EL-SUR

Lunes 22 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Acapulco y sus alcaldes (I)

Anituy Rebolledo Ayerdi

Octubre 19, 2017

Alcaldes tamales

Acapulco, la ciudad y puerto que Alejandro de Humboldt encontró “bonita pero sucia” (como si hubiera estado aquí apenas ayer, y no en 1803), ha tenido presidentes municipales como el producto de la tamalera tradicional: de dulce, chile y manteca. Alcaldes cuyos ombligos quedaron bajo suelo acapulqueño, en tanto que otros serán etiquetados como “frasteros”. O sea, caídos de “la nube en que andaban” y arrastrados por las corrientes marinas, a partir de playas ignotas. Todo esto muy a pesar de una declaración inspirada seguramente en aquello de “Mi patria es primero”, y que sentenciaba en calidad de derecho divino: “¡Acapulco para los acapulqueños!”.
Alcaldes jóvenes, maduros y sin faltar los ancianos. Alcaldes morenos en mayor número, por supuesto, aunque no faltarán los blanquitos e incluso los güeros rubicundos. Alcaldes sin oficio ni beneficio, pocos; otros obreros, sastres, orfebres, periodistas, abogados, médicos, cepetés y contadores de cuentos. No faltarán, no podía serlo de otra manera, los mitómanos, los egomaniacos, los maricones y hasta uno que otro analfabeta.
En materia de “cacumen” y “calicatencia”, los ha habido sobrados de inteligencia, desde los talentos naturales hasta los surgidos de la Academia. Claro que han pasado lista de presente algunas mentes cimarronas, proclives al engaño y a la rapiña. Aves de mal agüero que, como los zopilotes, volarán sobre la bahía solo cuando huelan algo podrido. Alcaldes de Acapulco que han respondido a los nombres más variados del santoral católico, si bien no han faltado los pellizcos al inglés e incluso al Talmud.
Como si llegaran a la computadora los retobos de algunas lectoras, debemos advertir que en esta narración no se incluirá a ninguna mujer alcaldesa. Ello por la sencillísima razón de que no las hubo durante los primeros cincuenta años del siglo XX, o sea, el periodo de este primer recuento. Sucedía, como bien sabido es, que en aquel entonces resultaba imposible, impensable, absurdo e incluso pecaminoso que una dama llevara la vara del Tlatoani. A ellas les tocará cantar victoria, tardíamente en el concierto universal, hasta el 3 de julio de 1955. Fecha esta en la que el presidente Adolfo Ruiz Cortines, llamado Matusalén a los 62 años, otorgue a la mujer mexicana el derecho al sufragio universal. Ora que a las damas les sudará bien y bonito para conseguir alternar al tú por tú con una clase política machista pero básicamente misógina. Le sigue sudando.

Ruiz Cortines

Cuando joven (¡uuuuhh!, era la reacción de la audiencia), don Adolfo Ruiz Cortines había estado en Acapulco en calidad de secretario habilitado del general Rafael Sánchez Tapia. El pulcro militar michoacano traía órdenes del presidente Obregón que acabar con la rebelión Delahuertista y “no dejar vivo a ningún cabrón enemigo suyo, civil o guacho”. Esto último no ocurrirá aquí, Dios bendito, exclamará todo Acapulco, porque, en pleno paredón de fusilamiento, montado en el patio de la Aduana Marítima (hoy edifico Nick), el propio Sánchez Tapia les perdona la vida a los alzados. Todos jóvenes capitaneados por el chilpancingueño Carlos E. Adame y entre los que figuraban el profesor Felipe Valle, Francisco Torres, Luis Mayani, José Trinidad Serrano, Silvestre H. Gómez (padre de Virgilio y Loya Gómez Moharro), Imeldo Cadena e Isaías Acosta. Troncos formidables de familias acapulqueñas.
Desde aquel tiempo, hospedado en el Hotel Jardín, en la calle de La Quebrada, propiedad de doña Balbina Alarcón de Villalvazo, don Adolfo, con afición proverbial por el dominó, formó aquí un cuarteto con don Rosendo Pintos Lacunza, el general Ismael Carmona y don Rosendo Batani. Las reuniones seguirán una vez que el veracruzano haya dejado la primera magistratura, tocado con maciza aureola de hombre ético y honrado a carta cabal. Prendas, que, por cierto, la nueva clase político no le perdonará llamándolo “viejo pendejo”.
La sede acapulqueña de aquellas renovadas lides “dominoriles” será la residencia de doña María Izaguirre de Ruiz Cortines, en la playa de La Condesa (hoy Torre Azul). “No mía”, rechazaba él. Difícil será entonces para los tres porteños del cuatro no sonreír frente al viejo pasa, como también se le conocía. Cuando aparecía vestido con una impecable guayabera blanca –¡perfecto!–, pero anudada al cuello su inseparable “pajarita” negra, inaugurando sin pretenderlo la “etiqueta tropical”. Así la bautizará más tarde Miguelito Alemán, cuando haga vestir con ella a las celebridades asistentes a la Reseña Mundial de los Festivales Cinematográficos de Acapulco. Un evento único que, por cierto, le había encomendado el propio Ruiz Cortines.

Teatro Flores

Antes de entrar de lleno a esta nueva reseña de Acapulco y sus alcaldes debemos, por razones de continuidad, revisar el último capítulo de la serie anterior Alcaldes de Acapulco. Arranca esta con la creación del primer Ayuntamiento de Acapulco, en 1550, a cargo de don Pedro Pacheco (el primero de la Nueva España databa de 1510, la Villa Rica de la Vera Cruz, encabezado por del propio Hernán Cortés). La reseña termina con el capítulo número 36, dedicado al último alcalde porfirista, don Nicolás Uruñuela Elliot (1910), designado por el gobernador Damián Flores (1907-1911).
Hermano del gobernador, Matías Flores construyó aquí el Teatro Flores, atrás de la actual catedral de Nuestra Señora de la Soledad, cuyo incendio la noche misma de su inauguración, el 14 de febrero de 1909, constituye con 300 personas carbonizadas la tragedia más dramática y dolorosa de ese tipo en México. El mandatario lo inaugura pero no se queda a la función –la proyección de películas mudas–, porque estaba haciendo “más calor que en el quinto infierno”. Bien lo conocía, el cabrón, dirá la gente. Por su parte, el alcalde Antonio Pintos Sierra librará cualquier responsabilidad de la hecatombe mostrando un oficio en el que se negaba la apertura de la sala, precisamente por no reunir las condiciones de seguridad requeridas. Un “soy hermano del gobernador, chingaos”, superará el litigio.

El reloj de Palacio

La renovada primera autoridad civil del puerto recibe un telegrama de la presidencia de la República: felicitaciones y bienaventuranzas. Junto con la recomendación de esmerarse para lograr deslumbrantes festejos del Centenario de la Independencia Nacional. Particularmente, porque el puerto forma parte, en el apartado 7, del Programa Nacional de Festejos e Inauguraciones. Esto es, “la inauguración del palacio municipal y su reloj público, el primero de Acapulco”. Falso lo primero y cierto lo segundo pero sin costo para el erario público. Una recomendación presidencial más: que se atienda la llegada por mar de la delegación japonesa a los festejos del Centenario.
El “reloj de palacio”, como se le llamará a partir de entonces, era un obsequio de los empresarios italianos Rómulo y Nicola Allegretti Crushani, dedicados aquí a la industrialización del limón. Agradecían así la obtención rápida de sus cartas de naturalización. Para instalar la maquinaria venida de Suiza, el alcalde Uruñuela ordenará la construcción de una torre de madera de nueve metros de altura, empotrada en la fachada sureste del palacio. Las cuatro carátulas se iluminaban al anochecer y sus campanas se escuchaban hasta la última casa de ciudad. (Dos años más tarde, el 12 de octubre de 1912, la orgullosa torre del “reloj de palacio” cae estrepitosamente haciendo añicos su valiosa maquinaria helvética. Ni modo que resistieran los vientos de 200 kilómetros por hora de un huracán que deja al puerto como ordena La Magnífica, “sin cosa alguna”. Y más: los vientos huracanados se repiten el 30 de ese mismo mes derribando otra torre: el faro de La Roqueta).

El Grito

El tradicional Grito de Independencia tendrá aquí, aquél 15 de septiembre de 1910, dos características muy particulares. La arenga se inicia con la última de las once campanadas del nuevo “reloj de palacio” y al mismo tiempo se ilumina la casona municipal y calles adyacentes. Sorpresa esta última del alcalde Uruñuela quien había ordenado instalar “a chita callando”, sin anuncios histéricos, lámparas de acetileno con luz blanquísima. La nutrida concurrencia lo premia con vítores y aplausos.
La arenga patriótica de don Nicolás no omitió pero tampoco añadió una sola coma al texto, diseñado por los “científicos” del porfiriato: “¡Viva la libertad, Viva la Independencia, Vivan los Héroes de la Patria, Viva la República, Viva el pueblo de México”! Y nada más. Los autores recomendaban, para obtener respuestas entusiastas, una pronunciación casi silábica del texto además de mucho énfasis y contundencia. ¡Con güevos!, dicen que recomendaba el propio señor presidente.
El alcalde Uruñuela estará acompañado esa noche por los miembros del cabildo: Andrés Saucedo, síndico, y los regidores Gregorio Balboa, Aristeo Lobato, Alberto Jiménez y Domingo González. Preclaros ciudadanos de la comunidad a la que servían sin cobrar un solo centavo. ¡Cómo cambian los tiempos, compadre!
Esa noche, a la hora del brindis, don Nicolás hará partícipe a un grupo que lo rodea de una tentación sufrida al vitorear a nuestros héroes. De pronto vendrá a su mente una anécdota escuchada “quién sabe dónde” y que hablaba de un alcalde también de “quién sabe dónde”. Este, contraviniendo el protocolo estricto dictado por don Porfirio, añade un “¡Viva La Corregidora!”, coreado con entusiasmo particularmente por las damas. El alcalde aquél acepta complacido los comentarios laudatorios a su iniciativa, por significar una mínima reivindicación femenina. A sus íntimos confesará más tarde no haberse referido a doña Josefa Ortiz, la esposa del corregidor Domínguez, sino a la suya propia. Es que así le digo a mi mujer, La Corregidora, porque la pinche vieja todo me corrige: “que no comas con la boca abierta”, “lávate los sobacos”, “no escupas por el colmillo” e incluso me corrige hasta el modito de andar”.
Confieso, sí, declara don Nicolás, tuve la tentación de arengar a La Corregidora, pero yo sí a la de Querétaro.

El convite

El desfile, parada, paseo o convite del 16 de septiembre, contó con la participación de las dos únicas escuelas del puerto. Primarias Ignacio M Altamirano, para niñas, y la escuela “real” Miguel Hidalgo, para varones, además de la guarnición militar al mando del coronel Emilio Gallardo. (Lo de “real” antes del nombre de las instituciones escolares, incluso ya muy entrado el Siglo XX, hablaba de una absurda reminiscencia colonial. Cuando todo lo habido y por haber en la Nueva España era obra del rey que estaba en Madrid y a él y nadie más debía agradecérsele.
Al frente de la descubierta, el alcalde Uruñuela empuñando el Lábaro Patrio. Lo acompañaban los miembros del cabildo, el “prefecto político” JJ Nieto (“ojos, oídos y manotas” de la dictadura) y el administrador del Timbre, don Pantaleón Camacho. Cierra columna un ejército de muchachillos “chandos y chirundos”, tocando tambores y cornetas imaginarias e imitando alegremente a los mayores.

La renuncia

Advertido de que el coronel Silvestre Mariscal marcha hacia Acapulco con la intención de tomar la plaza, el alcalde Nicolás Uruñuela, que nada tiene que ver con la defensa de la misma, a cargo ésta del también coronel Gallardo, toma la decisión de tomar las de Villadiego. Como no hay aquí ninguna autoridad superior ante la cual pueda renunciar, reúne al cabildo y a un grupo de ciudadanos notables y así legaliza su salida. Aceptada, el mismo grupo nombra al prefecto José de Jesús Nieto como alcalde provisional. En Chipancingo, el gobernador Damián Flores huye ante el empuje del movimiento armado y es sustituido por el licenciado Teófilo Escudero.

El otro Cabildo

Otra junta de notables será la encargada de nombrar, apenas menguada la violencia, al primer cabildo de Acapulco, no necesariamente revolucionario, en tanto habrá hispanos en él. Lo encabeza don Cecilio Cárdenas y lleva como síndico a don Francisco Galeana, siendo los regidores Ignacio R. Fernández, Manuel Guillén y Simón Funes.