EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Abrir la puerta al gobierno militar

Gibrán Ramírez Reyes

Diciembre 06, 2017

Las fuerzas armadas tienen el mayor poder que han tenido en la historia de México, y nadie que tenga poder quiere dejar de tenerlo. No me refiero a la capacidad de acción, al número de efectivos, a las armas. Se trata de poder político, ese que permite decidir en qué momentos se aplica la fuerza y dónde, qué se vale y qué no en los diferentes territorios. Aprovechando el miedo y la zozobra, los generales han pasado todas las viejas fronteras. Hacen política por su parte, se reúnen con empresarios, orientan con aire de ordenar a los presidentes municipales, hacen conferencias de prensa, tejen redes internacionales en Estados Unidos, contratan consultorios para mejorar su imagen y, ya el día de hoy, se meten en política electoral. Sólo hay que ver al general Cienfuegos y al almirante Soberón dictaminando sobre la propuesta de Andrés Manuel López Obrador de explorar todas las vías posibles –incluida una amnistía– para la pacificación de México. Las fuerzas armadas tienen voz. No quieren dejar de tenerla, y es peligroso que así sea.
Con ese poder y para conservarlo, las fuerzas armadas han presionado a los políticos para obtener certeza en las labores de seguridad que se les encomendaron desde la presidencia de Felipe Calderón. Necesitan que la configuración actual, que implica nuevas distribuciones de recursos y de prestigio, sea permanente, si se puede, o duradera por lo menos. Esto es lo que toca al generalato, pero también hay algo para los militares de abajo: cuando hay despliegues, la tropa gana un sueldo mayor, con cargo al erario del estado o municipio en cuestión, y, además, los malos elementos utilizan el poder armado para obtener canonjías extraoficiales. Algunos militares han matado sin repeler ninguna agresión, otros han violado, otros han sido parte de masacres y algunos más se han prestado a fusilar a gente que presumen inmersa en el crimen. Hay en el ethos militar la convicción de que así es la guerra y qué se le va a hacer. En pocas palabras: los generales quieren poder y necesitan mantener a la tropa contenta. A esos afanes responde la Ley de Seguridad Interior, no a ninguna necesidad de que el Ejército esté en las calles para bien de la nación.
La justificación no es sólo disparatada, sino cínica, porque ya todos saben que la estrategia militar no funciona salvo para aquellos que empodera, que no son los ciudadanos. No lo digo yo sino el órgano de investigación del Senado mexicano que votará en breve la mencionada ley: cuando había niveles de homicidios históricamente bajos, llegaron los operativos y despliegues ordenados por Calderón, y entonces la violencia escaló frenéticamente (Temas estratégicos 39, Instituto Belisario Domínguez), hasta llegar con vaivenes y matices a 2017, el año más violento de la historia reciente.
Para lo que funciona la estrategia es para abaratar la muerte, evadir el derecho, enaltecer la opacidad –la analista Catalina Pérez Correa ha dado cuenta de cómo los militares se rehúsan a dar cuentas de cuántos civiles mueren en los enfrentamientos, y las autoridades, como los ministerios públicos, muchas veces ni siquiera toman nota de que dichos enfrentamientos hayan existido. La Ley de Seguridad Interior quiere hacer permanente la oscuridad por medio de establecer (artículo 9) que la información generada en labores de “seguridad interior” sea reservada por considerarse de seguridad nacional.
Para lo que sí funciona la estrategia es para aumentar la arbitrariedad del ejército, para que pueda decidir en cada caso sobre lo permitido y lo prohibido, para detener y hasta repeler agresiones e incluso hacer planes de agredir, para utilizar la fuerza al margen del derecho. La Ley de Seguridad Interior quiere perpetuar la situación por medio de establecer (artículo 11) que las fuerzas armadas podrán “identificar, prevenir, atender, reducir y contener las amenazas a la seguridad nacional”. Podrá quedar en manos militares decidir sobre lo que es protesta pacífica y lo que es rebelión, lo que es cooperación internacional y lo que es intervención, por poner sólo un ejemplo.
Para lo que ha funcionado la estrategia es para someter a los mandos civiles, particularmente a los alcaldes, pero también a gobernadores, liquidando de paso políticamente a adversarios del partido en el poder, como sucedió con el michoacanazo que hizo caer en desgracia a Leonel Godoy. La Ley de Seguridad Interior, y esto es quizá lo más grave, da potestad a los militares de mandar e incluso orientar el gasto de la demarcación que sea (artículo 23) mientras dure la declaratoria de seguridad interior –un estado de excepción de hecho–, abriendo así la puerta a gobiernos militares de facto. Los promotores de la iniciativa han dicho que la Ley no obliga a que sean militares los que coordinen los despliegues militares, pero olvidan que eso es lo que ha venido sucediendo –y si ahora hay más posibilidades, y no menos, es improbable que esa participación se reduzca.
La estrategia ha servido además para empoderar al presidente, sin importar lo gris que sea, y que los gobernadores y munícipes hayan emanado de partidos contrarios –y puede que Calderón haya decidido emprenderla justamente por su debilidad. Cuando no hay autoridad, hay que poner por delante la fuerza. La ley también busca perpetuar esta dinámica, pues será el presidente, sólo él, quien decida cuándo, dónde y por cuánto tiempo impone el estado de excepción, el gobierno militar que se niega a reconocerse como tal.