EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Algunas formas de encarar lo gigantesco

Federico Vite

Octubre 01, 2019

(Segunda y última parte)

 

Evan Dara incluye situaciones cómicas, fragmentos poéticos, potentes disertaciones sobre la orfandad; el rango emocional es amplio. Técnicamente es impecable el uso del monólogo y sumado a eso destaco el trabajo en la construcción de diálogos, la capacidad expresiva de cada uno de los personajes, quienes dimensionan el drama ecológico de la ciudad llamada Isaura. El lector gradualmente se adentra en las catastróficas secuelas de la contaminación, pero afortunadamente Dara supera esa descripción del desastre para ingresar a la mente de sus personajes. Si la mera enunciación de una debacle ecológica fuera la única lectura The Lost Scrapbook estaría ante una secuencia de observaciones que escudriñan la hecatombe, nada más, pero gracias a la sagacidad del autor para dar cuenta de la sique de los personajes, tenemos ante nosotros una novela que prefigura un holocausto y muestra el shock que eso produce como si se tratara de una plaga. La elegancia del autor radica en que no da cuenta de una situación límite desde el griterío y el lloriqueo sino desde la terrible aceptación gradual de la pérdida. A ratos tenemos discursos eruditos, a ratos glosas portentosas de la filosofía contemporánea o del cambio climático, pero nunca en una afán aleccionador sino en una real catarsis de esas voces (personajes) que intentan comprender cuál es su rumbo ya sin hogar, sin ciudad. Queda en la mente de quien lee esta novela una certeza: la pluralidad y la disidencia de las voces que conforman una sociedad propician la autoconsciencia colectiva. Queda también una sensación de histeria profundamente educada.
The Lost Scrapbook abona el camino para quienes pretenden salir del realismo, para quienes desean agrandar la jaula del lenguaje a la hora de enunciar preocupaciones esenciales de un tiempo y un espacio perfectamente definidos. Y, tal vez como un vaticinio, me parece que tanto este libro de Evan Dara como el mítico Infinit Jest (1996), de David Foster Wallace, y The Corrections (2001), de Jonathan Franzen, servirán de parangón para la nueva travesía de la novela. Sirva decir también que no se trata de novelas breves sino textos destinados a pocos lectores, volúmenes que poseen entre 500 y 1000 páginas. No apuestan por la estructura simple o tradicional en la que el tiempo es una secuencia lineal continua. En estos libros que menciono, el tiempo está ordenado de una manera aparentemente caótica; la historia no arranca en el principio de los hechos (suele atrapar al lector de manera menos convencional que la simple sugerencia del suspenso; inician con una buena imagen, con una diálogo aparentemente disperso, con una larga oración que termina siendo un capítulo de varias páginas). Me parece que las novelas por venir, las que posean la enorme y pesada tradición de la ruptura se parecerán menos a Cien años de soledad (1982), de Gabriel García Márquez, pero tendrán una similitud con Viaje al final de la noche (1932), Louis-Ferdinand Céline, o con Finnegans Wake (1939), del divino James Joyce.
The Lost Scrapbook no pudo haber sido escrita por un hombre que sólo recrea una catástrofe química; fue realizada por alguien que explica la debacle desde diversos ángulos y para ello no sólo se necesita un escritor sensible sino sabio, perfectamente documentado, para traducir conocimientos de composición musical, ecología, física cuántica, química, lingüística y adicciones. Se parece más a un vademécum que a un relato con personajes y trama, pero sigue generando tensión dramática y profundidad sicológica. Dara plasma las preocupaciones de una sociedad mediante la representación de sus voces; la novela describe con una maestría extraordinaria la interconexión compleja del capitalismo.
En The Lost Scrapbook no hay capítulos sino células de un organismo discursivo; la sociedad problematiza la individualidad (la borra, porque importan todos, no sólo un héroe) y el autor consuma ese borronazo de la individualidad realizando el enroque de las voces, así democratiza la tragedia, y el lector atiende todas esas consciencias verbales en coro. El constante intercambio de voces crea la sensación de movimiento; este recurso (la pausa entre esas dos fusiones orales) sustituye el habitual corte capitular. Es una lectura compleja, pero satisfactoria.
La primera novela de Dara posee una trama que adquiere unidad temática gracias a la íntima relación edificada con monólogos, diálogos y breves descripciones de situaciones anímicas. Este hecho, la interconexión de discursos (un solo organismo hablando al unísono), es justamente la piedra filosofal de Dara, pues logra fusionar la dimensión ecológica que sirve de trasfondo a la novela con las voces de los personajes en gradual estado de ansiedad. En conjunto, el lector verá pasar ante sí una renovación radical en cuanto a la manera de encarar un relato; es decir, el sistema de creencias tradicional del género novelesco se ve minimizado en The Lost Scrapbook.
Este libro orquesta una rebelión contra el discurso hegemónico de la novela tradicional. Y esta aseveración me lleva a una sugerente idea: para que un novelista con mucha consciencia de la literatura inicie la escritura de un libro debe estudiar estas novelas, debe verlas como antologías, manuales y enciclopedias; debe encontrar la forma de ensanchar los recursos narrativos propuestos en estos volúmenes de la misma forma que un compositor toca su propia música en una catedral. Es decir, toca una nota difícil y ese sonido se amplificará sobre la arquitectura que lo rodea. Dara ha tomado ese riesgo. Compuso un libro emulando Las 33 variaciones para piano en Do mayor sobre un vals de Diabelli. Créame, es todo un logro.