EL-SUR

Viernes 26 de Julio de 2024

Guerrero, México

Opinión

Alcaldes de Acapulco (XVI)

Anituy Rebolledo Ayerdi

Febrero 15, 2018

Allá la guerra, aquí todo en paz

Don Carlos E. Adame repite en 1940 como presidente municipal de Acapulco, año en el que la guerra europea se recrudece con una Alemania siempre dominante. En México, de este lado y en paz, se inicia el gobierno del general Manuel Ávila Camacho quien, en un deslinde grosero con Cárdenas, se declara un “presidente creyente”. Entre sus primeras acciones figuran la publicación de la ley reglamentaria educativa y la desaparición del sector militar del partido oficial. Lo compensa con la creación de la Secretaría de la Defensa Nacional.
Periodista de cepa, editor en su juventud del semanario El Liberal, don Carlos iniciaba las labores del día con un café cargado y la lectura de los periódicos editados en la Ciudad de México. Nunca del día porque primero llegaban por tren a Iguala y enseguida traídos al puerto a lomo de mula. Leía El Universal, hoy vigente, y El Demócrata. Al primero lo calificaba como aliadófilo mientras que al segundo completamente germanófilo, tanto esto último que acabará como el führer. No faltaba, desde luego, la lectura del semanario Trópico, aparecido apenas el año pasado.

El Club Deportivo

Al alcalde Adame Ríos le tocará conocer, a dos meses de que concluya el sexenio, la expropiación decretada por el presidente Cárdenas de 76 hectáreas del ejido de Icacos (dotado años atrás por él mismo de 726 hectáreas). Superficie destinada a la construcción de instalaciones deportivas para beneficio de la juventud acapulqueña y entregadas para ese exclusivo fin a la Secretaría de Educación Pública. Las recibe el coronel Ignacio Beteta, en su calidad de jefe del Departamento de Educación Física de la propia secretaría, quien a su vez las entrega, dizque para su administración, al Club Deportivo de Acapulco.
Llegado Ávila Camacho, las 76 hectáreas con destino deportivo específico aparecerán manejadas por una empresa inmobiliaria propiedad de un señor Azcárraga. Hombre obsequioso, si los hay, regalará terrenos a placer particularmente a personajes de la vida política y empresarial del país. “Háganse una casita en Acapulco, está padre”, será la recomendación. Entre algunos, Eduardo Villaseñor, director del Banco de México; Ezequiel Padilla, secretario de Relaciones Exteriores y el banquero Luis Montes. Este último, magnánimo, beneficiará a sus empleados con un club de golf.

Teatro 20 de Noviembre

El presidente municipal contará con el apoyo de la Junta de Mejoramiento Moral, Cívico y Material de Acapulco para sacar adelante un proyecto personal, la construcción de un necesarísimo teatro para Acapulco. Tan entusiasmados como él, los miembros de la agrupación civil, aprueban el proyecto iniciándose desde luego la construcción. El teatro se levanta en un terreno propiedad del Ayuntamiento, anexo al Palacio Municipal, sobre la calle Independencia.
El día de la inauguración del teatro 20 de Noviembre, con una obra dramática y la participación de músicos locales, don Carlos agradecerá la ayuda de los directivos de la junta: Carlos Barnard, José S. Martino y Manuel Tello, entre otros. Más tarde, el inmueble se le da en alquiler al empresario cinematográfico Ignacio Rodríguez, quien lo convertirá en el cine 20 de Noviembre. Un incendio en 1944 acabará con buena parte del inmueble. Más tarde se convertirá sucesivamente en arena de box, escuela primaria, escuela de policía y quien sabe cuántas cosas más.

La Junta de Mejoras Materiales

Se crea la Junta Federal de Mejoras Materiales de Acapulco, un organismo manejado por el propio presidente de la República que se encargará de la transformación del puerto. Don Carlos lo celebra entusiasmado, aunque en el fondo piensa que se trata de la abdicación del tan cantado municipio libre.

Los recuerdos

Nacido en 1903, don Carlos Adame vivió niñez y juventud en los albores del siglo XX, etapas de las que guardó intensos recuerdos que bordarán más tarde amables conversaciones familiares y de amigos… “En mis tiempos”, era el estribillo imprescindible para entrar en plática o simplemente “ahora que recuerdo…”.
* ¿Lo han de creer? En mis tiempos la gente del pueblo no usaba zapatos y consecuentemente los niños íbamos a la escuela descalzos.
* Tampoco era obligatorio el pantalón para los chamacos; andar desnudos o “chirundos”, como dicen en la Costa Chica, no se veía mal, aun cuando ya fueran “verijones”, según el criterio de las abuelas. Más tarde, el pantalón cubriendo hasta la mitad del muslo será imprescindible, dizque “chor” porque así le llamaban los primeros gringos que llegaron.
* El uso del calzón de manta fue prohibido por algún alcalde del pasado. Incluso, hubo en La Garita un retén policiaco para impedir el acceso a quienes lo vistieran. “Quesque porque enseñamos nuestras miserias”. No otros que los indígenas de la región que surtían al puerto de productos agrícolas y artesanales. La agraviante y discriminatoria disposición será atenuada más tarde por funcionarios corruptos. Alquilarán “pantalones para gente decente” sólo para entrar al puerto.
* Cuando los jóvenes nos íbamos de “tíquite” o “pintábamos venado” allá por la “piedra ahogada” (frente al hotel Las Hamacas) era común que los mayores hicieran “galleta” a los menores. Mojar su ropa de vestir y anudarla hasta hacer muy difícil romper los nudos. Hacer “manteca” consistía en embadurnar a los menores con pedazos de carbón vegetal, remanentes del combustible traído desde Australia a bordo de los clippers (hermosos veleros, rapidísimos). Hasta la llegada del vapor.
* Las serenatas en el jardín Álvarez. La orquesta tocaba en los altos del kiosco mientras la gente daba “la vuelta” al Zócalo; las damas a la derecha, los caballeros en sentido contrario. Alrededor, los puestos de antojitos: tacos, enchiladas, gallonas, tostadas, etcétera. Imprescindible la limonada acapulqueña: Trébol.
* El pescado era abundante. Los cardúmenes de ojotones se acercaban a la orilla de la playa permitiendo a los pecadores, entre ellos muchos niños, cobrarlos mediante “arañas”, o sea, cuatro anzuelos unidos por un plomo. En la playa del Terraplén era tradicional la pesca de la sardina. Era tal la “porracera”, como se llamaba a la arribazón, que mujeres con el agua a las rodillas las capturaban con canastas. Luego las ponían al sol y saladas las llevaban al mercado; baratísimas.

Las más bonitas de Acapulco

* El Colegio Acapulco, fundado y dirigido por el maestro Felipe Valle, con el auxilio de su esposa doña Rafaela Ibarra y su hija Fela, marcó en el puerto un antes y un después en materia educativa. Como no había secundaria y mucho menos preparatoria, y quien pretendiera cursarlas debía viajar a Chilpancingo, al maestro Valle creó equivalencias a las que llamó “pasantías”. Fue así como el Colegio Acapulco tuvo la mayor matrícula de las muchachas más bellas del puerto:
Nachita Torres Gastélum, Tina y Tere Argudín, Stela Acosta, Crisantema Estrada, Conchita y Lila Hudson, Tey Sthepens, Colacha y La Marre Sutter; Tive y María Campos; Celia, Josefina y Malicha Medina; Hortensia Caballero, Raquel Sánchez Morales, Luz Amelia, Gloria y Aurora Jiménez; Pelancha y Olga Tellechea, María Beltrán, Hilda Gómez Maganda, Conchita Campos, Elvira Galeana, Solfina Martínez, Lilia Apac, Angelita y Chevita López Victoria, Eli Montano, Adelina y Alicia Lobato; Luchi H. Luz y Carmen Tapia.
Minerva Anderson (la señora a la que José Agustín dedicó su Acapulqueña), María Luisa, Bertha y Consuelo Muñuzuri; Elo y Berthina Pangburn; Cornelia Aguirre, Noemí Caballero, Irene López, Amelia Bello, María Luisa Morales, las Batani, Perla Basterra, Eugenia, Elena y Angelita Pintos Mazzini; Manuela y Petra Rojas; Tere, Tita y Amparito Escudero; Sara Liquidano, Alicia, Etelvina y Orfelina García Mier; Raquel, Leonor y Rebeca Olivar; Concha, Luz y Engracia Vargas; Rosa Flores y más.

1941

El primero de enero de 1941 asume la presidencia municipal el señor José Flores Díaz pero, sin conocerse causa o razón, en abril de ese mismo año entrega los bártulos a don Vicente Peralta. El Cabildo lo componen, además, Ismael Valverde, como síndico; los regidores Efrén Villalvazo, Rosendo Batani y Artemio Cárdenas. A ellos les tocará la zacapela del 1 de mayo.
El Día Internacional del Trabajo se tenía entonces como un invento comunista y era por tanto obligatorio ondear en esa fecha la bandera roja de la “madre patria eslava”. Y junto a ella, necesariamente, el combativo estandarte rojinegro, símbolo del movimiento de huelga.
Un coronel del Ejército mexicano de apellido Carrasco, comparte con sus cuates el asueto del Día del Trabajo en La Bavaria, de don Juan Muller (más tarde El Tirol, en Hidalgo y Madero). Carrasco vocaliza periódicamente su tono de bajo profundo en demanda de “las otras”, audible aún en aquella parafernalia de voces, cornetas y tambores. Todo marcha parsimoniosamente como lo hacen las lavanderas de la CROM encabezadas por doña Carmen Deloya. El contingente que les sigue llama poderosamente la atención de “el verde”, como se conocen aquí los militares,” por el uniforme y hasta por lo que fuman.
Como impelido por una fuerza superior, el coronel Carrasco abandona su asiento para lanzarse en contra los abanderados del sindicato de la fábrica La Especial. Blandiendo su cuarentaicinco los despoja violentamente de las banderas que enarbolan, la roja y la rojinegra, arrojándolas al arroyo donde las pisotea. Vocifera rabioso: “¡La bandera de México y de los mexicanos es verde, blanco y colorado, sépanselo comunistas hijos de la chingada!”. Los estoperoles del militar reducen pronto a hilachos el charmés lustroso de aquellos pendones.
La reacción de los trabajadores resulta un tanto remisa por la sorpresa y la pavorosa cuarentaicinco del coronel. Las cosas cambiarán en cuanto llegue el apoyo de otros contingentes. Entre todos le propinan al bravucón militar una golpiza de perro bailarín y si no llegan a lastimarlo será por la intervención del líder de La Especial, Elpidio Pillo Rosales. Un coronel Carrasco, bañado en sangre y sufriendo los efectos de una cruda prematura, esa sí mortal, sólo atenderá al rescate de su pistola extraviada. –¡Mi pistola, mi pistola! –clama angustiado–, no sean cabrones muchachos, devuélvanme mi pistola que la tengo de cargo”! “¡Entréguenme mi pistola, por favor!”.
Presente el alcalde Vicente Peralta, quien había iniciado el desfile, se negará ordenar a la policía cargar con el militar a la cárcel. “¡Con la chinga que le pusieron es más que suficiente!”, responde y es secundado por el líder sindical.
El reportero del semanario Tropico dejará a sus lectores con la duda: “¿apareció la pistola del coronel?”.