EL-SUR

Miércoles 22 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

POZOLE VERDE

Arrebat(ad)os hasta el final

José Gómez Sandoval

Enero 06, 2016

Olvidaba decir que con las anécdotas político-sensuales sobre Gustavo Díaz Ordaz entramos al tercer tomo de los Arrebatos carnales de Francisco Martín Moreno. Cuando empecé a refifar el primer libro, advertí que sus tapas eran rojas en razón de las sábanas revueltas y candentes sobre las que se estampa –en repujo dorado– el nombre del autor y el águila nacional, el título y la frase que lo secunda: Las pasiones que consumieron a los protagonistas de la historia de México. Cuando tuve el segundo tomo en las manos, se me prendió el foco: en las tapas título y créditos mantenían el modelo grandilocuente, las sábanas de la portada permanecían revueltas, pero ahora eran verdes, de tal manera que, en cuanto las ponemos (de lomo) junto a los otros dos libros (el rojo y blanco), sugerirán la bandera nacional ondeando bajo un viento caprichoso… La verdad es que nunca imaginé que nos fuéramos a entretener tanto con don Francisco Martín. Su irreverente y novelesca interpretación de la historia mexicana y sus chismes de alcoba tuvieron tanto éxito que consideramos que interrumpirlos era dejar a los lectores colgados de la brocha. Por eso decidimos persistir hasta el final, es decir, hasta refifar lo que Martín Moreno nos cuenta sobre Gustavo Díaz Ordaz, Melchor Ocampo, Venustiano Carranza y otros personajotes de nuestra historia, con la inusitada y hasta escandalosa información que presume y el alto porcentaje de imaginación que lo caracteriza.
Cuando termine, Francisco Martín Moreno podrá demandarme ante la dirección de derechos de autor, o, si no quiere incidir en las injusticias que señala con permanente vehemencia, agradecer a El Sur el interés por su obra y el incremento de sus ventas. En cualquier caso los lectores salimos ganando.

Díaz Ordaz a calzón quitado

Winston Mackinley Scott, jefe de la CIA en México, está atento a todo lo que acontece en el “pequeño” universo político mexicano. No sólo sabe lo que el propio Gustavo Díaz Ordaz “investiga” por él, a quien –presume– conoce como a la palma de su mano, con pelos y señales. Tan cerca de la vida íntima del presidente husmea el superagente que de buenas a primeras se hace amigo de Irma Serrano. Resulta que se hizo tan su cuatacho que ésta no tuvo empacho en contarle su vida de cabo a rabo (o como se diga). De pronto anuncia que dejará el micrófono literario a la mismísima Tigresa, quien durante varias páginas nos contará su alegre y audaz historia de propia voz y, desde luego, a calzón quitado.
Dice Irma que “Gustavo no dejaba de verme, ni cuando cruzaba las piernas, ni cuando me acomodaba la falda”, ni cuando hacía comentarios estúpidos. Desde el principio la joven y bella cantante se dio cuenta de que tenía a Gustavo Díaz Ordaz “en el puño de su mano” y podía hacer con él “lo que me viniera en gana. Así lo decidí –anuncia– y así lo hice –asegura–. He ahí el verdadero poder femenino”… “De lo que se trataba –confiesa– era de dejarme hacer con algún pudor, para que la conquista no le fuera tan sencilla…” Pregunta si quiere que le cante El chile parado no cree en Dios, de su propia inspiración, pero el presidente prefiere que le cuente cosas de su vida.
E Irma cuenta: nació en Chiapas, su mamá había heredado “varias haciendas cafetaleras” pero su papá era “tan flojo que para tener un hijo hubiera preferido casarse con una mujer ya embarazada”. Tenía nueve años cuando su mamá le pidió el divorcio a su papá, para casarse con Raquel, un “mantenido” que de inmediato le cayó a Irma de la patada. Durante una discusión familiar, la madre quiso golpear a Irma con un palo, pero tropezó y el palo quedó en manos de la rencorosa hija. Antes de que diera el primer golpe apareció Raquel y desarmó a la jovencita rebelde a la que desde antes consideraban “el diablo”. Ahí murió el problema, por el momento. En la noche, mientras Raquel dormía, Irma le asestó dos leñazos en la cabeza tan fuertes que lo mandaron a terapia intensiva…
Las relaciones familiares estaban rotas cuando Irma conoció a Fernando Casas Alemán, que por entonces andaba como candidato a la Presidencia de la República en Tuxtla Gutiérrez. “Un grupo de niños pasamos con él ratos muy felices durante su gira –explica Irma–. Me escogió a mí para sentarme en sus piernas y acariciar mis rodillas con sus manos tibias… Cuando se despidió me prometió que volvería por mí. No tardó en cumplir su dicho. Yo acudí a despedirlo al aeropuerto, momento que él aprovechó para tomarme de la mano y subirme al avión. Ni siquiera pude despedirme de mi madre. ¿Qué más daba…? Volamos a Acapulco, donde –dice la diva– conviví con él mucho tiempo antes de que se atreviera a tocarme y a poseerme, cuando apenas había cumplido los catorce años de edad”.
Tras contar con cierta minucia cómo don Fernando, “ilustre católico, candidato de la derecha más extremista del país”, “padre de tantos hijos, que tenía el pecho lleno de cruces, escapularios y medallas benditas por el papa Pío XII…, fanático religioso” que era capaz de vivir “hasta triple vida”, la “hizo” mujer gracias “a una crema que don Fernando tenía por todos lados”, después, en fin, de abrirse de pecho ante Gustavo, éste decidió “entrar en acción”. No le pidió que se desnudara, ni empezó a acariciarla… Cuando pidió a Irma que le cantara una canción, ésta supo que “el futuro presidente de la República” había entrado a sus terrenos tan desarmado que podía hacer “con él lo que me dio mi chingada gana”.

Me he de comer esa tuna

A partir de este momento, Irma se dedicará a coquetearle al “próximo” con sus amplios dotes físicos y el timbre firme y vernáculo de sus canciones. Pregunta: “¿Qué tal si te canto Cartucho quemado?, y Gustavo le lanza “una mirada de fuego” y, luego que asimila el doble sentido del título, estalla en una carcajada. Si algún plan había, éste consistía en “aflojar” el carácter y la carota del entonces secretario de Gobernación, para propiciar un ambiente amistoso. Pregunta “¿Y esta otra, Virgencita, que canta María de Lourdes?” Y Díaz Ordaz negaba con la cabeza, pero “volvía a sonreír en silencio”. ¿Y, para que la cosa se calentara, qué tal si le cantaba Ahora que traigo ganas, de Eva Garza, No habrá otro modo, de Dora María, o Me he de comer esa tuna, que tan famosa hizo Jorge Negrete? “Las trampas –confiesa Irma– estaban bien puestas y funcionaban a la perfección. Las arañas saben tejer muy bien su red, o ya no son arañas…” Cuando, acompañada por su guitarra, cantó esa de “amorcito corazón, yo tengo tentación, de un beso”, con lo que ella ya no podía ser “más clara”, Gustavo se quitó el saco y se aflojó la corbata, supo que lo tenía “a tiro de pichón, mejor dicho, de colchón”. Ella “dominaba la escena”, pero como Gustavo era tímido con las mujeres (“incomparable con don Fernando”), todavía cantó: “Te he de querer, te he de adorar…, “Si nos dejan, nos vamos a querer toda la vida…” y “Amanecí otra vez entre tus brazos”. Él parecía ruborizarse con cada canción, pero no fue sino hasta que ella cantó esa de “Cachito, cachito, cachito mío…” cuando arrancó la guitarra de sus manos y la sacó a bailar. No sólo eso: Irma le quitó los anteojos y, exigiéndole que cerrara los ojos, “me colgué de su cuerpo y luego me llevé sus manos, de una vez por todas, a mis nalgas para que las acariciara hasta hartarse”.
En pleno faje Irma se da cuenta de que a pesar de sus esfuerzos el “futuro presidente” no se aventaba: “Me di cuenta de su provincialismo –dice entonces–. Su religiosidad” le impedía soltarse… “Este poblanito, de San Andrés Chalchicomula, ni siquiera sabía bailar”… Pero Irma le había preparado una trampa de la que no podría escaparse: en cuanto él descubriera que no llevaba pantaletas y le tocara su “piel desnuda, bien lubricada y encremada”, él tenía que enloquecer de emoción.
“Sorpresas que da la vida”, dijo ella, a calzón quitado, y él, risueño, agradeció su comprensión. Irma le quitó la camisa y pudo observar “su pecho lampiño, esquelético, y –dice– besé sus tetillas mientras él apretaba mi cabeza como si fuera a arrancármela”. De rodillas, desprende a Gustavo de sus pantalones y hasta de unos calzones “muy largos” que quizá se “había chingado del armario de don Porfirio, sólo para descubrir que la patria, en este caso, no estaba debidamente representada”.
De una tía había aprendido Irma que “lo importante en la vida no es lo que te dio la madre naturaleza, sino cómo lo usas”, pero Gustavito –para entonces– “no sabía ni cómo usarlo”. Pero bueno, ¿no, en una situación de esas, don Fernandito Casas Alemán “increíblemente se puso a rezar un Ave María”? Irma Serrano reconoce que “las caricias de los influyentes siempre me hicieron sentir diferente. Era algo así como arrebatarles o compartir algo de su gloria, de su poder, de su eternidad”… Pero a los galanes había que capacitarlos, educarlos y guiarlos, más cuando se trataba de “un burócrata de cincuenta y dos años que jamás había abandonado su oficina para poder llevar a cabo una carrera meteórica”. Dice Irma que ella le enseño a Gustavo “las reglas elementales” del amor, en el entendido de que “él me haría rica, muy rica, y yo le haría rico, muy rico…”
En cuanto a esa ocasión, dice Irma que “claro que se regó la pólvora antes de que (Gustavo) se pudiera echar el mosqueterito al hombro”, y que después de “las fatigas del amor”, ella reinició el pícaro juego de palabras que había empezado con el anuncio del título de las canciones “aflojacarotas”.

Un narrador a modo

Díaz Ordaz, que nunca se metió en esos chistecitos de dobles palabras porque “no estaba ni estoy para que nadie se burle de mí” (pues –agregó– ya “bastante mal” la había pasado “con esta jetita que no escogí”), afloja prenda ante el embate archidistendedor de la que no tardaría en ser conocida como La Tigresa. Hace muchos años que este reescribidor tiró a la basura el libro en que la cantante revela pasajes de su pasado y de algunos encuentros que sostuvo con políticos y actores A calzón quitado, y no piensa recordarlo y mucho menos recuperarlo. Como, sorprendentemente, la autobiografía de La Tigresa no aparece en la larguísima lista bibliográfica que alimentó este capítulo carnal, los lectores estamos a un brinco de creerle a Francisco Martín Moreno que, si no fue él mismo, el narrador que escogió llegó a entrevistar personalmente a Irma Serrano. Como fuera, ni afirmar ni negar esto tiene sentido ante el procurado impacto de estas supuestas o falsas asociaciones político-carnales que tanto vuelo agarran en el sentido novelesco. Martín Moreno nos muestra escenas desconocidas y “secretas” de la historia nacional con una soltura literaria que convence a pesar de que plantee muchos de sus relatos bajo el mismo esquema narrativo e incluso de que constantemente, en aras del realismo, constantemente datos históricos, comentarios políticos o detalles cachondos se abigarren al extremo de sugerir que están bajo el régimen de la mera fabulación. Si a la selecta y amplísima bibliografía que don Francisco enlista al final de cada libro juntamos la presentación física, editorial, de los Arrebatos carnales, y la amplia exposición en librerías y centros comerciales que los volvió best seller, no dudaríamos que estamos ante un proyecto editorial tan amplio y complejo que sólo ha sido posible por la participación de un equipo propositivo y filosamente profesional.
Adviértase, si no, las facilidades chismorreicas que ofrece a Martín Moreno el personaje-narrador que escogió para contar la vida (familiar y cachonda) y obra (política) de Gustavo Díaz Ordaz y para darnos, de paso, diversos y significativos retratos de los políticos que entonces conformaban una “familia feliz”. El hecho de que Winston Mackinley sea extranjero, estadunidense y dirigente de la CIA en México ofrece a Martín Moreno la posibilidad de revisar esta etapa de la historia mexicana desde fuera, a través de la mirada y la voz altas y menospreciativas de un supuesto individuo que asegura conocer todo lo que sucedía en la vida política del país y cada uno de los participantes…, empezando, desde luego, con el presidente de la República.
Y ni modo: Irma ya conquistó a Díaz Ordaz, pero hasta la próxima pozolada sabremos cómo, después de conquistar a Gustavito, advirtió que al futuro presidente todavía le falta ponerse al chile en ese vulgar juego de palabras que los mexicanos llamamos albur, y cómo se esforzó por ilustrarlo… con una sola lección.