a Ámsterdam. Deseaba, de todo corazón, que no llamara la actriz, que no se apareciera nadie más, sólo alguien capaz de comprender el momento, como bien me ha ensañado el escandinavo Stig Dagerman, en La isla de los condenados, alguien tan fuerte y poderoso, una mujer capaz de sacrificarlo todo por un día, para no destrozarme. Me río pensando en algunos versos de Octavio Paz. Soy hombre, duro poco y es enorme la noche.

Miércoles

Vi por primera vez en mi vida El triunfo de la muerte, un cuadro de Pieter Brueghel el Viejo, en el museo del Prado, en Madrid. Observé durante un buen rato los encantos de esa Dama oscura, la potencia y el terror de alguien que pinta sin miedo, con la voluntad de sugerir la trama negra de una serie de pensamientos tenebrosos; inmediatamente me vino a la cabeza esa novela de Don DeLillo, tan buena, tan poderosa, tan compleja porque ahonda justamente en las raíces familiares, no de una persona, sino de una nación. Underworld (Scribner, 1997). En ese libro de 600 páginas, durante un partido de beisbol, el primer director de la Oficina Federal de Investigación de los Estados Unidos, conocida como FBI, John Edgar Hoover, el buen Hoover pues ve una reproducción de ese lienzo cuando piensa que Rusia, de un momento a otro, está por comenzar la tercera Guerra Mundial. Observa los perros famélicos del cuadro y sabe que ya ha visto esa expresión en algunas personas. Revisa el título de la obra en esa revista que hojea mientras espera un milagro de los Mets de Nueva York. Escucha el batazo, los gritos, la alegría festiva de todos en el estadio; sobre todo, escucha la vida cuando descubre un hombre, en el lienzo, que cae desde una roca en la parte superior derecha. Y en el estadio un joven atrapa el batazo de homerun, cacha la pelota en las gradas, está justamente en la parte superior derecha del escenario. Como sin pensarlo, sin desearlo, alguien eleva la mano para decirle a la muerte, de alguna u otra forma, acá estamos y somos muchos, querida. Acá estamos.

Domingo

Debo regresar a Lyon por trabajo. No me anima recordar lo que ahí he vivido. Ni siquiera imaginando que vivo en Europa me siento pródigo o feliz; extraño algunas cositas, detalles, finalmente uno mide la vida por la intensidad de los extrañamientos. Volveré a sentarme a pensar en mi generación, en lo presuntuosos, falsos, terribles niños y niñas consentidos que no han entendido que la literatura es un asunto de muchísimas personas, que nunca estamos solos y que en la medida de lo posible también escribimos para irnos acostumbrando a la consistencia inane de fantasma. Perdimos el tiempo limpiando nuestro zapatos para ir a esa fiesta donde se supone que nos darían la mano todos los editores, todos esos autores, todo eso que siempre creíamos importante. No es gran cosa estar confundido, eso es a lo mucho soledad en llamas. No es gran cosa.

Martes

Para Baudelaire, la poesía no era un comando de la vida, como realmente pareció entenderla Rimbaud. Eso dice Roberto Calasso en una conferencia sobre su libro La folie Baudelaire (Adelphi, Italia, 2011, 426 páginas) y pienso en mis compañeros de generación, ya no tenemos la edad para sentirnos malditos, nunca fuimos Rimbaud ni Baudelaire. Entendimos mal el talento; no lo vimos como una larga paciencia sino básicamente como una trampa que nos dio espejismos literarios. Veo a Calasso. Fuma. Pienso en Rimbaud y afirmo que no tenemos talento, quizá sólo hambre y prisa.