Lorenzo Meyer
Marzo 02, 2020
“Quizá no sea aventurado decir que la verdad subyacente es que estamos en un atolladero que nadie entiende.” El atolladero al que se refiere el general y ex gobernador de Morelos, Jorge Carrillo Olea –quien debe conocer a profundidad los servicios de inteligencia y seguridad del antiguo régimen– es la violencia desbocada que vive nuestro país desde hace décadas (La Jornada, 21/02/20). Y lo que según el general no se entienden son sus causas y, sobre todo, cual puede ser la salida de un atolladero que ha llevado una tasa de homicidios de 29 por cada cien mil habitantes (2018), que se compara bien con Brasil (31.6) pero mal con Chile (4.3) y ni qué decir con Japón (0.2).
La insoportable gravedad de esta violencia creciente se intentó remediar durante el gobierno de Felipe Calderón y el que le siguió mediante la vía más expedita y tradicional: la militar. Pero ese camino no llevó a ninguna solución y la administración de Andrés Manuel López Obrador se propuso combinar el instrumento característico del Estado, la fuerza legítima, con un combate sistemático a la corrupción –no más Genaros García Luna– y programas sociales. Sin embargo, estas políticas –becas y empleos para jóvenes, entre otras– no dan resultados inmediatos, de ahí que observadores como Carrillo Olea consideren que “están lejos de cumplir con las expectativas atribuidas”.
La impotencia de los aparatos del Estado mexicano para desempeñar una de sus obligaciones básicas –dar seguridad al ciudadano–, pudiera revivir una tentación norteamericana de finales del siglo XIX: imponer el orden –su orden– al sur de su frontera mediante acciones directas. Semejante opinión le fue expresada recientemente al autor de esta columna por una investigadora de la Universidad Nacional de Defensa de Washington. Claro que esa tentación debería ser frenada por las malas experiencias de las intervenciones norteamericanas recientes que buscaron reconstruir regímenes en Irak o Afganistán. Sin embargo, para un presidente norteamericano con miras de corto plazo y una base electoral impregnada con ideas del “nacionalismo blanco”, la experiencia histórica puede ser irrelevante.
En el pasado, cuando la gobernabilidad mexicana iba de lo raquítico a lo ridículo –en 1846, por ejemplo, con sólo cuatro secretarías de Estado, hubo 38 cambios de titulares, más cuatro de presidente–, el bandidaje era incontrolable. Ya en la República Restaurada y el Porfiriato se optó por imponer la mano dura para ir recuperando la seguridad perdida desde la guerra de independencia. Al final, propios y extraños alabaron la paz que caracterizó al México porfirista. Si bien la Revolución significó el retorno de la inseguridad en el México rural –el mayoritario– poco a poco una combinación de crecimiento económico, uso irrestricto de la fuerza más políticas sociales dieron paso a la pax priista.
Hoy, intentar enfrentar al crimen organizado privilegiando el empleo de la fuerza al estilo del pasado, ya no es viable. Además, aún es temprano para declarar fracasado el proyecto de una Guardia Nacional con 110 mil efectivos y 266 coordinaciones regionales en combinación con políticas sociales y económicas.
Un elemento fundamental puede apreciarse con una mirada histórica. Paul J. Vanderwood concluye que: “A lo largo del siglo diecinueve las razones de los bandidos mexicanos parecen haber permanecido invariables: exigir a la sociedad parte de las ganancias producto de un arreglo social que a ellos les ofrecía pocas oportunidades legítimas de mejorar su condición” (Nineteenth-Century Mexico’s Profiteering Bandits en Richard Slatta, ed., Bandidos, 1987, p. 11). Esa situación ha vuelto a recrearse. Según el Centro de Estudios Espinosa Iglesias, la probabilidad de que hoy alguien nacido en una familia del 20% más pobre de la sociedad mexicana se incorpore al 20% más rico, es de 4%. El 48% –casi la mitad– vivirá estancado (El México del 2018. Movilidad social para el bienestar, México, 2018, p. 26).
Ampliar las avenidas de la movilidad social ofrece la posibilidad de disminuir el atractivo de la vida criminal. Sin embargo, ya se perdió un tiempo valioso –varios sexenios–para recuperar la tranquilidad que demandan la sociedad y el mundo externo. Y esa es precisamente la naturaleza trágica del actual atolladero mexicano.