EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Aniversarios

Saúl Escobar Toledo

Enero 31, 2018

Este año celebramos tres aniversarios significativos de la historia del siglo XX mexicano: 80 años de la expropiación petrolera; 50 del movimiento estudiantil; y 30 de la elección presidencial que, según muchos observadores, estudiosos y testigos, ganó Cuauhtémoc Cárdenas.
El primer acontecimiento fue resultado de una decisión tomada por el presidente de la república; el segundo, una rebelión social; y el tercero, un sismo que fracturó al sistema político. Los tres, por diversas razones, cambiaron el curso de México. Todos ellos, más que una continuidad, marcaron una ruptura y pueden entenderse como episodios sobresalientes de las distintas etapas históricas que caracterizaron el siglo pasado.
Los aniversarios son ocasiones propicias para recuperar la memoria. El número de años que cumple algún evento destacado no significa, por sí mismo, nada importante. Podemos celebrar o condolernos de ellos en una fecha cualquiera. Ha habido, desde luego, otros acontecimientos importantes. Podríamos, por ejemplo, incluir en los recordatorios de este año la huelga ferrocarrilera de 1958. Pero la memoria es siempre selectiva: no podemos recordar todo, todo el tiempo. Por ello, vale la pena aprovechar la coincidencia de estos aniversarios para hacer un ejercicio que nos lleve a encontrar algunas claves de nuestro presente. Buscar en esos hechos, algunas “señas de identidad” para entender la situación actual.
La medida adoptada por el presidente Lázaro Cárdenas, anunciada el 18 de marzo de 1938, fue uno de los momentos culminantes de la revolución mexicana. Sus bases legales e ideológicas se encuentran en la Constitución de 1917 pero se hizo realidad gracias a la movilización popular que se desató desde el estallido del movimiento armado. Puede explicarse también como parte de la reconstrucción del Estado nacional que se emprendió desde la caída del régimen porfirista. Gracias a ello, se llevó a cabo un acto soberano que sorprendió al mundo (sobre todo a Estados Unidos y Europa) y a muchos mexicanos. Como lo han señalado diversos historiadores, la coyuntura internacional, particularmente la Segunda Guerra Mundial que ya estaba en curso, fue aprovechada magistralmente por Cárdenas para decretar la expropiación. Pero lo más importante es que le dio al Estado mexicano una enorme fuerza: legitimidad frente a sus ciudadanos, respeto frente a las potencias extranjeras, y nuevos instrumentos para conducir la economía nacional. Los años de estabilidad política, el crecimiento productivo y el papel que jugó México en el contexto internacional en las décadas posteriores, hasta principios de los años ochenta, difícilmente se pueden entender sin la expropiación de marzo de 1938. A pesar de sus dificultades y costos, la industria petrolera fue uno de los principales activos de los gobiernos del PRI ya que Pemex se convirtió en la palanca estatal más importante para financiar el desarrollo.
En 1968, el movimiento estudiantil fue la expresión de un profundo descontento popular. Los gobiernos revolucionarios presumían de haber logrado la modernización del país y la tranquilidad social y política, aunque estas últimas en realidad se apoyaban en un autoritarismo feroz que no admitía disensos. Diez años antes, las huelgas de ferrocarrileros y maestros habían sido reprimidas duramente por el ejército y la policía, y sus dirigentes eran presos políticos. No existía, en los hechos, libertad de expresión, ni de manifestación, ni de asociación. Tampoco competencia electoral. De esta manera, el movimiento se convirtió (como abundamos en un artículo previo), en una lucha por la democracia y la justicia social. La matanza del 2 de octubre fue la evidencia del agotamiento de un régimen político. A lo largo de los años siguientes, se desatarían grandes movilizaciones obreras y campesinas y surgirían oposiciones armadas y civiles y nuevas alternativas políticas.
Por su parte, en julio de 1988, el PRI tuvo que enfrentar una oposición capaz de desplazarlo de la Presidencia de la República, después de varias décadas de ejercer el monopolio de la vida política. Como se recordará, la ruptura de Cuauhtémoc Cárdenas logró la adhesión de un conjunto de partidos y sobre todo una enorme simpatía popular. Por primera vez en muchos años, se presentaba un candidato que representaba la legitimidad perdida de la revolución mexicana, la posibilidad de un cambio progresista, y el fin de la corrupción y el despotismo. Su candidatura conmovió arriba y abajo: a los grupos enquistados en el poder y a los ciudadanos de a pie. Se entendió como la oportunidad de retomar el programa de la revolución y al mismo tiempo iniciar un camino indédito. Ambas cosas hicieron de Cuauhtémoc el candidato de la esperanza de millones de personas. Los mexicanos volvieron a creer en una opción política y en una salida pacífica, institucional y ordenada frente a los desastres de las crisis de 1976 y sobre todo de 1982, misma que se había prolongado todos esos años con un elevadísimo costo social.
El fraude electoral impidió que se instalara un gobierno encabezado por la oposición, pero abrió una etapa de mayor pluralismo político y la reconstrucción de un sistema electoral que dio lugar a la alternancia, primero en los municipios y gubernaturas de varios estados, luego una mayoría opositora en la Cámara de Diputados y el triunfo en la Ciudad de México que por primera vez elegía a un gobierno propio y, finalmente, la Presidencia de la República.
Si entre 1938 y 1968 el Estado mexicano pasa de su momento de mayor fuerza y reconocimiento a sus días de peor desempeño y mayor deslegitimación, entre 1968 y 1988 el país transita de la rebelión social a la oposición política organizada. Dicho de otra manera, se pasa del protagonismo del Estado y en particular del presidente (1938), a los episodios del 68 en el que el actor central fue la movilización callejera, y luego al cisma de 1988, encabezado por un candidato opositor que enarbolaba un proyecto de reformas dentro del marco de la legalidad. Se iniciaba, parecía entonces, una transición pacífica hacia un nuevo estadio del país.
Ello, sin embargo, no sucedió. La zaga de este relato no tiene un final feliz. La deriva del Estado fuerte y despótico terminó, pero no fue sustituida por un régimen que promoviera un mejor reparto de la riqueza y una democracia sustantiva. Los principales centros de poder fueron secuestrados por una élite tecnocrática al servicio de los grandes capitales nacionales e internacionales. El descontento popular siguió extendiéndose, pero si al principio parecía que los partidos, especialmente el PRD, serían el vehículo para convertir las demandas sociales en nuevas leyes y acciones de gobierno, la vida política pronto se degradó en un sistema de reparto y encubrimiento que cobijó la corrupción y la impunidad. La alternancia ocurrida en el año 2000 no fue el inicio de una renovación sino la puerta de entrada al desastre. Así, en este sexenio, hemos visto cómo las instituciones se han deteriorado profundamente, cooptadas por la delincuencia organizada, la arbitrariedad de los organismos de seguridad pública (denunciados repetidamente por actos de tortura y ejecuciones extrajudiciales), y la incapacidad de gobernar en amplias zonas del territorio nacional. Su resultado inmediato ha sido una violencia extendida e imparable que amenaza cualquier expectativa de progreso y convivencia en nuestra patria.
Si a fines del siglo XX, el paso de 1938 a 1968 y luego a 1988, con todas sus implicaciones dramáticas y sus significados múltiples, se perfilaba como una serie histórica que avizoraba mejores tiempos, el siglo XXI nos ha traído casi puras malas noticias. Se ha desmantelado en unos cuantos años casi todo lo que parecía servir de base para levantar un nuevo país.
Las elecciones de este año, 2018, tendrán que resolver esta encrucijada: ¿estaremos ante la oportunidad de una ruptura con el pasado inmediato para retomar lo mejor de nuestra historia, o ante la continuidad de estos años oscuros?

Twitter: #saulescoba