Jorge Zepeda Patterson
Enero 05, 2004
Se presentó como Víctor Ortiz Monasterio y aseguró a mi secretaria que me conocía desde hace tiempo. Con tales apellidos y mi endeble memoria lo recibí, convencido de que se trataba de uno más de los amigos que suelo encontrarme en algún restaurante y que me resultan perfectos desconocidos aunque recuerden con precisión los castigos que nos impartía la maestra Ildefonsa en tercero de primaria. Lo que siguió fue una actuación digna de un Óscar, un Ariel o, por lo menos, la candidatura a una diputación. Entró en mi oficina con el aplomo de Jorge Vergara y la elegancia de David Niven: 35 años, 1.85 de estatura, traje italiano, y varias generaciones de ancestros bien comidos le otorgaban una presencia más resuelta e impactante que la del gabinete de Fox en su conjunto. Sin embargo, su tono era apremiante. “Jorge, disculpa que te visite en estas condiciones, no te veía desde que nos saludamos en El Universal, ¿recuerdas?” preguntó, al tiempo que me estrechaba efusivamente la mano. Antes de que mi cerebro pudiera localizar la neurona que almacenaba su cara o cualquier otro dato de su expediente, algo que me permitiera situar este derroche de energía que había irrumpido en la oficina., él ya me estaba haciendo otra pregunta. Quería saber cómo estaba un socio de la revista Día Siete y si lo había visto recientemente, pero apenas comenzaba a contestarle cuando interrumpió de nuevo. Su voz abandonó los agudos y bajó varias escalas para instalarse en la calidad tonal propia de un notario durante la lectura de un testamento o un médico de cabecera ante el enfermo terminal: “Jorge, otro día te visito con calma, en este momento tengo un serio problema” y me miró con cierta severidad como si yo intentase charlar frívolamente las siguientes dos horas. “Me bajé 15 minutos a tomar un café con un amigo, y en el lapso se llevaron mi BMW al corralón”. El gesto de rabia era genuino y la indignación que sentía por los conductores de grúas hacía de ellos el escalón más bajo de la humanidad. Un pederasta no sería objeto de mayor desprecio que ese chofer irresponsable que se había llevado su auto. “Lo peor es que dejé el maletín con mi lap top, la chequera y mi cartera, en el asiento trasero; tengo que llegar al corralón antes de que comiencen a revisarlo”. Acto seguido me pidió 700 pesos, mientras se le encogía el cuerpo y se le quebraba la voz. Años de entrenamiento en lenguaje corporal me ofrecían una imagen más que convincente de Jean Valdin, de Los Miserables. Era la viva estampa de un hombre desolado, doblado por el infortunio, pero dispuesto a sobrellevar con dignidad su pena. “Sé que es un abuso pero en verdad no tengo opción; también sé que eres una persona decente”. Para entonces su personaje había cambiado de nuevo. Ahora me miraba con cara de juez intrigado, como si de mi respuesta dependiera el juicio final sobre la calidad moral de la humanidad. Mientras mi cerebro buscaba una salida entre la natural aversión a separarse de 700 pesos y el temor de ser arrojado por mezquindad al fuego eterno, él me cerró las puertas: “Ya no encontré a mi amigo, eres mi única posibilidad; pero si tienes desconfianza, aquí te dejo mi celular”. Con ese toque de clase terminaron mis vacilaciones porque ahora me veía con cara de ofendido, como si yo hubiese apuñalado por la espalda una amistad entrañable. Le entregué 500 pesos y le desee suerte. “En dos horas regreso y te devuelvo el dinero, eres un caballero”, me dijo al despedirse.
Cinco minutos más tarde descubrí que era un caballero bastante imbécil, por no decir peor. El subdirector de la revista se cruzó con el sujeto y me comentó que dos años antes, en otra oficina, le había tocado el mismo cuento. Por fortuna él resultó menos “caballero”.
Esto sucedió hace algunos meses. Al final terminé por aceptar la humillación convenciéndome de que había sido un precio aceptable por tan portentoso histrionismo: Sniagol (Señor de los Anillos) no cambiaba de personalidad con la maestría que lo hacía nuestro falso Ortiz Monasterio. Con todo, alcanzó a abollar mi confianza en la especie humana. Por lo menos hasta ayer.
Me tocó presenciar una escena peculiar. Una señora humilde intentaba comprar una medicina de 170 pesos pero sólo tenía 50. La desesperación con la que estrujaba el billete y el abismo de su mirada permitían adivinar lo que le esperaba en casa. Ante la imposibilidad de que le vendieran el frasco suplicaba, sin éxito, que le vendieran unas cuantas pastillas. Un señor se adelantó y zanjó la cuestión ofreciendo pagar la diferencia. Para mi sorpresa, la señora se negó a aceptar el ofrecimiento: su dignidad era mayor que su pena. Al final, el señor la convenció haciéndole ver que no lo hacía por ella sino por él mismo.
Ayer recuperé mi confianza en la dignidad de los seres humanos, o por lo menos en una buena parte de ellos. Muy a tiempo para emprender la travesía del 2004. Y sólo me costó 120 pesos.