Lorenzo Meyer
Abril 01, 2024
En política el tiempo puede ser un factor crucial. Hoy se pueden hacer cambios negociando, pero mañana quizá se intente hacerlos con violencia.
Que hoy el grueso de las sociedades acepte, al menos en teoría, el principio de igualdad entre hombres y mujeres y sus implicaciones legales, políticas, económicas o culturales, es un logro histórico producto de choques y conflictos a veces innecesariamente brutales y que abarcaron desde la esfera familiar hasta el sistema internacional mismo. Cosa igual puede decirse de otras desigualdades: de clase, raciales, culturales, económicas, internacionales y más. En todos los casos el cambio sustantivo ha involucrado conflicto, pero la naturaleza del choque de intereses depende de la voluntad de negociarlos.
Thomas Piketty, autor de El capital en el siglo XXI, (2013) es hoy por hoy el gran teórico de la naturaleza y evolución histórica de la desigualdad social, de sus características y modalidades. El autor muestra cómo, en los diferentes caminos que han seguido las sociedades modernas para enfrentar las desigualdades dentro y entre las naciones, se ha requerido de presionar al estatus quo. La naturaleza de la presión depende de la voluntad e inteligencia de las partes en conflicto en este tema-eje de la historia moderna. La centralidad de este eje se puede constatar simplemente por las consecuencias y los notables logros al respecto derivados de fenómenos como las guerras mundiales o las grandes revoluciones. Hoy la lucha más apremiante se da en torno a la catastrófica degradación del medio ambiente, consecuencia directa o indirecta del hipercapitalismo que también es la causa de la desigualdad social lo mismo en Estados Unidos que en China.
Y es que, vista desde una perspectiva global y sobre todo a partir de los dos últimos siglos como lo hace de manera muy sintética y didáctica este autor –“El último gran intelectual francés”, según El País (15/10/23)– en su Breve historia de la igualdad (2021). Los grandes datos le dan la razón a su propuesta: gracias a la lucha contra la desigualdad la humanidad es hoy menos desigual que hace un par de siglos atrás en materia de salud pública, condiciones de trabajo, acceso a la educación o a la participación política. Y todo ello gracias no a un cambio en los valores y actitudes de las clases que históricamente se beneficiaron de las desigualdades sino “gracias a una serie de revueltas, revoluciones y movilizaciones políticas a gran escala” (p. 271).
Desde estas perspectivas la experiencia histórica mexicana encaja perfectamente en el escenario global de lucha contra la desigualdad. Sin embargo, y pese a la enormidad de los esfuerzos los resultados concretos del impulso hacia la construcción de una sociedad mexicana menos desigual siguen lejos de corresponder al esfuerzo y sacrificio desplegado a lo largo de los últimos siglos.
En una publicación dela Comisión Económica para América Latina (Cepal) de Miguel del Castillo Negrete La distribución del ingreso y la riqueza (2023) encontramos que en 36 años el 0.1% de las familias más ricas de México duplicaron la proporción que recibieron del ingreso nacional (15.5% en 1984 a 30.8% en 2020) y que el sueldo de un CEO (por caso, en Citigroup México) en 2022 fue de 18.3 millones de pesos mensuales mientras el salario mínimo fue de 5 mil 258 pesos. Para Castillo Negrete es este modelo de asignación tan desigual de ingresos “el primer responsable de los problemas de pobreza y falta de desarrollo de las familias en México”.
El gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha tenido como lema “primero los pobres” y ha hecho esfuerzos en ese sentido. El gasto público destinado a los programas sociales creció en 30%. Y, sin embargo, los mexicanos que aún viven en situación de pobreza según Coneval son 46.8 millones (36.6% de la población) y de ellos los clasificados como “pobres extremos” siguen siendo alrededor del 7% de la población. En contraste, los 14 “ultrarricos” y de acuerdo con la organización Oxfam, mantienen un acelerado proceso de crecimiento de su riqueza que ya equivale al 8% de la riqueza total del país y, por tanto, la desigualdad en México es realmente notable y por tanto preocupante.
Para Pikkety el modelo hipercapitalista y su ideología que, con variantes, prevalecen en el mundo ya son obsoletos y sumamente dañinos para el grueso de la humanidad. El cambio lo exige el que “los países ricos son ricos en el sentido de que la riqueza privada nunca ha sido tan alta, sólo sus Estados son pobres” (p. 280). Y es justamente ese “Estado pobre” el que debe y va a ser acicateado y sin tregua por la movilización y la presión de los menos favorecidos para que revierta de manera más enérgica esa persistencia de la concentración extrema de la riqueza. Según Castillo Negrete el 5% de hogares más ricos de México llegaron a recibir en 2014 el 67.5% del ingreso familiar y en 2020 el 60.8%. Sin duda hay políticas en beneficio de la igualdad en nuestro país, pero estas deben acelerarse para evitar que la inequidad desemboque, de nuevo, en reacciones donde las posibilidades de negociación entre los beneficiados por el statu quo y los impacientes por revertirlo disminuyen y el conflicto escale. Si como señala Pikkety la tendencia histórica a la igualdad tiende a ser irreversible, las sociedades deber adaptarse a ese cambio, negociarlo, antes de que sea tarde.