EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Acapulqueñas 10

Anituy Rebolledo Ayerdi

Agosto 25, 2016

Los pasantes

Autorizado el Colegio Acapulco para impartir únicamente instrucción primaria, su director Felipe del Valle Garzón se las ingenia para ofrecer cursos superiores. Los llama “pasantías” por tener nociones tanto de secundaria como de preparatoria. Una oportunidad excepcional para buena parte de los jóvenes del puerto, sentenciados a la elementalidad porque para superarla debían salir de la ínsula llamada Acapulco. Un privilegio exclusivo de las familias hispanas.
“Pasante” del colegio Acapulco, Concha Hudson Batani recuerda a sus compañeras de “cuadro de honor” durante los cursos de 1925. (Del Acapulco de antes).
“Las materias que llevábamos en primer año ‘superior’ eran lengua nacional, aritmética, álgebra, geometría, ciencias físicas y naturales, historia e instrucción cívica. También, geografía, caligrafía, dibujo, trabajos manuales, gimnasia y canto. Las materias de la ‘pasantía’ eran gramática castellana, álgebra, retórica y poética además de teneduría de libros”.
Primer año: Ángela Aguilera, Marta Pangburn y Carmen Leyva.
Segundo año: Leonila Sthe-pens, Margarita Adame, Berta Pangburn, Rosario Arjona, Teresa Argudín, María Huerta, Teresa Valencia, Rebeca Olivar, Jovita Muñúzuri, y Carmen Soberanis.
Tercer año: Orfelina García, Esperanza Tellechea, María Lo-zano, Catania Adame, Julia Valle, Ignacia Torres, Leticia Córdova y Consuelo Orbe.
Cuarto año: Minerva Ander-son, Solfina Martínez, María So-telo, Ernestina Argudín, María Luisa Muñúzuri, Ernestina Aguilar, Petra Rojas, Crisantema Estrada, Aurora Leyva, Felicidad de los Santos, María Valverde, Josefina y Celia Medina, Eloísa Pangburn, Flavia Mariscal, Luz Vargas y Manuela Rojas.
Pasantes: Concha Hudson, Na-chita Gastelum, Stella Acosta, Ire-ne Leyva, Justa Escudero, Teresa Escudero, Natividad Campos y Conchita Campos. Habilitada como profesora, ésta llegará a ser la maestra más querida del plantel.

La Federal 22

El domingo 3 de septiembre de 1953, luego de una semana de lluvias intensas, la tierra tiembla causando el colapso de los muros de la Escuela Secundaria Federal número 22, en Quebrada y Madero. El movimiento afecta directamente los talleres de carpintería, si bien toda la estructura queda sentida. Una nueva sacudida la noche de El Grito ocasiona más derrumbes y una tercera durante la madrugada del 17 convertirá en cascajo el inmueble. Había sido construido por la familia estadunidense Link, para establecer en 1856 su Botica Aca-pulco, establecimiento comercial cerrado hace apenas dos años en la calle Carranza.
Un día –narra el cronista Ro-sendo Pintos Carballo–, se presenta ante aquellas ruinas el secretario de Educación Pública, José Ángel Ceniceros, acompañado por el alcalde Donato Miranda Fonseca. Los recibe un grupo de jóvenes enarbolando mantas cuyos textos demandan con urgencia un nuevo plantel. “Exigimos la pronta construcción de nuestra secundaria”, reza una exhibida por un grupo de muchachas que visten el uniforme escolar. El secretario Ceniceros sube a un promontorio de cascajo para lanzar una advertencia: “El gobierno del señor presidente Ruiz Cortines no necesita ¡que se le exija!, porque conoce y sabe cumplir con sus obligaciones”, proclama con voz aguda, visiblemente irritado.
Como las chicas de la manta lo miran como queriéndole decirle “pinche viejo guango,” el político duranguense adopta enseguida la entonación de sacerdote en confesionario. “El interés del señor presidente es que ustedes no pierdan su año escolar. Yo por ello les ofrezco que su nuevo plantel estará listo en el menor tiempo posible. Quizás no sea en este mismo sitio porque, como ustedes ven, el suelo no es macizo. Pero se hará.” El “menor tiempo posible”, ofrecido por el secretario Ceniceros, se alargará más allá de tres años. Tiempo bien calculado para que fuera el propio Ruiz Cortines quien inaugurara el plantel, ahora con el número Uno.
La manta del enojo fue presentada por las secundarianas Martha Durán, Olga Navarrete, Martha Rodríguez Rábago, Leticia Pineda, Elvira Oscós, Martina Roque, Vir-ginia Hurtado, Mercedes Vanmee-ter, Cristina Cristerna, Violeta Zú-ñiga, Evelia Alcaraz, Tere Pintos, Elia Rita Vega, Emma Graef, Margarita Gallardo, Isabel Peraza, Zolia Díaz, Analey Flores, Martha Bermúdez, Alina Dominicis, Es-peranza Ariza, María Antonieta Granados, Irma Carranza, Manue-la Roque, Toñita Bello, Minerva Escobar, María Elena Castañeda, Yolanda Sierra, Sonia Ramírez, Ruth Loranca, Lucina Navarrete, Adelita Sadala y Carmelita Sosa.

Lavanderas

Las lavanderas constituyen sin duda uno de los gremios laborales más antiguos del puerto. Mujeres con trayectoria y solvencia irreprochables y por ello dignas de confianza por parte de las familias a las que servían. La dura tarea se iniciaba con la recepción domiciliaria de la ropa a lavar, alguna a despercudir. Contenida en voluminosos y pesados envoltorios debían cargarla sobre la cabeza hasta los sitios donde practicaban su oficio. Algunos: el río de La Fábrica, Manzanillo, Los Naran-jos, El Venado, Las Marañonas, El Pasito, El Chorrillo, La Pocita, El Pozo de la Nación, Los Tepetates y El Pozo del Rey.
La relación entre el medio ambiente, el trabajo y la identidad de género fomentarán la creación de escenarios liberadores. Ámbi-tos en los que las acapulqueñas sellarán lazos de amistad y solidaridad decidiendo entonces unirse gremialmente. Por los años 30, las lavanderas cobraban 25 centavos la docena de ropa en general, sábanas y colchas aparte. Cincuenta centavos la planchada.

El Telegrama

Pronto, un buen número de lavanderas quedarán incorporadas a la Unión Fraternal de Mujeres Trabajadoras de Acapulco, dirigida por doña María de la O. Ellas se darán su propio liderazgo encarnado en la persona de doña Francisca Chica Cárdenas, de La Candelaria, madre de Emeterio Deloya Cárdenas, líder de lancheros de la CROM. La esposa de este, Carmen Cortés, asumirá el liderazgo cuando doña Chica falte. Lavanderas proclamaban harto amor por el terruño y por ello siempre dispuestas a defenderlo de los “zopilotes fuereños”. Tal será el caso de un telegrama dirigido al presidente Manuel Ávila Camacho:
“Denunciamos ante usted a la Compañía Fraccionadora Eureka, manejada por el gachupín Manuel Suárez; al fraccionamiento Mozimba, cuyo encargado es un tal Iturbe; a los fraccionamientos Las Playas y El Farallón, cuyo encargado es un individuo de apellido Azcárraga, que maneja un tal “Chombo” de nacionalidad Yanki y otros fraccionamientos que están siendo explotados por extranjeros”.
(El Azcárraga del telegrama no era otro que Emilio Azcárraga Milmo, operador entonces de las relaciones del general Juan Andrew Almazán, propietario del hotel Papagayo. Se conocerá entonces que el futuro zar de la radio y la televisión habría bautizado la hospedería con el nombre del pajarraco, eliminado los antiguos Hornos y Anáhuac. El tal Iturbe era José, uno de los dueños del fraccionamiento Mozimba y por lo que hacía “al tal Chombo”, se trataba del europeo Wolf Schoemborn, fraccionador con Albert Pullen de la península de Las Playas).
(El señor Lobo, a propósito, donará más tarde al gobierno de Rubén Figueroa Figueroa su selvática residencia La Escondida, en plena Costera. En ella se instalará la Casa de Cultura de Acapulco, que, ¡oh, sorpresa!, hasta hoy nadie ha osado vender. Un gesto, debe decirse, altruista, pero no desinteresado. Y es que en reciprocidad, Chombo obtendrá los permisos para construir sus moles de concreto sobre la playa).

La bandera rojinegra

Narra el cronista Enrique Díaz Clavel que durante un desfile del 18 de marzo, conmemorativo de la Expropiación Petrolera, doña Chica Cárdenas encabezaba a sus lavanderas portando orgullosa la bandera rojinegra. Que al pasar por la cervecería La Bavaria, en pleno zócalo, un capitán de la guarnición local se levanta de su mesa y dando grandes voces se dirige hacia doña Chica. Le arrebata el lienzo bicolor arrojándolo al piso para pisotearlo con furia, al tiempo que grita: ¡comunistas traidores, hijos de la chingada, no los dejaremos pasar!”.
La ira y el frenesí patriótico del militar es aprovechado por el dirigente obrero Lucas Ventura León para desarmarlo, ello en previsión de que pudiera hacer uso del arma. Será justamente lo que haga el capitán, echarse mano a la funda vacía, cuando lleguen en auxilio de doña Chica su hijo Artemio y la plana mayor de la CROM. “Entonces el puto tomará las de Villadiego para perderse entre aquel ‘gentillal’, contaba la señora Cárdenas”.
Vendrán más tarde los argumentos en el sentido de que el lienzo rojinegro (negro, anarquismo, rojo socialismo) era el símbolo del movimiento obrero y no únicamente de un partido. Con todo, el jefe castrense del puerto sostendrá su prohibición para que tal estandarte sea exhibido en público ¡o ya saben, cabrones!
Doña Juana Valle

Fue doña Juana Valle viuda de Walton, acapulqueña venida de San Jeronimito, una dama generosa que aprovechó la existencia de un pozo profundo en su terreno, casi a la orilla de la playa Manzanillo, para instalar unos lavaderos públicos. Los dedicará a las muchas lavanderas operando en aquella zona de la ciudad. Si bien el área pública subsiste hoy mismo sobre la Costera, junto al hotel Walton, en aquellos tiempos eran manglares con vegetación cerrada de muy difícil acceso.
Doña Juana aprovechaba que su hijo Raúl llegaba cargado con pescados y mariscos, obtenidos con su lancha Diamante para ofrecer grandes comelitones a aquellas mujeres y sus hijos. La señora Valle estuvo casada con don Hermilo Walton, carpintero de ribera en Tambuco, hijo de Ludwig Walton, un trotamundos oriundo de Hamburgo, Alemania. Abuela del ex alcalde Luis Walton Aburto, doña Juana había nacido en 1890 y vivirá hasta 1991.
A partir de la mitad del siglo XX, los alcaldes del puerto satisficieron las demandas de lavaderos. Los construirán dotados con servicio de agua corriente y por tanto sin necesidad de tener cercanas fuentes hídricas. Las lavanderas modernas serán tan bravas defensoras de sus lavaderos como lo fueron las de antes. Si no pregúntele a Lilia Solís Hernández, Victoria Tapia García, Celia Martínez Baños y María Barrios González.

Temerarias

Maura Bello, del barrio de La Pocita, quien vende por las noches tacos y tostadas en el atrio de la Soledad, está frente al jefe de la Guarnición Militar de Acapulco. Le solicita su autorización para levantar los cadáveres de los hermanos Escudero Re-guera –Juan, Francisco y Felipe–, acribillados por la tropa en el Aguacatillo. Una vez obtenido el documento, Maura pasa por su hermana Isabel, por María de la O y por Carmen Galeana (comadre de Juan). El cuarteto monta a un camión de redilas prestado por don Rodolfo Ponce. Antes de cumplir su misión y en previsión de que algo pudiera pasarles en el camino, las mujeres recorren el centro de la ciudad alertando a la población sobre lo que ha pasado e informando con grandes voces que se dirigen a levantar los cuerpos.
En el Aguacatillo, ante los tres cuerpos inermes, las mujeres se percatan con viva emoción que Juan todavía respira. Lo suben al camión rogando a Dios que se salve. Hacen lo mismo con los cuerpos inanimados de Francisco y Felipe ordenando al chofer meterle el fierro para llegar a tiempo con el doctor Gómez Arroyo. Éste y el estadunidense Harry Pangburn, a propósito, habían salvado la vida del líder víctima de un atentado que lo dejará hemipléjico. También serán mujeres las que lo escondan de sus agresores: Chepina Añorve, su leal compañera, y Sofía Yebale, La Vecina. Volviendo al paredón, las cuatro damas atienden al herido pero nada pueden hacer por él porque expira al llegar al Raicero. Eran las siete de la tarde del 21 de diciembre (1923), recordaba Maura con los ojos anegados.
Perdón, ¿y los machos acapulqueños?, una pregunta que atenazará conciencias por mucho tiempo.

“Desnudas de carnes”

Luego de desembarcar de la Nao de Manila, el fraile dominico irlandés Tomás Gage se dirige directamente a la parroquia de N.S. de la Soledad. Todo el fervor con el que agradece al santísimo haber llegado con bien, se torna de pronto en sorpresa, escándalo. Cuando observe que las muchas mujeres negras y mulatas en oración están “desnudas de carnes”. Lo detalla en su libro Los viajes de Tomás Gage en la Nueva España:
“Cúbrense los pechos desnudos, negros, morenos, con una pañoleta muy fina que se prenden en lo alto del cuello a guisa de rebocillo. Para salir de casa añaden a su atavío una mantilla de linón o cambray orlada con una randa muy ancha de encajes. Algunas la llevan en los hombros, otras en la cabeza, cuidando todas que no pase de la cintura y les impida lucir el talle esbelto y las caderas rotundas (¡Ave María purísima, fray Tomás!). El vestido y atavío de las negras y mulatas es tan lascivo, y sus ademanes y donaire tan embelesadores, que hay muchos españoles, aun entre los de primera clase, propensos de suyo a la lujuria que por ellas dejan a sus mujeres”.
Los viajes a la Nueva España y Los viajes de Chiapas a Gua-temala, de Gage, serán traducidos al español cuando el irlandés haya abjurado a la fe católica para adoptar la anglicana de su país. Razón suficiente para que se pongan en tela de juicio muchas de sus narraciones, ubicándolas entre fantasías y descripciones imaginativas. Estaría entre ellas su relato lascivo sobre el vestido y comportamiento de mujeres negras y mulatas en la parroquia de Acapulco.
La población de Acapulco en 1790, según Alejandro de Humboldt, estaba compuesta por 229 familias de las cuales nueve eran españolas, tres de naturales, cinco de chinos y el resto de “mulatos de todas castas”. Doce años más tarde, en 1802, cuando el sabio germano desembarque en el puerto, lo declarará “habitado casi exclusivamente por hombres de color”. (Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España).

El Club de Golf

Iniciamos esta entrega con un texto de Concha Hudson Batani (Del Acapulco de antes), y la terminamos con otro, relacionado con las acapulqueñas practicando el golf en el recién abierto club del puerto.
El campo, dice, empezó con 18 hoyos (hoy, menos diez) y fue recibido con entusiasmo por toda la población. De la ciudad de México fue traído el instructor Olin Dutra, quien inició a muchos y a muchas en este deporte. Entre ellas Carmen Vidales, Amparo Batani, Elo Pangburn, Elisa Bastani, Eva Castellanos, Julia Polín, Lola Martínez y la autora, por supuesto.
Lola Martínez era hija del general Miguel Z. Martínez, jefe militar a quien se acreditaba haber acabado, “a empujoncitos”, con la ola de terror que vivían Acapulco y ambas costas. El empujoncito se lo daban a los criminales llevados a los cantiles de la Frente del Diablo y no precisamente para que admiraran la puesta del sol. Recuerda la señora Hudson que Teddy Stauffer se refería a Miguel Z. Martínez como “mi general 7 martinis”.