EL-SUR

Miércoles 08 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

Acapulco, la migraña que no es

Abelardo Martín M.

Agosto 29, 2017

Monseñor Leopoldo González González sabe que la misión que le encomienda el Vaticano, al nombrarlo arzobispo de Acapulco, es un desafío mayúsculo, nada parecido al cargo que ejerció en Tapachula y en Jalisco, a lo largo de sus casi nueve lustros de ejercicio sacerdotal. Sabe que se enfrenta a la desigualdad ancestral, al abandono de las grandes mayorías, a la ingobernabilidad, pero ahora tendrá un ingrediente adicional: un clima de violencia creciente y un gobierno cada vez más alejado de la realidad.
Guerrero se cuece aparte. Lo primero que sorprenderá al prelado religioso que ayer llegó a Acapulco, es la visión optimista del gobernador Héctor Astudillo, quien ve una gran conspiración internacional contra Guerrero, específicamente contra Acapulco, por la coincidencia de la recomendación del gobierno de Estados Unidos a sus funcionarios y empleados de evitar el estado en sus destinos turísticos y la publicación en la portada del influyente diario estadunidense The Washington Post de un reportaje en el que se califica al puerto como “la capital de los homicidios en México”. Acapulco se mantiene en el ojo del huracán y ya no por sus atractivos turísticos, ni por la presencia de las grandes luminarias que acostumbraban disfrutar de su clima, sus playas y su glamoroso ambiente. Eso se perdió hace mucho.
Monseñor González ya tiene la información, pero ahora la vivirá en toda su crudeza. Verá el miedo y la desesperanza en su feligresía. Pero sobre todo comprobará que tiene un reto mayúsculo en el que sólo Dios podrá permitir su solución.
Hoy, aunque el gobernador lo niegue, porque no lo quiere ver o porque prefiere la realidad virtual que le presentan sus colaboradores, Guerrero figura entre los problemas graves de México, tanto que es imposible no llamar la atención.
La criminalidad descontrolada y en ascenso en Guerrero, en particular en Acapulco, es motivo de preocupación internacional desde hace tiempo, la cual se ha acentuado en las fechas recientes, lo mismo en reportes gubernamentales que en análisis de los medios de comunicación.
El ejemplo más reciente es el ya mencionado reportaje del The Washington Post, al que titula “El mortal descenso de Acapulco”. En el texto, reseñado oportunamente en este diario, se señala: “En medio de la aterradora violencia, la ciudad que fuera de México la capital número uno para la diversión y tomar el sol, lo es ahora pero del homicidio”.
La nota publicada en la edición del pasado vieernes describe lo que ya aquí todos sabemos: la acumulación de cifras de homicidios, secuestros, desapariciones, asaltos a mano armada, entre otros hechos violentos; la proliferación de pandillas y su control de barrios y colonias, el cobro de “derecho de piso”, todo ello en el gran marco del crecimiento en el comercio de drogas y la corrupción gubernamental.
El reportaje se publica unos días después de que el Departamento de Estado estadunidense actualizara su alerta de viajes para los funcionarios y empleados del gobierno de ese país. En esta se enlistan nuevos destinos mexicanos, pero se renovó la mención sobre Acapulco y se extendió la alerta a los sitios turísticos de Ixtapa-Zihuatanejo y Taxco y a “todo el estado de Guerrero” por la presencia de los “grupos de autodefensa”.
Algunos expertos han querido ver esa actualización de alerta y la inclusión de Cancún, Cozumel, Playa del Carmen y Tulum en Quintana Roo; Los Cabos y La Paz en Baja California, como un instrumento de presión contra el gobierno mexicano, en momentos en que se renegocia el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, y en que Donald Trump ha reiniciado su campaña mediática para construir un muro en la frontera.
Pero los hechos son incontrovertibles y no hay manera de ocultarlos o minimizarlos.
Recientemente, a la violencia que sufre la sociedad se ha añadido como un elemento más, el recrudecimiento de agresiones contra los medios de comunicación. Reporteros de El Sur han sido blanco de algunos de esos ataques, como el sospechoso atropellamiento del corresponsal en Iguala, Alejandro Guerrero, hasta el asedio y la agresión de los guardaespaldas del gobernador Héctor Astudillo a la corresponsal en Tlapa, Antonia Ramírez, durante una gira oficial.
Estos hechos son recientes, pero hacia atrás pueden ubicarse agresiones de mayor calibre a periodistas, como ocurrió con el secuestro y robo a reporteros que cubrían hace un par de meses las escaramuzas contra El Tequilero, por parte de bandas seguramente ligadas al narcotráfico, hasta ejecuciones que han ocurrido contra comunicadores en diversas regiones del estado, lo que dio pie a una protesta de reporteros ante la delegación de la Procuraduría General de la República, para demandar que cesen hostigamientos y agresiones contra los periodistas en el desempeño de sus labores. Todo ello forma parte del mortal descenso de Acapulco, al que se refirió The Washington Post.
“Me parece que no es un dulce, no lo celebramos, es algo desafortunado, creo que vinieron a hacer un reportaje y lo presentaron en las condiciones que quisieron… No me voy a pelear con nadie, creo que Acapulco tiene problemas pero el trabajo se hizo al estilo de quién lo vino a hacer… Hay que decir que tiene un fondo sin duda, sobre todo cuando está la negociación del Tratado de Libre Comercio, no puede extrañarnos que esto vaya ligado, pero no vamos a pelear con nadie por esta situación”, dijo el gobernador Astudillo en una reacción declarativa que pretende minimizar la denuncia internacional del problema de la violencia en Guerrero, especialmente en Acapulco, en donde la crisis lleva muchos años más que las discusiones del TLC o la llegada de Trump a la presidencia de Estados Unidos.
Negar la realidad o sus expresiones y denuncias equivale a no aceptar la gravedad, profundidad y amplitud de los problemas. Es mejor adoptar la conducta del avestruz: esconder la cabeza y creer que no pasa nada.
Sí pasa y mucho.