Anituy Rebolledo Ayerdi
Noviembre 24, 2016
La China poblana
“China poblana”, no acapulqueña (¿como correspondía?), será el gentilicio aplicado a una princesa oriental llegada a este puerto a bordo de la Nao de Manila. Grande será la expectación y curiosidad despertada por aquella mujer entre los miles de asistentes a la Feria de Acapulco. Suceso anual en el que se exponían para su venta, en un mercado colorido y exótico, las “chinerías” traídas por la embarcación. Feria a la que Alejandro de Humboldt, el famoso cosmógrafo alemán, calificará durante su estancia aquí en 1808 como “la más importante del mundo”.
“Mirra” se llamaba la chiquilla de 17 años deslumbrante por su exótica belleza –rostro terso, aceitunado, y pelo trenzado–, y su vestido de vivos colores objeto de un auténtico clamoreo femenino. La camisa blanca ricamente bordada y con amplio escote y la falda ancha de lana carmesí adornada con franjas y lentejuelas. Gruesas trenzas ceñidas a la cabeza con un listón rojo y calzada con chinelas verdes. Los ojos rasgados de la dama permitirán aplicarle, no obstante ser indostana, el gentilicio de china. Lo aceptará sin ningún reparo la población oriental fija del puerto, compuesta entonces por 43 familias de aquella nacionalidad ocupadas en menesteres relacionados con el movimiento marítimo.
La princesa “Mirra” es raptada por piratas para cubrir un encargo del virrey de la Nueva España, Diego Carrillo y Pimentel de Gálvez, urgido de una sirvienta que no fuera respondona y que, además, tuviera derriere generoso que nalguear. Sucederá, sin embargo, que al llegar la mercancía a este puerto aparecerá un comprador que pague diez veces más que el virrey. No, pos sí: vendida a don Miguel Sosa con destino a la esclavitud doméstica. Un influyente adinerado de Puebla de los Ángeles, la capital del estado que siglos más tarde será gobernado por políticos raritos. A su muerte con más de ochenta años, Catalina de San Juan, como se llamó a “Mirra” bautizada por los jesuitas, será objeto de veneración en calidad de santa. La Inquisición se encargará de frenar con calor el carismático movimiento.
Panteón de San Francisco
Tres mujeres fueron las primeras habitantes del panteón de San Francisco, creado en 1602 por los franciscanos. Orden que más tarde (1606), construirá su propio convento atrás de la parroquia de N.S. de Los Reyes (luego de La Soledad). Mismo sitio donde se levantará más tarde la sede de los poderes municipales, de adobe y teja, hasta su destrucción por terremotos en 1950 Allí mismo se construirá un moderno palacio municipal, “El Redondel,” abandonado ocho trienios más tarde dizque porque “no había dónde estacionarse”. Torpe decisión que pondrá al parque Papagayo bajo la amenaza permanente de ser fagocitado por una hambrienta burocracia.
La primera cruz clavada en aquel osario piadoso corresponderá a la acapulqueña Paula Roberta Quirós Abarca, de seis meses, inhumada el 1 de febrero de 1860. Dos meses más tarde, el 9 de abril del mismo año, la madre tierra recogerá a doña Gertrudis Lerma, originaria de Rosario, Sinaloa, muerta aquí víctima de la malaria.
Don Jacinto Quirós y doña Susana Abarca, quienes apenas en febrero habían sepultado a Paula Roberta, regresan al osario seis meses más tarde, el 24 de octubre, esta vez para inhumar a su hijita mayor, Natalie Crispina, de 3 años, “10 meses 19 días”, según detalla la inscripción. Las crónicas no precisan las causas de la muerte de ambas menores. La desolada pareja no escatimará recursos para dar a sus angelitos un bello y duradero sepulcro. Lo encargan a la casa italiana de Carlos Bonfigli, de auténtico y sobrio mármol de Carrara. Y allí está.
Muerte ante el altar
La parroquia de La Soledad luce aquel domingo ricamente adornada con flores frescas, destacando las violetas y las azucenas. El ornato anuncia boda y sí, en efecto, se casan Lucía y Jacinto. “Hace mucho calor, pero un poco menos que en el infierno”, cuchichea una dama sudorosa. Lo corrobora la concurrencia abanicándose vigorosamente en espera de la novia. Llega, finalmente, luciendo hermosa y sonriente. El novio la espera junto al altar mayor. El organista ejecuta la marcha nupcial. Lucía empieza a caminar por el pasillo central. La acompaña un tío en ausencia del padre.
Cuando a Lucía le falten solo algunos pasos para llegar al altar mayor, detiene abruptamente su marcha. Se suelta de su pareja y abandona el ramo para desplomarse en medio de un estertor de muerte. (“Cayó súpita”, dirán las crónicas verbales). Jacinto y todas las mujeres de ambas familias corren en su auxilio. Nada podrán hacer por ella. El médico adjudicará el deceso al cólera morbus; las beatas a la canícula: “la pobre murió de la emoción y del calor”, sentenciarán. Será de época el epitafio en la tumba de Lucía, en el cementerio de San Francisco, por supuesto:
Llegaba al altar, feliz esposa
Ahí la hirió la muerte
Aquí reposa.
Escuela para niñas
El alcalde Ángel Moncada inaugura en 1868 la primera escuela oficial para niñas acapulqueñas. La dirige la maestra fuereña Hipólita Orendain de Medina. Alberga a la institución una casa de la calle 5 de Mayo, alquilada por el Ayuntamiento a don Alberto Martínez. “Si cae pronto algo de dinerito les haremos su escuelita”, ofrece don Ángel. Nunca caerá, por supuesto.
La maestra Orendain asombrará a las madres de sus “chicuelas”, como llamaba a sus alumnas, por su deslumbrante inteligencia y la avanzada actualización de sus conocimientos. Particularmente la ocasión en que las menores lleguen a sus casas entusiasmadas hablando de personajes extraños. Una niña llamada Alicia, un ratón blanco, una oruga azul, una reina de corazones y un gato bocón.
Intrigadas, no faltarán matronas que acudan a la escuela para indagar el origen de tales personajes, no fuera que se tratara de malas influencias. Recomendar de paso a la profa dedicarse al abecedario y a las tablas, dejándose de zarandajas. Ninguna de aquellas acapulqueñas caerá en cuenta que la señora Orendain leía a sus hijas el libro Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll. Y por supuesto que no, por la sencilla razón de que el cuento se había publicado en Inglaterra apenas tres años atrás.
Bodas de sangre
Levantada en 1634 por el sargento de milicias Francisco Rincón, la primera capilla católica de Acapulco estuvo dedicada a San José. Destruida una y otra vez por los sismos, en 1819 se optará por cambiar el adobe por la piedra y la teja por lámina de cinc. “Sea dicho con perdón de Jesús y María santísima”, los temblores ahora nos la persignarán”, confiará el cura párroco del templo.
Cercana al fuerte de San Diego, el templo de San José será utilizado en 1864 como hospital por los invasores franceses. Más tarde, abandonada por la jerarquía católica en señal de protesta por las Leyes de Reforma, la compra doblón por doblón el judío estadunidense Henry Kastan. Un personaje siniestro ligado a las grandes transacciones inmobiliarias de Acapulco y otros lugares. A don Juan Álvarez, por ejemplo, le compra en 20 mil pesos la hacienda de San Marcos, habitada por la tribu Yope, y la posteriormente se la vende a don Porfirio Díaz en 82 mil 500 pesos. (No pos sí, desdendenantes).
Y así llega la noche del 26 de enero de 1875. La capilla de San José luce engalanada con sencillez para la celebración de una boda. Se casan Zenaida Díaz –católica, piel canela, ojos glaucos, hermosa–, con el gringo protestante Jimmy Morrison –“güero cagaleche”, risueño, envidiado por todos por llevarse a una acapulqueña linda–. Ofician los pastores Procopio C. Díaz, Jacobo Olimento y Alejandro Carmona. La concurrencia es nutrida y alegre. Cuando el pastor pronuncia aquello de los declaro marido y mujer da comienzo la hecatombe. Un grupo de hombres armados con machetes y garrotes penetra violentamente al templo lanzando alaridos demenciales –“¡Viva Cristo rey, muera lucifer!”–, mientras ataca ferozmente a la concurrencia.
La matanza
“Cirilo de un machetazo le arrancó la cabeza al novio, otro indígena le partió la cabeza a uno de los pastores y otro más abrió en canal a la novia. El resto de la turba se dedicó a machetear a los feligreses. (Memoria de Acapulco, Liquidano -Tabares).
Cirilo Valdez era el jefe de una poderosa gavilla integrada por indígenas de las localidades cercanas de Carabalí y Santa Cruz, asolando impunemente la región. Se decía que el criminal no solo contaba con las simpatías del gobernador Diego Álvarez, hijo de Don Juan, sino que estaba a su servicio para desbrozarle el camino. No se estilaban entonces los boletines de prensa y por ello el mandatario no podrá declararse ajeno a los hechos.
La masacre no continuó por la oportuna intervención de Pancho Mejía, comandante de la policía municipal, auxiliado por al tropa acantonada en el fuerte de San Diego. Mejía reporta la muerte de 14 personas con heridas de machete y entre ellas, como se anota, la novia, el novio y el pastor. Además de 15 lesionados con armas similares, dos de los cuales fallecieron más tarde. De acuerdo con la misma versión, los agresores ordenaron a su llegada mantener encendidas las velas y veladores seguramente para actuar a sus anchas. Por ello cuando un niño de unos 12 años intente apagar la suya, uno de aquellas bestias le cercenará de un tajo la mano derecha. Las investigaciones se iniciaron desde el primer momento. Continúa…
La prensa citadina
Los periódicos de la época, Siglo XIX, El Monitor Republicano y La Voz de México, editados todos en la ciudad de México, dieron versiones del suceso con base en la información oficial.
“A las ocho y quince de la noche (no en la mañana como apuntan las crónicas locales) más de doscientas personas irrumpieron violentamente en la capilla de San José, de la iglesia presbiteriana, y del violento saldo informa el comandante de la policía (Francisco) Mejía en un comunicado que remite el ministro de guerra.
Informa que “fue alterado el orden en la población por un ataque que gente del pueblo, armada de machetes y rifles, hizo al templo evangélico”. Relata que tras realizar las diligencias correspondientes “se recogieron cinco muertos y once heridos” Entre los primeros estaba Henry Morris (Jimmy Morrison en la versión porteña), respetable caballero con residencia en Boston, que deja una viuda y varios hijos”. Documentos de la iglesia presbiteriana contabilizarán más tarde un total de 15 muertos en lugar de los cinco oficiales, seguramente heridos en el acto que luego fallecieron.
La ceremonia sería oficiada por el misionero americano Merril Hutchinson, pero al ser reportado enfermo lo suple el pastor Procopio C. Díaz (Alejandro Carmona en la versión local). La esposa de Procopio, dice un testigo, lo defiende de sus agresores disparando una pistola que saca de su “tirincha”. Mata a uno y hiere a otro. Procopio, no obstante, recibe catorce machetazos, dos de ellos en la frente, perdiendo además los dedos segundo y tercero de la mano derecha”. El pastor dado aquí por muerto sobrevivirá 20 años sirviendo a su iglesia.
A partir de entonces, la capilla de San José será utilizada como bodega hasta ser demolida en 1936, para dar paso al primer palacio federal de Acapulco.