EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Abusivos, arribistas y desalmados los que presumen un dolor que no sienten

Federico Vite

Agosto 23, 2016

En diciembre de 2008, Ignacio Padilla obtuvo el premio Juan Rulfo, organizado por Radio Francia; se había integrado a la plantilla de maestros de la Universidad de las Américas Puebla (Udlap), en ese momento el rector era otro integrante de la “Generación del Crack”, Pedro Ángel Palou. En 2009, Palou renuncia a su cargo para unirse a la Sorbona de París. Esa fue la versión oficial, pero el problema tiene que ver con una acto de censura y represión estudiantil. El asunto es que Padilla, como una manera de celebrar el premio, quizá el más célebre que hubo en castellano, accedió a presentar el texto ganador en una de las aulas de la Udlap. Se invitó a los reporteros de cultura y, claro está, a la comunidad universitaria e interesados en la literatura.
El cuento ganador del premio Juan Rulfo de ese año había sido otorgado al texto La mensajera, de Jorge Dávila Miguel. Anexo el comunicado de prensa de los organizadores del certamen: “Tras la proclamación de los resultados del Concurso de cuentos Juan Rulfo 2008, pronunciada el 15 de diciembre pasado, los organizadores han constatado que una de las dos obras premiadas, La Mensajera, de Jorge Dávila Miguel (Estados Unidos), no correspondía a uno de los criterios fijados en el artículo 1 del reglamento, que estipula que las obras presentadas deben ser inéditas. La Mensajera fue publicada en 1998 en la revista Encuentro de la Cultura, conocida publicación basada en Madrid. Pese a tratarse de una publicación remota y a que se trataba, según lo precisa su autor, de “un trabajo en progreso” que sufrió desde entonces cambios “de lenguaje, sintaxis y estructurales”, los organizadores se ven obligados a aplicar el reglamento y a considerar que La Mensajera no corresponde a la definición de obra inédita. Los organizadores lamentan tener que tomar esta decisión y saludan una vez más la calidad de la obra presentada por el señor Dávila Miguel, cuyo profesionalismo y honestidad reconocen ya que, como lo indica el autor: “la letra de las reglas está clara, mi espíritu nunca fue violarlas”. Por consiguiente, el premio de cuento Juan Rulfo 2008 es atribuido a Ignacio Padilla (México) por su obra Los anacrónicos”.
Padilla, al inicio de la sesión, comentó que su cuento había tenido mucha fortuna al ser premiado. Me pareció una sincera forma de hablar del texto. Más que una presentación, se trataba de una clase en la que el autor explicó detalladamente la forma en la que una idea fue creciendo, luego llegó al proceso de pulido hasta convertirla en un texto con rostro de cuento. Le preocupaba estancarse en una recreación de la historia latinoamericana, no tener una apuesta mayor que la sola recreación.
Los anacrónicos aborda el ritual pagano de una guerra perdida. El escenario de esa derrota, un poblado en las faldas de Latinoamérica, cada año reproduce el hecho trágico; los habitantes, viejos en su mayoría, crean un rito para conmemorar algo que no deberían conmemorar. Ancianos atildados y trágicos bajan de los cerros con los uniformes puestos y las armas en ristre, poco a poco la trama y el tono del cuento encuentran una deriva al realismo; más que una parodia, tenemos un enorme encuentro con lo patético que desemboca de manera afortunada, pero conservadora, en lo esperpéntico y puramente latinoamericano: los rituales del caos, dijera Monsiváis, y la repetición de la historia como un acto diseñado para el fracaso, entendido prácticamente como una zona sagrada.
La mayoría de los asistentes a esa clase-presentación estaban realmente interesados en saber cómo era el invierno parisino y en los detalles de la cena con los embajadores. Padilla capoteaba esas preguntas e instaba a los alumnos con interrogantes menos frívolas: ¿Qué opinan del cuento? Las respuestas no variaban mucho: estaba bien hecho, empalmaba la realidad de México y la criticaba. Pero me llamó mucho la atención una referencia que hizo Padilla. “Está diseñado con las claves de los cuentos de Borges. ¿Lo notan?”, comentó. Para él, había una evidente ruta de trabajo que tiene que ver con la presentación de un hecho a la usanza latinoamericana: una frase atractiva y seductora. Una historia sin aspavientos, sin melodramas, la voz que narra es neutra y facilita la recreación de los hechos sin delatar las derivas de la trama con fuertes cargas informativas.
A leer el texto, fueron tres veces en la clase, fui tomando conciencia de cómo se encapsulaba la trama y se expandía en la medida que uno se acercaba al final del cuento. Piensen en El informe Brodie, en El sur, de Borges, dijo. Vean las similitudes con la estructura, es clásica, señaló. Padilla leía en voz alta el primero de los párrafos de su cuento para enfatizar que la línea inicial es importantísima; desde ahí se sustenta el cuerpo del relato, afirmó. No hay trucos en esto, agregó, se trata de contar una historia con las herramientas que ya nos dieron los anteriores escritores, pero la clave es realmente sentir el encantamiento de la historia. En ese aspecto estoy completamente de acuerdo con él, se trata de habitar en gran medida el haunting que propicia la literatura, ejercitar ciertos mecanismos de la imaginación para clarificar el universo personal del autor.
Tal vez sea muy injusto, incluso patán, pero al leer la obra de Padilla no siento esa pasión que experimenté durante la clase-presentación del cuento Los anacrónicos, como si el acto de la literatura, en él, se tratara de un asunto presencial, no precisamente de un hecho íntimo. Tuve la certeza de que la “Generación del Crack”, salvo Vicente Herrasti, entendían la literatura como una extensión de la burocracia: escribir como lo indican los jefes y, sin salirse del huacal, contar una historia que nos recuerde quiénes son los jefes.
Padilla, escritor, embajador y catedrático, falleció el fin de semana pasado en un accidente automovilístico. No entiendo cómo decenas de personas, sin conocerlo, lo extrañan, son abusivos con la tragedia; la hacen personal abaratando la oscura densidad de una pérdida. Lo extrañan, dicen las personas en Facebook, pero no lo conocen, lo vieron, hablaron con él, pero no lo leen. La lección fue que poca gente lo leía; en realidad, lo habían visto o hablado con él, porque es el autor más premiado de México, pero nada más, incluso hasta tienen sus libros, pero no lo leen, como a Sergio Pitol, todo mundo lo nombra pero pocos lo leen. Abusivos, arribistas y desalmados los que presumen un dolor que no sienten.
La “Generación del Crack”, cuyo manifiesto, publicado en 1996, pretendía ser una ruptura con la tradición inmediata a Ignacio Padilla, Jorge Volpi, Eloy Urroz, Pedro Ángel Palou, Ricardo Chávez Castañeda y Vicente Herrasti, intentaba recuperar a Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Jorge Luis Borges, quería consumar el neoboom; esa proposición no fue entendida en su momento ni ahora, a mí parece que ese asunto del crack es más bien un intento desesperado por ser un autor con muchos padrinos, con mucho punch mercadológico, pero con poca literatura. Me parece que Padilla es un narrador muy, muy chambeador, con un oficio bien afinado. No me siento especialmente atraído por su obra, ni por los temas que le interesaban, tampoco es desleal señalar que ese tipo de escritura tiene búsquedas estéticas que no pretendo indagar, son pasiones fuera de mi espectro emotivo. Sin duda, sus libros hacen más grande el continente literario nacional y probablemente eso sea lo importante. Claro, hará más grande el paisaje narrativo si lo leen, si no, ¿pues cómo? Que tengan un escolar martes.