EL-SUR

Lunes 06 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

Amanecer en el mar

Efren Garcia Villalvazo

Diciembre 17, 2005

Es fantástico el dominio que sobre tu cuerpo te da el buceo. Simplemente para sacar dos conchas que se encontraban en una cuevita cubierta de erizos tuve que poner en juego músculos que hacía tiempo tenía olvidados.

Calcular mentalmente el espacio justo entre dos ondas marinas para que yo, convertido en una onda marina más, pudiera entrar y salir sin ser espinado, es una experiencia que pone en evidencia la importancia de la intuición.

Sigo un poco más adelante y veo un cardumen de peces cirujano. Nado entre ellos y silenciosamente me invitan a comer de su mesa recién puesta.

–Ven –me dicen– no importa que en el pasado nos hayas correteado y matado con tu arpón. Te recibimos como a un hermano y te convidamos de nuestros alimentos.

Me alejo nadando lentamente pensando que mi dentina no es lo suficientemente buena para romper los bocados que ellos disfrutan. Pequeñas especies, moluscos, crustáceos. Quizá ni siquiera han sido identificadas por los estudiosos del mundo biológico, pero desde hace milenios son servidos como bocadillos.

El ascenso es toda una experiencia. Si nunca lo han practicado, deben hacerlo. El truco es descender por lo menos diez metros y emerger con la cara hacia la superficie, dejando que tu flotabilidad te lleve como en un suspiro. El ascenso es lento hacia una superficie plateada e inquieta. Hay momentos en que se convierte en una ascensión.

En el fondo veo una pequeña tortuga. Premio justo para los que se levantan temprano a bucear. La veo tranquila, reposando en el fondo. Subo a respirar para poder acercarme a ella y tratar de tocarla. Pero no. Al regresar al fondo ha desaparecido. Un fantasma de fauna marina del que ahora ya sólo puedes platicar. Sólo yo lo vi; sólo yo sé que estuvo ahí. Es suficiente.

Avanzo un poco más y veo una mantarraya, muy pequeña, menos de dos metros de punta a punta. Evoluciona con lentitud elegante para llegar a la superficie. Ahí asoma las dos puntas de sus aletas, comportamiento que no pocos sustos ha provocado al ser confundida con tiburones nadando en paralelo. Me sumerjo tres metros y me aproximo a ella, boca arriba, para poder apreciar su silueta vampiresca contra la superficie.

Me aventuro un poco más y alcanzo a distinguir detalles de su piel. Dos rémoras adheridas a ella le provocan las consabidas molestias que producen todos los parásitos. Estiro un poco la mano y toco su cola. De un brusco aletazo la aleja de mí y se voltea con el aspecto de un paño que súbitamente ha cobrado vida, deslumbrándome con el blanco impoluto de su vientre suavecito. Dos aletazos indignados más y desaparece en la profundidad. Una imagen más que sólo yo vi. Más que suficiente.

De regreso, las aletas me aprietan y apresuro el paso para llegar rápido a la playa. A mi izquierda cruzan como balas unos barriletes de piel plateada surcados por franjas obscuras que acentúan su velocidad. Uno de ellos hace un quiebre rápido y preciso, casi frente a mi cara, para capturar algún animalito que ni siquiera alcancé a ver. Se reúne con su grupo sin perder un solo latido y sin haber sido extrañado por sus compañeros de travesía.

Continúo escuchando el chapoteo de mis aletas en el agua, que a cada patada me acercan a tierra firme. Finalmente la arena dorada me recibe y crujiendo me acompaña a la salida de la playa. El bocinazo de un camión urbano que le arrebata el pasaje a otro me devuelve a la realidad. Ya estoy en la ciudad.

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