Lorenzo Meyer
Noviembre 29, 2021
AGENDA CIUDADANA
El secretario de Relaciones Exteriores de México, Marcelo Ebrard, presentó al Consejo de Seguridad de la ONU un argumento en favor de crear mecanismos que realmente obliguen a gobiernos y empresas a monitorear el ciclo de vida de las armas de fuego pequeñas y ligeras e impidan su comercio transfronterizo ilícito. La razón de la petición mexicana es obvia: el tráfico ilegal de armas es lo que en buena medida ha permitido al crimen organizado mexicano disponer de fuerzas capaces de confrontar a las del gobierno como lo mostró la toma temporal de Culiacán por el cartel de Sinaloa en 2019. En México el Estado simplemente no tiene el monopolio efectivo de la fuerza.
Para respaldar su discurso, Ebrard hizo referencia a la demanda que se ha presentado contra compañías norteamericanas por sus prácticas intencionales y negligentes en la comercialización de sus armas.
El problema de contrabando de armamento en México es viejo. En los siglos XIX y XX los movimientos políticos que se disputaron el poder con frecuencia adquirieron armas al norte de la frontera. Los rebeldes en turno solían reclutar combatientes, contratar préstamos y adquirir implementos de guerra en las ciudades norteamericanas fronterizas. La Revolución de 1910 y sus secuelas no se explican plenamente si no se toma en cuenta el papel de Texas como mercado para productos incautados y la compra de armas y pertrechos por movimientos como el villista.
Cuando en el siglo pasado el régimen postrevolucionario mexicano empezó a estabilizarse, la ausencia del reconocimiento formal de Venustiano Carranza por Washington implicó que las autoridades norteamericanas no se consideraran obligadas a impedir que sus adversarios ingresaran armas y municiones a México. A partir de la firma de los “Acuerdos de Bucareli” en 1923 y del posterior reconocimiento del gobierno de Obregón los agentes fronterizos norteamericanos ya pusieron obstáculos a la compra de armas por delahuertistas (1923-1924), cristeros (1926-1929) o escobaristas (1929), aunque siempre operó algún sistema de contrabando.
Cuando en el siglo XX la postrevolución se consolidó la violencia política perdió peso en favor de la pax priísta, pero ésta resultó temporal. Un narcotráfico en ascenso por un aumento en la demanda de sustancias prohibidas en Estados Unidos, combinado con el cierre de algunas de las rutas internacionales tradicionales de esas drogas más la debilidad por su corrupción de las instituciones de seguridad, llevaron a un rápido fortalecimiento de un crimen organizado mexicano hasta entonces modesto. Ese narcotráfico pudo sacudirse los controles que por mucho tiempo le habían subordinado a la tolerancia de las autoridades locales y lograr el control territorial de regiones productoras de drogas y de corredores para el trasiego de drogas, dólares y armas más el de ciertas aduanas y puertos. Si a eso se suma la violenta competencia entre los carteles de la droga, entonces se explica que México tenga un promedio de 27 o más homicidios por cada cien mil habitantes mientras la cifra promedio en Estados Unidos ronda el 5.
Sin el flujo de dólares, armas y municiones desde Estados Unidos, los carteles mexicanos no tendrían la importancia que hoy tienen. Es de suponer que una buena parte de los 2.5 millones de armas ilegales que se calcula que circulan en México (El País, 07/07/20) está en manos del crimen organizado y son fuente directa de su poder.
La petición de México en la ONU para lograr un control efectivo del comercio ilegal de armas es, en realidad, una demanda indirecta al gobierno norteamericano. Se trata de una petición justa y políticamente conveniente para todos, pero el realismo nos obliga a ser escépticos y aún se ve lejano el momento en que digamos “adiós a las armas” que llegan de fuera.