Federico Vite
Diciembre 15, 2020
Un ejemplo interesante de autoficción es La tercera mañana (Tusquets, España, 2010, 121 páginas), del argentino Edgardo Cozarinsky. Este documento se divide en tres partes. En la primera, el narrador evoca su infancia. Víctor, el protagonista adolescente, ve acotado su deseo de vagancia por la estricta vigilancia familiar. Él siente una atracción poderosa por la vida nocturna. Se imagina viviendo aventuras. Anhela estar cerca de lo prohibido. Es un adolescente y, fingiendo que debe estudiar para hacer un examen que ya ha aprobado, se queda solo en casa mientras sus padres salen de vacaciones a Mar del Plata. Así que aprovecha la ocasión e ingresa a la noche. Desea ver el amanecer antes de volver a su domicilio. Visita una zona turbia de Buenos Aires; logra engañar a un policía que, al encontrarlo vagando, quiere llevarlo con sus padres. Continúa el paseo y acepta la invitación de una prostituta para que tomen algo en una cantinita festiva, llena de borrachos. Ella pide unos whiskies y desaparece con un hombre. El dueño del local le pide a Víctor que pague el consumo de la prostituta, pero le condona la deuda. “Todas son iguales. Te usan y se van”, le dijo. Un viejo invita al joven Víctor a que compartan una mesa; incluso le invita una ginebra y le cuenta que fue actor en el teatro de revistas. Trabajó con el mítico Pepe Arias, aparte, claro, de otras figuras de aquella época. El viejo se calla; da la impresión de que está dormido, pero acaba de morir. El chico sale de la cantina en silencio. Siempre se reprochará esa decisión. Jamás logra saber quién fue ese hombre. Esa velada nocturna termina en la avenida Costanera, en el barrio Recoleta. Come un sándwich de chorizo y observa a una pareja que tiene sexo en un auto. Decide que nunca se casará ni tendrá hijos ni formará una familia. Regresa a casa con una horrenda sensación de derrota. “A veces me pregunto si tantas decisiones irracionales, o meramente impulsivas que iba a tomar más tarde en mi vida, decisiones ajenas a todo cálculo, malhumores o entusiasmos a los que me iba a entregar sin reflexión, con temeridad […] no fueron gestos tardíos para purgar la amargura de aquel amanecer”.
En la segunda sección, el otoño europeo refresca a Víctor en París. Tiene casi 30 años de edad. Padece aún las sacudidas sociales de la Primavera de 1968. Es el portero nocturno del Hôtel de Budapest. En las misivas que escribió a sus padres refirió que aparte de la beca, gracias a la cual se fue a vivir a París, obtuvo un empleo interesante. A la dueña del hotel, Madame Magda, le ha dicho que se llama Pablo. Tiene proyectos literarios, pero no escribe. Su pasión es pasear. Se ha convertido en un flâneur profesional. Una poeta austríaca, Madame Schildt, le pide con insistencia que le prepare el té. Termina acostándose con ella; esa dama generosa le da 100 francos de propina y le dice que es “muy gentil”. Eso le recuerda a la prostituta que lo dejó años atrás con la cuenta de los whiskies. Aquella mujer dijo que era un muchacho “muy educadito”. Descubre que es un juguete femenino. Inicia un romance con Clotilde, estudiante peruana de literatura, quien vuelve a Lima para casarse con un escritor premiado y abandona así las inquietudes libertarias europeas. Tiempo después, Víctor viaja a Estocolmo con Gunilla, una chica sueca, pero la abandona. Mientras espera el transporte que lo llevará a París, decide volver a Buenos Aires para acabar de una vez por todas con la errancia incolora e insabora.
En la tercera sección, Víctor ya es un hombre mayor. Está enamorado, a los 60 años, de una jovencita de 20: Anjela. Al terminar la relación, obviamente porque ella lo deja, dona su esperma a una institución. Pide que reserven esa simiente durante tres años para su amada. La paternidad no le interesa, pero sí la idea de que su vida dé fruto en Anjela. Tiempo después, él la observa empujando un cochecito con un bebé. Se dirige al Jardín Zoológico. Trata de alcanzarla, pero un periodista al que conoce desde hace años lo detiene para consultarle unos datos relacionados con Paul Bowles. Volverán a toparse, pero me reservo los detalles de esas revelaciones entre los dos personajes.
La educación sentimental condensa el núcleo del libro. Estamos ante una bildungsroman (una novela de aprendizaje), pero el asunto es que Cozarinsky utiliza (vaya manera de capitalizar la vida) algunos elementos biográficos para fabular la respecto. Construye un alter ego y dialoga con él. Usa dos narradores: uno en tercera persona para desarrollar acciones en un pasado remoto; el otro, en primera persona, para abrir y cerrar los apartados de la novela. Este recurso, a diferencia del narrador en tercera persona, logra formar una suerte de bisagra que aprisiona el recuerdo. Habla desde el presente y encapsula el pasado. Fabula con naturalidad. Amasa todas esas voces que han nutrido la vida de Víctor, aunque quien de verdad ha vivido varios de esos hechos es Cozarinsky. ¿A quién le importa eso? Lo esencial es el relato. Y el autor construye una autoficción estructurada de manera clásica (aristotélica), los hechos vienen desde un pasado remoto y se funden con una voz narrativa que condensa y delimita esas experiencias. Narra su aprendizaje y, a la vez, lo cuestiona. Examina esa educación sentimental e incluso la denigra. Utiliza cada uno de los hilos del relato para darle cohesión a la vida de Víctor, un hombre que vive todo aquello que se prefiguró durante su aventura nocturna inaugural.
Destaco, en especial, la inteligencia del narrador para exponer con tanta soltura los hechos aparentemente dispersos que hacen de Víctor un personaje entrañable. Cito al protagonista de La tercera mañana para comprender a cabalidad los fuelles de este documento: “A todo el mundo, se me ocurre, debe de llegarle un momento en la vida, y es un pobre consuelo que se trate de un destino común, en que los muertos empiezan a visitarnos con asiduidad”. La tercera mañana es un canto a lo ya ido.