EL-SUR

Jueves 25 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Acapulco de nuevo

Silvestre Pacheco León

Abril 18, 2022

 

Ahora lo nuevo para los turistas en el puerto de Acapulco es el fenómeno del mar de fondo o marea alta que se identifica por la formación de grandes olas que revuelcan la arena y pueden provocar accidentes por su ímpetu y su fuerza si no se actúa con precaución.
Los especialistas dicen que su origen son las tormentas que ocurren dentro del mar a largas distancias, y aunque el gobierno señala que en nuestras costas el fenómeno se presenta de mayo a noviembre, también puede ocurrir en otras fechas, por eso deben atenderse las recomendaciones que se anuncian en las playas.
El otro es el cambio de tonalidad en el agua del océano que va del rojo al verde con un olor desagradable. El tono pardo o rojizo, también conocido como marea roja, es el que contamina a los moluscos bivalvos como almejas, ostiones, mejillones que se recomienda no consumir porque son dañinos para el consumo humano si se capturan en esta época.
La tonalidad verde del mar, como se pudo ver en la foto de la portada del Sur tomada en la playa de la Ropa, el jueves 14 de abril, en la bahía de Zihuatanejo, aparte de su atractivo visual, es una variante de microorganismos poco común, pero igualmente inocuo en el aprovechamiento recreativo.
Pero la actitud recomendable para encontrarse con el mar debe ser de admiración porque siempre depara sorpresas, sobre todo si es la primera vez y “sale a tu paso por todas partes” como dice el poema de José Emilio Pacheco. Claro que si no eres poeta, la inmensidad del mar puede provocar expresiones tan profundas como la que escuchó el alumno de aquel filósofo quien queriendo tener la primicia de su comentario cuando estuviera frente a la inmensidad, junto a él se desconcertó al escucharlo decir impresionado,
-¡Cuánta agua!
En mi caso conocí el mar hasta los doce años de edad cuando la única referencia que tenía era el pescado seco que mi tía llevaba como regalo en sus visitas a mi pueblo, y también algunas conchas de tortugas que mi tío Bardo guardaba asegurando que podían crecer tan grandes como para cargar sobre su espalda a un adulto, y quizá los cuentos de Simbad el Marino que mi padre nos contaba.
El mar en Acapulco me impresionó desde que miré una mañana la cantidad de pescados atrapados en la inmensa red que decenas de pobladores arrastraban hacia una playa de la Costera rumbo a Caletilla. Era una riqueza tan inmensa a la mano de quien la quisiera que me parecían pocos los que vivían de pescadores.
Después me quedaba absorto viviendo una suerte de vértigo frente a los grandes tumbos que se formaban en la aparente calma del mar, que luego se convertían en una inmensa ola que se estrellaba en el promontorio de rocas a un lado del muelle donde parado observaba a mi padre, en las tardes de descanso, lanzar la cuerda con el anzuelo lo más lejos que alcanzaban sus fuerzas y a veces jalarla emocionado por haber pescado un ejemplar cuyo tamaño me impresionaba.
Pero mi llegada al puerto en las vacaciones escolares de 1967 no fue en plan de descanso, sino de visita a mi padre que desocupado de las labores del campo vino a trabajar como jardinero en una residencia de alemanes que una prima administraba allá por el rumbo de Caletilla.
En aquellos años había mucho trabajo en el puerto y se requería de diversa mano de obra. Había muchas familias que trabajaban en el cuidado de las residencias de gente rica que venía a vacacionar unas cuantas semanas al año.
La mamá de mi prima que era hermana de mi padre cuidaba una residencia en la avenida flamingos, rumbo a la Quebrada y en aquellas vacaciones me llevó con ella para ayudar a mi tío en el trabajo de jardínero.
Pasaron muchos años para saber que aquella residencia que cuidaba mi tía era nada menos que de Carlos Chávez, fundador de la orquesta sinfónica de México y uno de los principales exponentes de la música nacionalista quien de vez en cuando llegaba al puerto con sus hermanas en plan de descanso.
En ese año estaba de moda el ritmo del Twist en el baile y mi prima Amalia vivía la época de rebeldía sacándole canas verdes a su mamá con su asiduidad a las tardeadas y su negativa a participar en las actividades religiosas de mi tía quien había renunciado al catolicismo de su nacimiento para convertirse a la iglesia cristiana de Testigos de Jehová donde se distinguió por su estudio de la Biblia y la observancia estricta de los preceptos bíblicos que llevó a su pueblo natal y al paso de los años ha multiplicado sus conversos. En esa residencia conocí mucho de jardinería y ayudé a transformar la resequedad de la loma en un pa-raíso que a todos los visitantes sorprendía por la diversidad de crotos de colores brillantes que crecían bajo los árboles marcando los senderos.
Era tan grande el lugar donde trabajé que aún quedaban relictos de la selva original en los lotes baldíos que rodeaban la residencia abundantes de iguanas y también de serpientes.
El trabajo de todos los días consistía en regar las plantas, barrer las hojas y los frutos caídos y ensanchar el jardín para cubrir todo el terreno donde abundaban los árboles adultos de laurel y acacios.
Recuerdo que me arrullaba el ruido de los rehiletes al chocar con los chorros de agua para regar todo el jardín en el calor sofocante del medio día.
Mi tío Nicolás era amante de las plantas y sabía cómo reproducirlas y alimentarlas con el abono de sus hojas composteadas. Poníamos largas filas de bolsas con tierra donde luego plantábamos los acodos con retoño de las podas que hacíamos para multiplicar las plantas.
En la parte más alta del jardín bautizada como la explanada, unas rocas en forma de alfombra facilitaban el descanso y durante las vacaciones los patrones descansaban allí todas las tardes disfrutando de la vista de la inmensa bahía donde nunca faltaba un enorme barco de crucero y las veloces y modernas lanchas jalando a los esquiadores. La vista principal de la explanada daba en dirección al club de yates cuyo atractivo eran sus luces fluorescentes del mismo color que los anuncios de la Yoli y de la cruz de los Trouyet en la cima del cerro del Guitarrón.
A mi corta edad viví en Acapulco varios aspectos que lo caracterizan. Conocí su mercado central como acompañante de mi tía cargándole la canasta de las compras.
En el rumbo de Icacos, por la base Militar visitaba a una tía que vivía literalmente en la playa. Su casa estaba bajo la sombra de los almendros y junto a ella pasaba una acequia que traía el olor de los esteros y humedales mezclado con el de las frutas de los almendros y de las marañonas.
Durante las primeras noches se me iba el sueño con el rumor del mar que me imaginaba avanzando sobre la playa para inundarnos por sorpresa.
Pero amanecía y entonces esperábamos impacientes a que mi padre llegara de trabajar para llevarnos a nadar corriendo por lo caliente de la arena.