Humberto Musacchio
Abril 26, 2007
La despenalización condicionada del aborto –antes de las doce semanas– es una
decisión aprobada por amplia mayoría en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, pero es también el cumplimiento de una exigencia social, una forma de acatar los inflexibles dictados de la vida real y de poner en sintonía a la sociedad mexicana con el mundo de su tiempo. Resulta elocuente que las encuestas serias no mostraran como mayoritario al sector opuesto a la nueva causal de despenalización, lo que indica cuánto hemos avanzado en el proceso de secularización de las costumbres, pues en gran medida ya no forman parte de los valores colectivos algunos dictados de la Iglesia católica de Roma, como su rechazo a la píldora anticonceptiva, al condón, a las relaciones premaritales y al aborto. Lo anterior no es poca cosa si se considera que la Iglesia católica, como parte de las fuerzas conservadoras de la sociedad, fue derrotada militar y políticamente en 1867, lo que no le impidió seguir ejerciendo un casi absoluto monopolio de las conciencias, pues un siglo después los cultos minoritarios no contaban ni con el 5 por ciento de la población. Pero en los años sesenta las cosas empezaron a cambiar y a partir de entonces la Iglesia Católica Romana ha venido sufriendo reveses. El principal ha sido la pérdida de feligresía, pues otros credos fueron más eficaces para ganarse la fidelidad de un amplio segmento de los mexicanos, al extremo de que hay quien estima que hoy los católicos son tal vez menos de 70 por ciento y dentro de ese conglomerado una muy alta proporción no es practicante de la religión que dice tener. Las encuestas en torno al aborto parecen confirmarlo. La legalización de las uniones de convivencia en Coahuila y la capital del país y ahora la despenalización del aborto, lo mismo que la eventual legalización de la eutanasia y aun de las drogas, son evidencias de que resultaba imperativo poner nuestras leyes a tono con la realidad de estos tiempos. La muy sonora discusión en torno al aborto deja algunas enseñanzas que hemos de tener presentes. Varias de de sus manifestaciones deben ser evaluadas para situar las cosas en sus justos términos. Por ejemplo, la muy temprana toma de posición de Felipe Calderón sobre el asunto, y, en las últimas horas del debate, las opiniones de su esposa, la señora Margarita Zavala. Cuando hay en la sociedad una polémica tan caldeada, la opinión del jefe de Estado es una apuesta muy riesgosa, pues si el resultado es finalmente contrario, como ocurrió en este caso, lo dicho por el mandatario se convierte en evidencia de una mala relación con otros órganos de gobierno y aun en falta de autoridad política. Hubiera sido impensable que eso le ocurriera a un presidente de la era priista, en la cual no se movía la hoja del árbol sin la voluntad del señor (del señor presidente). Pero este es otro momento de la vida nacional, el absolutismo presidencialista se acabó y ahora los mexicanos habremos de acostumbrarnos a que la opinión del Ejecutivo sea parte de nuestras discusiones, sin que necesariamente pueda inclinar la balanza en uno u otro sentido. Es obvio que en un asunto que mueve pasiones colectivas y que suscitó un debate sin precedente, Calderón tenía que responderle a su electorado, aun sabiendo –porque el hombre mejor informado de México debía saberlo– que perderían los partidarios de castigar penalmente a las mujeres que abortan. El inquilino de Los Pinos jugó sus cartas y resulta obvio que tendrá que retroceder, como lo muestra el anuncio de que la Secretaría de Gobernación inició un procedimiento administrativo para determinar si el cardenal Norberto Rivera Carrera o el vocero de la arquidiócesis capitalina, Hugo Valdemar, incurrieron en faltas a la Ley de Asociaciones Religiosas. Como es evidente, se trata de un estatequieto, una manera de decir que se permitirán las protestas, pero sin amenazas y sin llevar más lejos la confrontación social, que ya bastantes problemas tiene el señor Calderón con la carnicería desatada por el narcotráfico, la caída de la producción petrolera, el activismo de Manuel Espino y Vicente Fox, el rechazo de los trabajadores del sector público a la Ley del ISSSTE y los rescoldos de la elección del año pasado que todavía se manifiestan como falta de aceptación en amplios sectores. Al opinar sobre el aborto, Felipe Calderón le respondió a sus huestes, mandó el mensaje de que es uno de los suyos, pero está claro que quien funge como presidente no puede actuar nada más como un católico militante. Como quiera que se llegue a la jefatura de Estado, el cargo impone obligaciones que no han de subordinarse a las creencias religiosas ni a los compromisos con un sector de la sociedad, sino que más allá de lo que piense o lo que represente, debe mostrarse como alguien que gobierna para todos y que respeta el funcionamiento de las instituciones. Es una condición del poder, al margen de moralismos y valores personales, de creencias y de querencias. |
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