Adán Ramírez Serret
Abril 04, 2025
Los fenómenos de la naturaleza son, muchas veces, terribles cuando se viven en carne propia. Los tornados, volcanes en erupción o las tormentas arrasan por todos aquellos lugares que pasan dejando tristeza y desolación. La humanidad siempre ha sentido fascinación por estos fenómenos que han sido achacados a dioses caprichosos, fúricos o justos. Pareciera como si las catástrofes tuvieran un lenguaje en el cerebro animista de los humanos. Sin embargo, estas “expresiones” de la naturaleza, si no se viven en carne propia, también están cargadas de una profunda belleza, pues el mundo es una de las fuentes más profundas y ricas para los artistas. Así, los tornados, las erupciones de los volcanes y las tormentas se transforman en algo terriblemente hermoso en poemas y lienzos. Además de ser fenómenos que aleccionan mucho sobre la fuerza de la naturaleza son un despliegue de belleza el aire furioso de un tornado que crea un remolino gigantesco que eriza la piel; la lava hirviendo expulsada por la boca de volcán es la esencia de la Tierra, o un huracán son el agua, la luz y el viento fundiéndose en uno solo. Sobre esto último pienso en particular en varias de las obras del pintor inglés William Turner en las cuales se dedica de manera obsesiva a retratar tormentas de muchos colores y formas que son obras en las que perderse, en donde el arte hace posible disfrutar aquello que en la vida real es imposible.
Lo mismo otro William, pero este dramaturgo, de apellido Shakespeare usó uno de estos fenómenos para su última obra, La tempestad, en donde un grupo de europeos se dirige hacia el llamado en aquellos tiempos Nuevo Mundo que fascinó al Viejo Mundo. En esta obra, entre sus muchas maravillas, hay un personaje, Ariel, un tanto mágico, cuyo nombre es neutro y por lo tanto ambiguo, no se sabe del todo si es hombre o mujer o ninguno de los dos. Mismo que ha fascinado a Ariel Florencia Richards (Santiago, 1981), quien en su última novela hace alusión a él y sugiere de dónde viene su nombre con el cual se definió cuando cambió de género. Esto lo cuenta en su más reciente novela Inacabada, que es una confesión, un viaje y una reflexión sobre el cambio de género, en donde problematiza de manera precisamente literaria un relato en donde la historia principal es el cambio de género, dice: “Y lo cierto es que el lenguaje y el cuerpo son posiblemente las herramientas performativas más poderosas que tenemos para desplegarnos pero también para remover e inquietar eso que no nos define y que nos incomoda. Las palabras que pronunciamos –que performamos y escribimos–, nos permiten comunicar quienes somos. En ese sentido, el lenguaje nos da la posibilidad de cambiar”. En efecto, la obra literaria siempre es performativa, es una puesta en escena del lenguaje que al mismo tiempo se reafirma y renueva e Inacabada emparenta al cambio de género, de hombre a mujer, con el arte moderno, pues es lo opuesto a la belleza tradicional apolínea, en donde se busca una belleza en donde todo esté terminado, que la obra, la creación, estén lo más pulidas posibles. Quizá sea para entender mejor, que las historias tengan un final claro y cerrado para asimilarlo mejor, para saber qué fue lo que en realidad pasó. Pero el arte moderno a partir del siglo XIX ha iniciado otras búsquedas en donde la belleza puede ser oscura o amarga, en donde los finales son abiertos. Obras inacabadas no por pereza o confusión sino porque el fragmento, la ruptura, el borrador son la obra buscada.
Así, Florencia cuenta la historia de Juana, una mujer que emprende un viaje junto a su madre en donde el cambio de sexo es el eje de la historia. Un tête a tête en el cual el amor intenso de la familia busca las formas apolíneas, aquello que debe ser tan claro como la luz que hace azul el cielo, mientras Juana, porque así es su humanidad y se lo exige la libertad, quiere enfrentar las tormentas que son violentas, pero también extrañamente bellas.
Ariel Florencia Richards, Inacabada, Barcelona, Random House, 2024. 161 páginas.