EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Acabados con filigrana poética

Federico Vite

Abril 16, 2019

 

Pensemos un poco en dos cuentos: Hombre del sur, de Roald Dahl, y ¡Adiós, juventud!¡Adiós, belleza!, de John Cheever. De paso, permítame decirle que hablar de literatura no es espectacular, ni siquiera rentable, pero sí inmensamente necesario para construir un criterio estético. Traigo a colación estos dos textos porque me parecen ejemplares. El primero manifiesta el ansia por la adrenalina y segundo la terrible aceptación del fin de los buenos tiempos. Ambos señalan el error trágico de los protagonistas, pero más interesante aún es la manera en la que los autores resuelven los textos, con el oficio que prodiga el trabajo artesanal.
El hombre del sur es una historia corta de diez páginas, originalmente publicada en Collier’s, en 1948. El cuento ha sido adaptado en varias ocasiones para televisión y para cine; una de las versiones más conocidas es de 1960 y fue protagonizada por Steve McQueen y Peter Lorre.
Mientras se encuentra de vacaciones en un resort en Jamaica, el narrador testigo conoce a un hombre sudamericano llamado Carlos. A ellos se une un joven cadete naval estadunidense, quien presume la eficacia de su encendedor. Carlos le dice al joven cadete estadunidense que hagan una apuesta. Si el encendedor enciende diez veces seguidas, Carlos le dará su Cadillac. Si el encendedor falla, el cadete perderá un dedo, justamente el meñique. El cadete acepta la apuesta, el narrador asumirá el rol de árbitro y guarda la llave del coche en su bolsillo. Se dirigen a la habitación de Carlos, quien se encarga de que una doncella les traiga todos los materiales necesarios; ata la muñeca izquierda del estadunidense a la mesa y la apuesta comienza. Después de la octava ignición seguida del encendedor (no la segunda o la tercera), una mujer irrumpe en la estancia y obliga a que Carlos suelte el cuchillo que tenía preparado para cortar el dedo del cadete. Ella explica a todos los asistentes que Carlos está trastornado, ha jugado tantas veces ese juego en su país de origen que huyeron para evitar que las autoridades lo metieran en un hospital siquiátrico. Él había recopilado 47 dedos y había perdido 11 autos, pero ya no poseía nada para apostar; ella le había ganado todas sus posesiones hace tiempo, eso incluía el Cadillac que apostó con el cadete. Cuando el narrador le ofrece la llave del auto a la mujer, ella se quita el guante y extiende la mano: únicamente tiene dos dedos.
La economía de recursos y la progresión dramática de los hechos están capitalizadas al máximo, fueron recursos manejados con absoluta destreza. No se le puede pedir más a un autor: potencia, suspenso, técnica y contundencia.
En un polo opuesto, más técnico que entrón, Cheever bucea holgadamente en los mecanismos angustiosos de una psique dañada. Delimita con certeza su campo de acción. Toma de lo inabarcable (el espíritu humano), su entorno. Hablando del mundo, digamos, platica lo que ha visto en su barrio: el terreno pantanoso e intrincado de la institución familiar estadunidense. Y para ser mucho más preciso: Cheever retrató la familia blanca, protestante, de clase media-alta, que vivía en las afueras de Nueva York. Así que ¡Adiós, juventud! ¡Adiós, belleza! (1953) y El nadador (1964) pertenecen al grupo de relatos que la crítica estadunidense denominó Cheever’s Country, porque son cuentos cuya acción se sitúa en los suburbios de Nueva York y los personajes forman parte de la clase media alta estadunidense.
Cheever critica los sueños medianos de los blancos; por ejemplo, pertenecer al mejor country club y ser el alma de las fiestas en los suburbios neoyorkinos. ¡Adios, belleza! ¡Adiós, juventud! aborda en diez páginas los últimos años de vida de un ex atleta profesional, Cash Bentley, quien frecuenta el alcohol y, animado por sustancias espirituosas, finaliza los cocteles de sus vecinos con una ceremonia extravagante. Realiza una carrera con obstáculos dentro de las casas. Déjeme citar parte del inicio de este cuento: “[…] Trace y Cash levantaban las mesas y las sillas, los sofás y la pantalla de la chimenea, el cajón de la leña y el taburete para poner los pies, y cuando terminaban, nadie reconocía la habitación. Luego, si el anfitrión tenía un revólver, se le pedía que fuera a buscarlo. Cash se quitaba los zapatos y se agazapaba detrás de un sofá. Trace disparaba el arma por una ventana abierta, y si uno era nuevo en la zona y no había entendido el significado de los preparativos, no tardaba en darse cuenta de que estaba presenciando una carrera de obstáculos”.
En una cocktail party, Cash se fractura la pierna y, obviamente, suspende sus muestras de masculinidad a ultranza. Se torna mórbido, taciturno y antisocial. Un buen día, Cash retoma las carreras; su esposa guarda silencio, es pura rabia contenida, y a regañadientes acepta, acomodando los muebles para que su esposo los brinque, la continuidad de esa farsa. Después de un longeva borrachera, Cash consuma todos sus fracasos.
Quizá sea una de las máximas estéticas de Cheever: aceptar el fracaso fracasando. Mientras más testigos haya, es mejor el fracaso.
Como notan, no hablo de cuentos perfectos sino de textos que nos hacen comprender algunas formas de encauzar la pasión, la crítica social y muestran las complejísimas formas de relacionarnos entre sí.
Es obvio que estos cuentos no fueron escritos para ganar un concurso, ni siquiera para quedar bien con los amigos, sino básicamente para exponer en la hoja una terrible revelación sobre lo humano. Es relevante la destreza con la que están contados, el punto de vista de los narradores, la confrontación de los opuestos y la pericia para decir todo en pocas páginas (se necesitarían un par de horas para agotar las virtudes de estos textos), pero lo más interesante es la certeza de que un autor de buenos cuentos debe entender su trabajo como la edificación de una estructura con resonancias, es decir, debe encapsular una imagen y hacerla vibrar, casi casi como un poema.