EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Acapulqueña linda / 16

Anituy Rebolledo Ayerdi

Mayo 09, 2019

 

Las temporadas

Lo temporalero le viene a Acapulco de épocas remotísimas. Es un síndrome que lo acompaña a partir de la internacionalización de su bahía y no lo suelta por más lucha que se ha hecho. Las temporadas tienen, pues, actualidad plena y vigencia escalofriante. No han valido contra ellas los anuncios oficiales declarándolas desterradas y tampoco el optimismo barroco de algunos jerarcas turísticos.
El primer ciclo para visitar Acapulco de pisa y corre como hoy en día, ni más ni menos, nace cuando el puerto se convierte en punto de partida y destino final de la navegación comercial entre España y Oriente. La Feria de Acapulco, iniciada con la llegada de la Nao de Manila y concluida cuando esta partía hacia Filipinas, se convierte en un suceso comercial, turístico y cultural. Un evento que llama la atención del mundo tanto que el sabio alemán Alexander von Humboldt la califica como “La feria más renombrada del globo”.
Durante ese evento de 90 días se producía en el puerto la más escandalosa población flotante, llegándose a multiplicar la fija hasta por 5 o quizás más. Un fenómeno que se repetirá en la mitad del siglo XX con motivo de la Semana Santa. Aquello resultaba de un abigarramiento caótico, promiscuo y anárquico agravado por el clima nocivo, las calles pantanosas habitadas por miríadas de mosquitos y en general un ambiente insano. Hubo clérigos de paso a Manila que lo calificaron como “la caldera del Diablo”
Sucedía siempre lo mismo: terminada la Feria el puerto quedaba solo. Permanecían aquí únicamente quienes no podían o no debían abandonarlo y entre éstos los soldados de la guarnición, los monjes, los trabajadores del muelle y los burócratas de medio pelo. El trotamundos italiano Gemelli Carreri ofrece una particular visión de aquél Acapulco en su libro Viaje a la Nueva España (1697).
“Por tal destemplanza en el clima de Acapulco y por ser terreno fangoso, hay que llevar de otros lugares los víveres y con este motivo son tan caros, que nadie puede vivir ahí sin gastar en una regular comida menos de un peso cada día; además, las habitaciones, fuera de ser muy calientes, son fangosas e incómodas”.
“Por estas causas –continúa el escritor napolitano–, no habitan ahí más que negros y mulatos (indios, filipinos y chinos). Terminada la feria se retiran del puerto los comerciantes españoles, así también los oficiales reales y el castellano, a otros lugares por causa del mal aire que reina en aquél y así queda despoblada la ciudad”.

La malaria

Casi cien años antes, las condiciones ambientales del puerto eran necesariamente mucho peores. Tanto que serán terreno fértil para una terrible epidemia de malaria (del italiano “mal aire”), con una impresionante poda de habitantes. (Cuatrocientos años más tarde, o sea, hoy mismo, la malaria o paludismo (del latín palus: pantano) mata anualmente en el mundo a medio millón de personas, particularmente niños menores de 5 años. Ello gracias a una reducción considerable lograda mediante programas de vacunación universales a partir de 2010)
En medio de aquél dramático suceso surge, como en tantos otros casos similares, la presencia de un ángel de bondad que procura alivio a los enfermos y consuelo a los dolientes. Su nombre es Isabel Barroso, residiendo en el puerto con su esposo un antiguo capitán de la Nao de Manila.
Sobre Chavelita, como aquí se le conocía, Don José Manuel López Victoria, cronista puntual y entrañable de Acapulco, ha bordado una hermosa leyenda que aquí entregamos con grandes pinceladas.

Azota al puerto

“Frente a aquella espantosa tragedia, Doña Isabel encabeza los trabajos urgentes para acondicionar un hospital donde albergar a las víctimas de la epidemia, casi la mitad de la población. Localiza para ese efecto una lomita tepetatosa de fácil acceso y bastante aireada, posiblemente donde más tarde se levantará el convento de San Francisco (ex Palacio Municipal). Pero mientras se levantan los cimientos de la obra, la propia dama dispone de un inmueble de su propiedad para habilitarlo como centro de atención inmediata”.
La quinina como cura milagrosa de la malaria todavía tardará en llegar. En tanto, la señora Barroso hace con sus voluntarios lo que Dios le da a entender para bajar las altas fiebres y disminuir el malestar general de los picados por la hembra del mosco anopheles. Los cuadros en menores de edad serán particularmente dramáticos y necesariamente mortales.

La muerte de Chavelita

La mujer pondrá oídos sordos a las advertencias del marido sobre las altas posibilidades de contraer el mal dada la intensidad de su entrega. Ella le recuerda que ya vivió una experiencia similar en la que salió indemne si bien perdió a su primer marido. Que la vida de un semejante merece cualquier sacrificio, particularmente si se trata de un menor de edad. Sucederá, sin embargo, que después de salvar muchas vidas doña Isabel se contagia del mal. El capitán de la Nao, su marido, junto a la moribunda, escucha su postrer deseo:
–Que su tumba sea el mar como la de todos los marinos del mundo, pero que sea precisamente el mar de Acapulco. Doña Isabel Barroso expira entre las manifestaciones de dolor del esposo y los habitantes de todo Acapulco, queriéndola y respetándola como a un auténtica santa.
No obstante que la autoridad portuaria de Acapulco mantiene vigente la prohibición de lanzar cadáveres a las aguas de la bahía, el viejo lobo de mar se dispone a cumplir los deseos de la mujer amada. Divulga entonces la falsa versión que doña Isabel había pedido tener como última morada la bahía de Zihuatanejo y que él se lo cumplirá.
Una multitud impresionante se aglomera en la playa Larga de Acapulco para despedir a su ángel salvador y les será por demás doloroso el trance de ver zarpar la nave que lleva los restos mortales. Hombres, mujeres y niños lloran desconsoladamente la muerte de la dama a la que debían la vida. Multitud misma que le dirán adiós a Chavelita agitando pañuelos blancos.
Antes de doblar hacia la Bocana, el capitán de la embarcación ordena aminorar la marcha. Toma él mismo el cuerpo amortajado de su mujer para lanzarlo a las aguas de la bahía. Lo hará subrepticiamente, por estribor, a efecto de ocultar la operación a los espectadores de la playa. Luego, abandona el puerto a toda vela, para no volver jamás.
Quienes estaban en el secreto lo divulgaron pasado el tiempo y a partir de entonces no faltarán los collares de cempazúchil flotando en las aguas de la bahía, como humilde ofrenda para la bienhechora Chavelita

Isabel Barreto

Gallega de origen, Doña Isabel Barreto se movía como pez en el agua en la corte española y más tarde en la peruana. Bailando quizás un minuet o un fandanguito en alguna recepción oficial conoce al almirante Álvaro de Mendaña y Neyra, con quien pronto contrae matrimonio para no separarse de él ni un minuto.
El marino español gozaba de fama de leal y valiente por haber descubierto para el virreinato de Perú las islas Salomón, en Oceanía, al este de Papua Nueva Guinea, país integrado por más de 990 islas de todos tamaños.
Don Álvaro adora a Doña Isabel y por ello está siempre dispuesto a cumplirle sus más exigentes caprichos. Uno de ellos será, con todo lo que implicaba entonces, acompañarlo en todos sus viajes por el Mar Pacífico. Atiende al mismo tiempo la sugerencia de la mujer de poblar con familias filipinas las islas Salomón, dando así trascendencia al descubrimiento.

A la mar

Tres embarcaciones al mando del bergantín San Jerónimo se hacen a la mar del puerto de Paita, Perú, bajo el mando del almirante Álvaro Mendaña. Lo acompaña su esposa Doña Isabel Barreto y varias familias reclutadas por ella misma para poblar las islas descubiertas por su marido. Por un error del piloto el convoy no arriba a las Salomón sino a otras deshabitadas. El capitán desoye la propuesta de llamarlas Las Isabeles, en honor de la señora bautizándolas como Las Marquesas en honor de las hijas del virrey peruano.
Corregido el rumbo, los navegantes tocan a más tarde una de las mayores islas Salomón, a la que bautizan isla de la Santa Cruz. Aquí el capitán ordena el desembarco de las familias filipinas que poblarán aquellas inhóspitas latitudes. Pronto, al conocer que las islas vecinas están habitadas por caníbales feroces, se aborta el proyecto.
La situación de la expedición se hará insostenible cuando muera de malaria el propio almirante Álvaro de Mendaña y Neyra. Este, antes de morir, dicta sus últimos deseos y ellos son que su mujer sea gobernadora de las tierras descubiertas, almiranta de la expedición y heredera universal de todos sus bienes. Ello convierte a doña Isabel Barreto en la primera mujer en la historia con tal grado naval.
Entonces Doña Isabel Barreto deberá hacerse cargo del mando de la expedición. Decidida y valerosa, la mujer sabrá esconder su profundo dolor para trasmitir confianza y optimismo a sus hombres y lograr así un exitoso viaje de regreso.
Durante la travesía de retorno a las Filipinas, sólo la férrea voluntad de aquella mujer podrá lograr la sobrevivencia de las víctimas de tan desastrosa aventura. A su llegada a Manila, el 11 de febrero de 1596, el San Jerónimo será recibido con salvas de honor.

Tierra salvajemente hermosa

La viuda de Mendaña se retirará del mundanal ruido guardando riguroso luto por su esposo. Un día, atraída por el rebato de campanas y el alboroto en general de la población, acude a la bahía de Manila para presenciar el arribo de la Nao de Acapulco. Se extasía admirando el bagaje de la nave: loza de Guadalajara, sarapes de Saltillo, cochinilla de Oaxaca y caballos norteños entre muchas cosas más. Cuando se retira del lugar escucha que alguien la llama con insistencia. Es el capitán de la embarcación, conocido de ella por ser primo del almirante Mendaña.
Y sucede lo que tenía que suceder. No corren siquiera las amonestaciones cuando la pareja santifica su unión ante el altar. ¿Un sitio para una nueva vida?. Ella propone Perú pero él ofrece una opción diferente.
–Donde tú quieras, amado mío, estoy presta a obedecerte–, acepta extrañamente humilde la mujer.
–Iremos, le informa aquél, a una tierra de belleza incomparable, de mar y cielo azul, que nos servirá para olvidar las vicisitudes de una vida plagada de penas. Es la costa fresca y exuberante de Anáhuac, tierra feraz y salvajemente hermosa, ideal para fincar nuestro hogar y vivir para siempre nuestra felicidad…
Doña Isabel Barreto y su esposo llegan a Acapulco a mediados de 1597 y se instalan en una casita pintada de blanco, frente a la bahía de mar azul.