EL-SUR

Jueves 18 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Acapulqueñas 9

Anituy Rebolledo Ayerdi

Agosto 18, 2016

Precursoras turísticas

Con la concesión monopólica otorgada a Acapulco por el rey de España para comerciar con Filipinas a través de la Nao de Manila (Nao de Acapulco cuando arribaba a Manila), se inicia aquí el turismo. Un fenómeno intrascendente en sus inicios, pero espectacular e insólito con los siglos. La hospitalidad individual se constreñirá entonces al uso de habitaciones particulares, atendidas necesariamente por las propias amas de casa. La necesidad creará poco más tarde los mesones. Estancias soportables sólo por la necesidad lúdica o económica de participar en la Feria de Acapulco, entre enero y febrero de cada año. Misma feria a la que el barón de Humboldt calificará como “la más famosa del mundo”. Serán pues acapulqueñas las precursoras del hospedaje en Acapulco.
A mediados del siglo XIX, ya formalizadas como casas dedicadas al hospedaje, serán damas las que atiendan, por ejemplo, el mesón de las Mamitas González en pleno corazón de la ciudad (hotel Alta Vista). Sitio del que, por cierto, salió el general Vicente Guerrero para abordar el bergantín Colombo, surto en la bahía, invitado por su capitán Francisco Picaluga “a tomar la sopa”. El genovés, como se sabe, lo entregará a sus enemigos a cambio de 50 mil pesos, entre ellos el integérrimo general Nicolás Bravo. Otro huésped de ese mesón fue el poblano Ignacio Comonfort, desempeñándose aquí como administrador de la Aduana Marítima. El presidente Santa Anna lo echará del puesto acusándolo de corrupción. El se defenderá argumentando que por sus simpatías con el Plan de Ayutla.

Anita López

Cuatro años después de abierta la ruta México-Acapulco, en 1931, Anita López se hace cargo aquí por arrendamiento de la casa de huéspedes La Colimense, en la calle Emilio Carranza, de adobe y teja con cuatro cuartos de alquiler. Pasados diez años Anita mudará La Colimense a instalaciones propias en La Paz y Arteaga (Azueta), con seis habitaciones. La dama se irá a radicar al país del norte dejando el establecimiento a su sobrino José Ché Camargo, quien lo convertirá en el hotel California.

Doña Balvina

Otra acapulqueña precursora de la hospitalidad fue doña Balvina Alarcón de Villalvazo, madre de dos alcaldes de Acapulco, Efrén (1936 y 1955) y Alfonso (1960), creadora del hotel Jardín en la calle de La Quebrada. Antes ubicado en media manzana de las calles Hidalgo, Juárez, La Paz e Iglesias, y vendido a don Alfonso Sáyago, quien le dará el nombre de Monterrey. En esa misma arteria, las hermanas Chucha y Flavia Mariscal atendieron el hotel Mariscal. Ellas fueron hijas del general atoyaquense Silvestre Mariscal, el mismo que cuando gobernador de Guerrero, designado por el presidente Carranza, asentó en Acapulco los poderes estatales.
También en la calle de La Quebrada operó la casa de huéspedes La Costeña, atendida por doña Adolfina Carvallo de Pintos, esposa de don Rosendo Pintos Lacunza, ex alcalde, cronista y fundador de instituciones de cultura como la biblioteca del fuerte de San Diego y la Dr. Alfonso G. Alarcón. Otros centros de hospedaje atendidos por acapulqueñas fueron la Casa Pachita y la Casa María Antonieta.
Rosita Salas

Rosita Salas será otra acapulqueña pionera del turismo. Ella atenderá el hotel El Faro, en plena plazoleta de La Quebrada, adquirido con el retiro de toda una vida de trabajo en el hotel El Mirador. Las propias autoridades de Conciliación y Arbitraje calificaron la indemnización como “miserable” pero ella, en cambio, se manifestará contenta y agradecida.
Rosita, la más pequeña de una familia de ocho hermanos dedicados en Tres Palos a la agricultura y a la pesca, será la primera de ellos en enfrentar la gran ciudad. Su primera oportunidad laboral se la brinda doña Balbina Alarcón de Villalvazo, en la cocina del hotel Jardín. Pronto, los colores y sabores de su arte culinario costeño la llevarán al propio hotel Mirador. Aquí, el modo de ser de la señora Salas Salinas, afable y solidario, le ganará cariño y admiración tanto de sus compañeros de trabajo como de sus jefes.
Pronto la humilde trespaleña” alcanzará una jerarquía laboral insospechada convirtiéndose en el brazo derecho de don Carlos Barnard, el creador de la hospedería, situación que aprovechará para apoyar a sus compañeros de trabajo. Ella se encargaba de atender a los personajes nacionales y extranjeros que llegaban al Mirador. Su nombre figuraba en las agendas de los políticos en turno, entre ellos el ex presidente Miguel Alemán, cuyas felicitaciones nunca faltaron en fechas memorables. Su amistad con Ramón Beteta, por ejemplo, embajador de México en Italia, le facilitará que Beto Salas, su hijo único, estudie gastronomía en aquel país. El político había sido secretario de Hacienda del presidente Alemán y finalmente director del diario Novedades.
Henry Kissinger, secretario de estado de los presidentes estadunidenses Nixon y Ford acompañó al licenciado Miguel Alemán Velasco a la entrega de un premio al mérito turístico denominado “Miguel Alemán Valdés”. Premio otorgado por el grupo Amigos de Amigos a Rosita Salas Salinas por sus aportaciones al prestigio turístico de Acapulco. El político germano estadunidense recordó las muchas atenciones recibidas por la homenajeada durante las visitas de su familia al puerto.

Teddy Stauffer

Un gesto entrañable de amistad y lealtad por parte de Rosita Salas será puesto al descubierto por un grupo de periodistas, sus amigos, al que ella negará cualquier mérito. Visitaba diariamente a Teddy Stauffer, el “jefe”, como ella le llamaba, viviendo enclaustrado una desesperante soledad y un aniquilante abandono. No eran por cierto visitas de cortesía. Rosita le llevaba de comer al músico suizo gozando, a guisa de blasón nobiliario, el título de “Mister Acapulco”. La dama usaba una antigua portaviandas de peltre azul con cuatro compartimientos, entendido que en el primero debían colocarse brazas ardientes para calentar los alimentos.
Teddy Stauffer, el mismo creador de las “carreras de tortugas”, laborando entonces en el hotel Casa-blanca, un poderoso atractivo turístico con apuestas bajo la mesa. Lo fue también del cabaret La Perla del hotel Mirador, sobre el que se ha dicho todo y bien. Fue también su idea la discoteca Tequila a Go Go, la primera en America Latina y finalmente el hotel Villa Vera, un novedoso concepto en materia de esparcimiento, recién reabierto, por cierto.
Con todo, más que admirar a Teddy por sus logros turísticos, la envidia masculina será odiosa por causa de sus conquistas sentimentales. Faith Domengue, una joven estrella jolibudense nada interesada, eso sí, al grado de mandar a volar a su descubridor Howard Hughes por ir tras el rubio director de orquesta. Luego de ver desnuda a Heddy Lammar en la película Ectasy, de los años 40, Teddy pide a la actriz austriaca que sea su mujer. Ella acepta, pero con una condición: que pase un examen psiquiátrico que le hará su propio doctor. Teddy los pasa y entonces la pareja fincará su hogar en Acapulco, ella con dos hijos pequeños. Una buen día, pasados nueve meses de la unión, Heddy anuncia a Teddy “que se van, que esto es el infierno, que los niños no soportan el calor, los moscos y tampoco la comida y que por lo que hace a ella se muere de aburrimiento”.
La tercera esposa de Stauffer fue Nekel Brown sin relación ninguna con Jólibut, simplemente hija de un millonario neoyokino con planes para el yerno. El músico rubicundo conoce a Ute Weller a bordo de un avión de American Airways, con destino a España. El flechazo se dispara cuando ella, sobrecargo, le ofrece algo de beber. Apenas aterrizan contraen matrimonio. Divor-ciados un año y medio más tarde, la germana atenderá su propio negocito en un hotel del puerto. Quinta al bat, Patricia Morgan romperá record con cinco años de unión. Le dará a Teddy su única hija, Melinda, la niña de sus ojos.
Sobre el mismo tema. Se filma aquí en 1947 la La Dama de Sanghai, actuada y dirigida por Orson Welles y su esposa Rita Hayworth como protagonista principal. Apenas terminado el rodaje, la dama desaparece dando pábulo a chismes y chismarajos. Que si la echaron al mar que si esto que si “l’otro”. ¡Falacias! Las acapulqueñas al servicio de la producción, particularmente de la actriz, revelarán que “la seño Rita se julló a España con don Teddy”. Orson, el marido cornupeta, no dirá ni pío. El había hecho lo mismo al dejar a Dolores del Río, su mujer, por la rubia Rita.

La Perla

Julieta Méndez López no era acapulqueña sino ometepequense y costurera. Se embarca hacia este puerto en busca de su primo y paisano don Manuel López, a la sazón alcalde de Acapulco. Este le facilita un terrenito para instalar su taller de costura. Se localiza frente a la playa Hornitos, en la bajada del “Castillo” (como se le conocía entonces al fuerte de San Diego). Por mera intuición, Gloria construye, además de su taller, 4 cuartos de alquiler para turistas que al rato sumarán dieciocho. Con ayuda de su hermana Adela, la emprendedora le aumenta al inmueble un segundo piso para completar 42 habitaciones. El hotel llevará necesariamente su nombre “Villa Julieta”.
El hotel Villa Julieta recibe en 1945 a los actores y técnicos que vienen a filmar aquí la película La Perla, dirigida por Emilio Indio Fernández, con las actuaciones estelares de Pedro Armendáriz y María Elena Marqués. El guión de la cinta está basado en un texto del novelista estadunidense John Stainbeck, premio Nobel de Literatura en 1962. Hoy, La Perla se ubica en el número 80 de Las cien mejores películas mexicanas de todos los tiempos. Otros actores y actrices: Fernando Wagner, Charles Rooner, Max Langler, Beatriz Ramos, Columba Domínguez y Alfonso Bedoya. Y el incesante, dolorosísimo llanto de un bebé picado por alacrán.

Tarzán y las Sirenas

Dos años más tarde, o sea, en 1947, Acapulco se conmueve con el anuncio de que será escenario de la película Tarzán y las Sirenas, la décimo tercera cinta de la saga y con la que Johnny Weismuller anunciará su retiro como el “hombre mono”. Las emociones de los acapulqueños de disparan al saber que ganarían “ojos de gringa”, como se llamaba aquí a los dólares, por salir junto a Tarzán, nunca Tarzan. Un dólar se cambiaba entonces por cuatro pesos con 85 centavos. ¡Un dineral!
El casting y contratación de extras se lleva a cabo en el hotel Las Hamacas, donde personal de la producción señala quien sí y quien no. Y es que se trataba de representar a los aquátidos, habitantes de la isla Aquatania regida por Balú, un dios arrecho ávido de vírgenes. La trama versa precisamente sobre el rescate de una mujercita raptada para bajar las calenturas de Balú (en realidad un hombre blanco disfrazado). Las acapulqueñas serán seleccionadas todas por bellas, la tez de las güeras será escondida con betún.
Carlota Cota Lobato, Adalilia López, Raquel Güera Fox, Amalia Hernández, Alicia y Leonor del Río, Mercedes “China” Rivera (mi madrinita); Ramona García Guillén, Lambertina Abarca y Nancy Chavelas. También bellas y estáticas adolescentes: Ana Luis Peluffo, Lilia Prado, Magda Guzmán y Silvia Derbez. Sólo doña Andrea Palma y Gustavo Rojo tendrán roles estelares.

La Güera Leandra

Vendedora callejera de “pan de mujer”, lo que ello quisiera decir, la acapulqueña Leandra Oliver alcanzará a principios del siglo XX el estatus de heroína civil de Acapulco. Su arrojo durante el incendio que consumió el Teatro Flores (14 de febrero de 1909) con saldo de 300 personas carbonizadas, fue para ella “algo que no pensó”. “Si lo hubiera pensado tantito, ¡madres que me meto a la quemazón!”, solía comentar para lugar lanzar una alegre carcajada.
“Con desconcertante sangre fría –escribe el Cronista don José Manuel López Victoria–, la Güera Leandra se dedicó a salvar vidas. Rompió la tela de alambre de la galería para que por el boquete pudieran escapar muchas personas atrapadas, especialmente menores de edad”.
No fueron pocos, seguramente, los acapulqueños empeñados en salvar vidas aquella noche infernal. No obstante, las crónicas de la hecatombe destacan únicamente dos presencias heroicas en la quemazón, la de la Güera Leandra y la de Fructuoso Tocho Tabares, dueño de la casa de madera vecina del teatro, en la calle Independencia.
Sin descansar un solo minuto, Leandra Oliver marchará al día siguiente detrás de las carretas cargadas con despojos humantes. Los acompañará rezando hasta que sean depositados en una enorme fosa común en panteón de San Francisco. “A un alma sin acompañamiento y sin rezos se le dificulta la entrada al cielo”, sostenía la acapulqueña.
Un obelisco en el cementerio de la avenida Pie de la Cuesta, siempre pintado de blanco, recuerda aquella hecatombe.

La Cruz Roja

La delegación de la Cruz Roja en Acapulco se funda en abril de 1938 por iniciativa del Club Rotarios de Acapulco y su presidente Marcelino Miaja, empresario hispano. Entusiasmado, el médico Felipe Valencia ofrece su consultorio en 5 de Mayo para atender las emergencias y así empieza a funcionar aquí la institución internacional creada en 1859 por el suizo Henry Dunant.
Fue durante la elección de la primera mesa directiva de la Cruz Roja, celebrada en el propio consultorio de Valencia, cuando alguien llama la atención sobre la ausencia de mujeres en los puestos de dirección. Se decidirá entonces la integración de un comité auxiliar de damas que participen activamente en el sostenimiento de la institución. La convocatoria será atendida por muchas acapulqueñas, particularmente “rotarias”:
Irene Villalvazo (presidenta); Leticia F. de Fernández (vicepresidenta); Emilia L. de García (secretaria) y Ma. de Jesús Muñúzuri (tesorera). Vocales: Leticia G de Casís, Victoria C. de Tejado, Ana María vda. de Fernández , Carmen S. de Martino, Stela S. de Álvarez, Carmen R. de Álvarez, Crisantema E. de Montano, Nicolasa S. de Hudson, Rosa Muñúzuri, Caridad E. de Pardillo, Elena G de Pardillo, Ernestina E. de Barrera, Carmen E. de Pineda y la poeta Chachá Serrano.
Las acciones entusiastas de estas acapulqueñas y la solidaridad de la población harán posible en 1942 una recaudación de 35 mil pesos, suficientes para construir la sede de la Cruz Roja en la esquina de Independencia y Quebrada. Estará en servicio hasta 1988.
El cuerpo de enfermeras y practicantes estuvo integrado por María Beayen, Lucila Herrera y Amparo Gil.

La Ñeca Torres

Adelina Torres era tan hermosa que desde niña se ganó el mote de La Muñeca. El mismo que, contraído en un simple Ñeca, lo acompañará toda la vida. Extraviada de sus facultades mentales, por causa de un engaño amoroso, se decía, Adelina se aferrará ya anciana a una juventud y belleza dejadas muy atrás.
Cubierto el rostro ajado con gruesas capas de maquillaje –los labios y las mejillas coloreadas al rojo fuego–, la Ñeca vestía ropa ampona de encajes y tafetanes. Sus vestidos lucirán obscenamente un jeme arriba de las rodillas, razón por la que algunos cronistas la tendrán como precursora de la minifalda. Lo moños multicolores no faltará en su pelo muy corto a la Mary Pickford
Acapulqueña, hija del terrateniente Patricio Torres, de cuya inmensa fortuna era heredera universal, La Muñeca fue en su tiempo la chica más asediada del puerto, especialmente a partir de su coronación como reina del carnaval. Asedio que ella atenderá solo proveniente de jóvenes hispanos, haciéndoles fuchi a los criollitos.
Contaban las lenguas de doble filo que Adelina habría caído en manos de un seductor extranjero, español, seguramente, que logró sacarle las firmas necesarias para quedarse con toda su fortuna. No fue el dinero por el que perdió la razón –contaron–, fue por el amor perdido.