Lorenzo Meyer
Enero 28, 2019
Las tragedias y errores colectivos pueden desembocar en la nada o ser punto de partida para intentar cambios sustantivos. Es de proponernos que lo sucedido en Tlahuelilpan, Hidalgo, donde una de las muchas tomas clandestinas de combustible terminó en un gran incendio que ya ha costado la vida de más de un centenar de pobladores, ayude a cambiar la relación sociedad-bienes de la nación.
México está saliendo de un largo ciclo autoritario e inicia un proceso sustantivo de democratización política. Sin embargo, desde hace tiempo experimenta los alarmantes avances de una descomposición social profunda que se manifiesta en múltiples escenarios de la inseguridad, la violencia y la corrupción.
En otro tiempo, la inseguridad provocada por individuos y bandas criminales se cebaba en ciertas clases, regiones y barrios, pero en la actualidad todas las clases sociales son o se sienten víctimas de una inseguridad muy violenta. Sólo los ricos pueden intentar aislarse del entorno mayoritario con pequeños ejércitos privados de guardaespaldas bien entrenados. Por otro lado, la corrupción que afecta los servicios y bienes públicos ya era una práctica extendida desde tiempos coloniales. Sin embargo, esa corrupción pareció aceptar ciertos linderos, aunque muy imprecisos. La demanda de sobornos o propinas, iban desde el policía, el barrendero o el empleado de ventanilla, hasta el juez, el gobernador y en algunos casos secretarios de Estado y el propio presidente. No obstante, había límites.
Ahora bien, en los últimos años de privatización galopante, de debilitamiento del Estado y de grandes mercados ilícitos transnacionales, las débiles acciones de la autoridad contra el saqueo casi desaparecieron y México se transformó en una combinación de cleptocracia y cacocracia, es decir, de gran corrupción e ineptitud en el gobierno.
Pocas cosas ejemplifican esto mejor que el caso de Pemex. Para empezar, desde el inicio en 1938, el sindicato impulsado por el gobierno del presidente Cárdenas como instrumento para presionar al conjunto de empresas extranjeras, se convirtió también en una organización demandante de privilegios sin justificación, justamente porque le resultó imprescindible al gobierno para impedir que la salida de los técnicos extranjeros tras la nacionalización, diera al traste con el proyecto de crear una gran empresa pública para la explotación racional de un recurso natural estratégico y no renovable.
Con altas y bajas en materia de corrupción, eficiencia, abusos de Hacienda y presión norteamericana, Pemex sobrevivió y se convirtió en eje de la industrialización y crecimiento de la economía mexicana por los siguientes cuatro decenios. Sin embargo, tras la crisis del modelo económico de 1982 y el triunfo del neoliberalismo a nivel global y local, la privatización y el desmantelamiento de las empresas estatales llevó a que vía impuestos se exprimiera en extremo a Pemex, se limitara su inversión, se le endeudara en exceso, se privatizaran algunas de sus áreas más rentables y, desde luego, se tolerara un aumento en la corrupción e ineficiencia que involucró desde trabajadores hasta personal de confianza y directivos. Después de todo, y especialmente a partir de la llamada reforma estructural energética de Enrique Peña Nieto (2013), se supuso que las campanas tocaban a muerto por la actividad petrolera como responsabilidad del Estado y no valía ya la pena defenderla. Por tanto, se hizo natural el dar obras en Pemex a empresas como Odebrecht, que mediante sobornos, desembocaban en incumplimiento de contratos, sobreprecio o ambos.
Y el robo de combustible, que era modesto a inicios del siglo, explotó en el último gobierno hasta desangrar a la “empresa productiva del Estado” por el equivalente a 66 mil millones de pesos en 2018 (BBC News Mundo, 28/12/18). Este robo lo hacen desde cierta parte del personal de Pemex y el crimen organizado, hasta quienes “pican” ductos en poblaciones como Tlahuelilpan. Y lo hurtado tiene un mercado que lo mismo son simples particulares que lo adquieren en la carretera o se los entregan a domicilio, que gasolineras y grandes empresas con flotillas de camiones. Incluso parte de la aviación en los estados adquiere turbosina robada (El Universal, 25/01/19). En el Golfo de México hay flotas que reciben y trasladan combustible robado en grandes cantidades en una operación en que intervienen desde capitanes hasta tripulantes pasando por quienes cargan y descargan el combustible. Y, desde luego, están los blanqueadores de los recursos en el sector financiero. La mejor descripción de esta compleja red de saqueadores del petróleo la ha hecho Ana Lilia Pérez El cártel negro. Cómo el crimen organizado se ha apoderado de Pemex (Grijalbo, 2011) y Pemex RIP. Vida y asesinato de la principal empresa mexicana, (Grijalbo, 2017).
Esta generalización en el robo de combustible es la que hizo que pobladores de Tlahuelilpan, como los de Ahuehuepan, Tula u Otumba, se enfrentaran al ejército e incluso retuvieran y maltrataran a soldados en defensa de un supuesto “derecho” a extraer combustible “sin dueño” de los ductos (Excélsior, 13/01/19).
La aún débil democracia mexicana, sin muchas raíces, tiene y debe enfrentar esta popularización perversa del robo a Pemex. Lo que está en juego en este campo es la naturaleza misma de nuestra democracia e incluso del Estado mismo.