Silvestre Pacheco León
Agosto 19, 2018
Todo es humedad. El sol no alcanza a evaporarla porque las nubes cubren el cielo la mayor parte del día.
Es tiempo de lluvia. “El cielo está tierno”, dicen los campesinos refiriéndose a la facilidad con la que llueven las nubes. Es cosa de la memoria que grava en el tiempo cuando debe llover.
En estos días, sin que apenas haya nubes, truena el cielo convocándolas, o al revés, cualquier nube de agosto en el cielo lo hace tronar. La nublazón se forma en un santiamén y la lluvia cae.
Estamos en agosto y en las mañanas todo el campo amanece cubierto de rocío que moja sin consideración los pasos de los campesinos.
Cuando el sol se asoma trae consigo un aire frío que obliga a pensar en el placer de quedarse abrigado en la cama, pero el trabajo y la costumbre dictan otra historia para cada día.
Es la temporada de “soltar las milpas” como le llaman los campesinos a la etapa en que el maíz está próximo a florear, con su espiga enhiesta que apunta al cielo. “Está en vela” dicen del maizal que pronto espigará.
Es la etapa final del trabajo arduo en el campo que comenzó dos meses atrás con la siembra de temporal.
Y era el mes de agosto. El día 10 amaneció nublado, con una lluvia menuda que de todos modos mojaba.
Los cuetes tronaban con desgano anunciando la próxima fiesta de la Virgen María. (Era también el 24 aniversario de haber salido a la luz Poemas humanos, del peruano César Vallejo. Pero entonces yo no lo sabía, hasta que muchos años después descubrí el que me sedujo, /Considerando en frío, imparcialmente, / que el hombre es triste, tose y, sin embargo, / se complace en su pecho colorado; / que lo único que hace es componerse de días; / que es lóbrego mamífero y se peina…/ Considerando también / que el hombre es en verdad un animal / y, no obstante, al voltear, me da con su tristeza en la cabeza…).
El día en que nací
En la casa el trajín de las mujeres parece desusado, las visitas que llegan no son de cortesía, sino convocadas para una causa mayor.
Mis hermanos ven con curiosidad lo que sucede, no todo, y ni preguntan, incluso cuando llega el momento en que los hacen salir de la casa para irse con los tíos.
Sabrán después lo que sucede, cuando al regreso los sorprenda el llanto de una criatura tierna que obliga a mi madre a estar metida en la cama a pesar de lo avanzado del día, y entonces la noticia los conmueve. La familia ha crecido con el nacimiento de otro hermano.
(Nací el 10 de agosto de 1953, mi madre entonces tiene 38 años y mi padre 45. He ocupado el quinto lugar de la familia, y entonces no lo sé pero seré el número de la mitad que sumamos entre todos mis hermanos vivos, cinco hombres, cinco mujeres, una familia numerosa).Llueve aquel día, y en la espaciosa casa de mis padres en Quechultenango, las hermanas mayores asumen las tareas del hogar y se ocupan de atender a mi madre, a curiosear y abrazar al hermano recién nacido.
Es un día lluvioso, las gotas del cielo resbalan en el techo de palma con su ruido peculiar cuando caen al suelo en formación, plot, plot, plot, después se juntan y en arroyo bajan al río que corre muy cerca de nosotros.
Llueve esa lluvia menuda que los campesinos llaman tlapayaucli, que cae sin estruendos y penetra por todas partes.
El río está crecido. El rumor de su corriente impetuosa arrastrando piedras llega lejos, junto con el olor a lodo que lo impregna.
En la casa ya han colgado del techo la cuna que mi padre confeccionó para mecerme. Todos me llaman inventando el diminutivo que diga mi nombre que les suena raro.
Es mi madre la responsable de nombrarme como quiere. Tiene esa atribución por el puro derecho de haberme nacido.
Se llamará Silvestre, es lo que ha dicho, aunque en el calendario la fecha esté asignada a san Lorenzo, y yo, tan tierno de edad no pondré objeción porque para esos fines los niños no contamos, y la verdad me gusta menos el nombre del santo.
Muchos años pasarán antes que mi madre confiese la razón de haberme registrado como Silvestre, lo hace respondiendo a la curiosidad interrogativa de mi hijo, a quien sin más pretexto que heredarle algo mío le puse el mismo nombre.
Conmigo dice que quiso recordar a un tal muchacho de Mochitlán, muy popular en la región, afamado por su apostura y gallardía, buen mozo y montador de toros, jinete avezado de animales salvajes, quien murió violentamente sentido por todos.
Nací y crecí sin aquellos atributos más que para contarlos, porque no soy silvestre y tampoco pacheco, aunque ése sea mi apellido. Sólo tengo un poco de león por mis apellidos, pero en general me siento alejado de lo rupestre que denota mi nombre.
De vuelta a mi pueblo donde revivo esos recuerdos desde mi casa al pie del emblemático cerro del Cimal, anoto los días de agosto y los cambios que observo en el paso del tiempo siguiendo su dictado, como el ritmo de la muerte.
La gente aquí se muere a cada rato y por cualquier cosa. Las campanas doblan sin misericordia de día y de noche para dar la triste noticia, luego en los altavoces, con la música de Las Golondrinas que pone sobre aviso, se entera uno del nombre del fallecido para que los familiares y amigos se preparen y participen del funeral, invitados “cordialmente” a la “velada” (no al velorio) durante la noche.
Pero salvo para los muertos, la vida sigue, los cuetes truenan y la fiesta no se detiene.
Hoy será el cambio de mayordomos del santo patrón, por eso la misa a que convocan las campanadas.
El trabajo de la milpa casi concluye y la gente se dedica a otras ocupaciones. Lo que sigue en el campo será sólo cuestión de la lluvia y el sol porque los campesinos sólo volverán a sus parcelas al mes siguiente, cuando esté cercana la fiesta del Chilo Cruz para colgar a sus milpas como festejo de que los elotes están en gestación, con la seña particularísima que son los cabellos dorados en cada mata que asoma lujuriosa la futura mazorca.