EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Alfonso Reyes, el escritor más prolífico de México

Fernando Lasso Echeverría

Noviembre 17, 2015

(Segunda parte)

Como se comentó en el artículo anterior, don Alfonso Reyes Ochoa nació en Monterrey a fines del siglo XIX, en donde inició sus estudios básicos. En 1900 se trasladó con su familia a la Ciudad de México, para continuar sus estudios en el Liceo Francés de México en donde aprendió el idioma galo, y en 1905 ingresó a la Escuela Nacional Preparatoria. Siendo preparatoriano, publicó sus primeros versos en el diario El Espectador de Monterrey. Luego, mientras cursaba la carrera de abogado que concluiría en 1913, participó en las empresas culturales del Ateneo de la Juventud, al lado de una generación ilustre formada por Antonio Caso, José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña, Martín Luis Guzmán, Julio Torri, y Genaro Fernández Mac Gregor, entre otros. Los sucesos políticos del país, y la trágica muerte de su padre, lo empujaron a Europa a mediados de 1913, radicando inicialmente en París donde laboró en la embajada de México en Francia, pero ante la caída del régimen huertista, y el inicio de la Primera Guerra Mundial, se ve obligado a refugiarse en España, en donde vivió de 1914 a 1924 con muchas penurias; ahí escribe intensamente, trabaja como investigador filológico en el Centro de Estudios Históricos de Madrid, y vuelve a la diplomacia oficialmente, gracias a la intervención de su compañero ateneísta José Vasconcelos, quien en ese entonces, dirigía la educación en México formando parte del gabinete obregonista; de 1924 a 1927 es ministro plenipotenciario en París, y de 1927 a 1939, embajador de México en Buenos Aires y en Río de Janeiro. A principios de 1939, vuelve a México en forma definitiva, donde –por indicaciones del presidente Lázaro Cárdenas– organiza y preside La Casa de España en México, que luego se transforma en El Colegio de México, máximo exponente de la cultura nacional en esos años.
De hecho, pocos años vivió don Alfonso en la confusión vivaz propia de la niñez; desde muy pequeño, las letras lo calaron profundamente, y tomaron el control de su vocación. Cada día de su vida la dedicó a crear nuevos textos que distinguieron y caracterizaron su obra literaria, y con ella, el brillo de su personalidad como escritor excelso. Se comenta que don Alfonso no tenía ni consultaba reloj alguno; que este escritor medía el tiempo con el fluir preciso y continuo de sus escritos; con sus palabras y silencios; con sus metáforas y versos; con su poesía y sus múltiples ensayos; con sus cuentos y poemas; todo ello –se decía– era lo que le marcaba el compás y agotaba las interminables horas de una actividad que no conocía la fatiga; es por eso quizá, que en alguna entrevista que le realizó una joven periodista a principios de los 50, ésta le preguntó: Maestro, ¿qué es lo primero que requiere un escritor de tiempo completo para llegar al éxito?, y don Alfonso, sin dudar en ningún momento, le contestó: ¡“Tener nalgas de fierro señorita”!
Ni en la década de los 50 –la peor época de su vida– cuando en la recta final de ella, padecía arritmias que le hacían perder el paso al latido vital, o disneas que le suspendían el hálito indispensable para continuar su actividad, cortó el dinamismo de su pluma; prosiguió lúcido y ajeno a la angustia de sus males, midiendo el tiempo con el cronómetro exacto de su vocación de escritor. El llamado con justicia “el autor más fecundo de la literatura mexicana”, se ganó a pulso este reconocimiento, pues fue autor de 154 obras mayores y menores, entre las que se encontraban 88 libros de crítica, 24 de teoría literaria, 21 de poesía, y 7 de narrativa, que sumaron su vasta producción intelectual, sin que esta amplitud y variedad menguara de ninguna manera la valía y calidad de sus textos; todos ellos publicados como títulos independientes, pero que después fueron clasificados y reunidos en los 26 vastos tomos que forman sus Obras completas publicadas por el Fondo de Cultura Económica; 12 de ellos, en vida del autor. Habría que enfatizar que en esta contabilidad de su obra, no se incluyen todos los prólogos y traducciones que Reyes realizó para otros autores a lo largo de su vida.
Según sus biógrafos, la década de 1914 a 1924 en la que permanece en Madrid –de los 25 a los 35 años de edad– fue su mejor periodo creativo como escritor, y en el que se convirtió al mismo tiempo en un distinguido maestro de la investigación literaria. De esa época viene esa breve obra maestra que es Visión de Anáhuac (1917), evocación nostálgica de la patria lejana, a la que cuestiona por el sentido de su existencia; a esta obra le siguieron muchos otros de los libros de ensayos, de poesías, de cuentos y pequeñas historias fantásticas, que le dieron justa fama: El suicida (1917), El plano oblicuo (1920), Retratos reales e imaginarios (1920), Simpatías y diferencias (1921), El cazador (1921), Huellas (1922), Calendarios (1924), y finalmente su famoso poema dramático Ifigenia cruel (1924), con la que finalizará Alfonso Reyes su década española, y acaso también una herida que no cerrará nunca, pues don Alfonso define esta obra como “mitología del presente y descarga del sufrimiento personal”. Sus primeros cuentos –escritos entre 1910 y 1913 y publicados en 1920– fueron textos que innovaron la narrativa cuando fueron publicados, ya que fueron precursores del surrealismo y del realismo mágico literario mundial, pues hay que recordar que André Bretón –considerado el fundador del surrealismo literario– publicó hasta 1924 su primer Manifiesto surrealista. La obra de ficción de Reyes, aunque notablemente menor al número de ensayos que escribió, produce también en el lector un deslumbramiento total.
Los catorce años siguientes –1924-1938– entre sus 35 y 49 años de edad, don Alfonso vivió una época feliz –perdonado de culpas ajenas, por el sistema político pos revolucionario– dedicado a la diplomacia y representando a México con dignidad en el extranjero, específicamente en París, Buenos Aires, Río de Janeiro y Montevideo. Escribe entonces algunos de sus poemas más representativos: Pausa (1926), La saeta (1931), Romances de Río de Enero (1933), A la memoria de Ricardo Güiraldes (1934), Golfo de México (1934), Yerbas del Tarahumara (1934) y Norte y Sur (1945). Para mi gusto, dentro de la obra poética de don Alfonso recordaría Visitación (1951) donde habla de una muerte presentida; A solas (1938), poema dedicado a un amor apasionado que tuvo en Brasil, y Glosa de mi tierra escrita en 1917, cuando se podía hablar de la bella flor de amapola, sin vergüenza ni temor alguno: “Amapolita morada / del valle donde nací / si no estás enamorada / enamórate de mí.
A pesar de sus deberes oficiales, este periodo de Reyes como escritor se enriquece también con El discurso por Virgilio (1931), con las esclarecedoras páginas de A vuelta de correo (1932), en las cuales precisa los justos términos del nacionalismo literario; con la luminosa Atenea política (1932), que sirvió de orientación profesional a los jóvenes de esa época; con aquel sagaz resumen titulado México en una nuez (1930), con Tren de ondas (1932); con los magistrales estudios goetheanos de esta época, y con la serena Homilía por la cultura (1938). Esta etapa de Reyes es considerada como la de las grandes síntesis de sus conocimientos; la de sus especulaciones sobre teoría literaria, y la de sus estudios de temas clásicos; es decir, no fue sólo la época de la creación del poeta en prosa y verso, sino también la del sabio maestro que se ganó el merecido título de humanista. Esta época es también, la de su correo literario Monterrey (1930-1937) lleno de tantos temas e instigaciones literarias; la de la nutrida correspondencia con amigos dispersos por todo el mundo; la de los numerosos discursos, conferencias y contribuciones en homenajes y reuniones culturales.
De 1939 a 1950 comprende su etapa de madurez; asentado ya en forma definitiva en su patria y entre sus libros, inicia con plena lucidez intelectual otro de los grandes ciclos de su obra, realizando entonces –entre los 50 y los 61 años– sus trabajos más sabios y humanistas. Son de estos años sus magnos estudios de temas clásicos como La crítica en la Edad Ateniense (1941), La antigua retórica (1942), y Junta de sombras (1949); hace también sus estudios de teoría literaria básicos: La experiencia literaria (1942), El deslinde (1944), y Tres puntos de exegética literaria (1945); sus estudios de historia literaria española y mexicana: Capítulos de literatura española (1945) y Letras de la Nueva España (1948); sus ensayos sobre temas americanos: Última Tule (1942), Tentativas y orientaciones (1944) y Norte y Sur (1945). En este ciclo de su gran obra intelectual, publica 35 volúmenes de ensayos y estudios, de los cuales 28 eran inéditos y el resto reediciones. Por otro lado, funda la Capilla Alfonsina, una gran biblioteca digna de ser visitada en la actualidad; organiza y preside El Colegio de México; mantiene sus conferencias en El Colegio Nacional, donde enseña literatura y expone temas humanísticos, y cumple además, con incontables compromisos académicos y cívicos.
De 1951 a 1959 –de los 62 a los 70 años– fue la cosecha final de don Alfonso Reyes. En 1951 recibe el primer aviso de los males cardiacos que acabarían con su vida. Continúa aún trabajando sus temas humanísticos, de los que dejará algunos libros inéditos, y proseguirá la redacción de sus memorias, de las cuales ve publicada su primera parte, que tituló Parentalia. Primer libro de recuerdos (1958), un texto valeroso y conmovedor. Por otro lado, se apresta a ordenar todas sus obras sueltas, con la finalidad de preparar la publicación de sus Obras Completas iniciadas en 1955 como un festejo a su persona, pues ese año cumplía medio siglo como escritor. Poesías, ensayos, artículos y su archivo personal mismo, van adquiriendo el orden necesario para ello. Ya no emprende nuevas tareas, pues percibe que su fin está próximo y se esmera, y dedica todo su tiempo a estas tareas. En su último año de vida (1959), excepcionalmente publica dos pequeños pero valiosos textos, encaminados a la lectura popular, que llevan por nombre Cartilla moral y Nuestra lengua, en los cuales, intentó dejar –accesibles para todos– su afable sabiduría y su noble humanismo.
Don Alfonso Reyes –con excepción de la novela– caminó de hecho por todos los géneros de la literatura, pues fue un distinguido polígrafo de grandes dimensiones: era un poeta sutil, con frecuencia atormentado; cuentista de fantasías extrañas y originales; y prosista, con una elegancia y un ingenio poco vistos; seguramente fue el ensayo –que él mismo bautizó como el Centauro de los géneros– la variedad literaria más abordada por este autor universal; en los suyos exploraba lo mismo los secretos misteriosos de la filosofía griega, que las delicias de la cocina y el buen vino; Reyes expone en sus ensayos, ideas filosóficas, divagaciones literarias y hasta atinadas tesis científicas, con una naturalidad asombrosa; sus textos derraman sabiduría universal y en ellos, el lector encuentra tal variedad de temas que asombran por su ingenio y erudición. Esto puede verse en sus ensayos literarios –algunos muy cortos– como “Algunas notas sobre la María de Jorge Isaacs, Prosa de Rubén Darío, El argentino Jorge Luis Borges, Silueta de Lope de Vega, Prólogo de Quevedo, Vermeer y la novela de Proust, Víctor Hugo y los espíritus, Homilía por la cultura, Valor de la literatura hispanoamericana, así como en otros enfocados a la antigüedad clásica, como Presentación de Grecia, Sócrates y el alma, Reflexiones sobre la historia de Grecia, Troya, Sófocles y la Posada del Mundo, La cuna de Grecia, La expansión helenística y Pompeya. Su ensayo Memorias de cocina y bodega es un divertidísimo texto, en el cual don Alfonso refleja fielmente su gusto por la buena mesa; en él sumerge al lector en forma por demás amena en los secretos de la comida y el buen beber; es memorable su relato en este texto de cómo fue inventado el mole por unas religiosas, a quienes se les dio la comisión de crear un nuevo platillo poblano con motivo de la visita de un alto dignatario clerical a esta ciudad; son interesantes también en él, sus recomendaciones –hechas con gran maestría– sobre el maridaje correcto entre los guisos y el buen vino de mesa.
Merece mención que en su ensayo titulado La paradoja de la piel, los dermatólogos nos quedamos sorprendidos con la descripción poética que de la piel hace don Alfonso; en ella dice lo siguiente: “Nada más misterioso que la piel. Es estuche que nos arropa y resguarda, pero es tela vibrátil que nos comunica con el exterior. Es superficie, pero expresión de profundidad. Es un aislador permeable. Es sensible y es sufrida, es aguerrida y melindrosa. Está en la zona tempestuosa donde chocan las corrientes del yo y del no yo, y es al mismo tiempo accesible y resistente. ¡Cuánta contradicción!”. Seguramente, esta “definición” de la piel escrita por un literato, supera cualquier otra que haya sido creada por médicos o científicos.
Indudablemente, Reyes fue un escritor extraordinario que logra con sus textos tomar el pulso del universo de la cultura; y su obra es una casa generosa y con las puertas abiertas, para quien desee conocerla. Ello es fundamental para quien desee observar el origen y el proceso de gran parte de la literatura mexicana del siglo XX. En 1945, don Alfonso, orgullo de las letras mexicanas, recibió el Premio Nacional de Literatura, y en los inicios de 1959 empezó a rodar por el mundo intelectual internacional el rumor de su posible candidatura al Premio Nobel de Literatura; sin embargo, su muerte impidió que fuera hecha esta merecida propuesta para lograr este galardón.
* Presidente de Guerrero Cultural Siglo XXI AC.