Adán Ramírez Serret
Noviembre 09, 2018
Entre las muchas cosas que le aprendí a mi entrañable profesor Evodio Escalante, quien dirigió con paciencia y sabiduría mi tesis de licenciatura, se encuentran algunas anécdotas que se entremezclan con reflexiones literarias, al grado que parecen parábolas teóricas y filosóficas.
Una de ellas es que un día acudió con su familia al estado de Durango de donde es originario; se internó en las montañas de ese estado para ir a encontrar a unos tíos campesinos que vivían en una remota comunidad perdida entre los cerros. Allí, platicando a la luz del fuego y las estrellas, un familiar un tanto sorprendido de tener un sobrino escritor, lo llevó a un cuarto aparte y le mostró el único libro que había en su casa; se trataba de un ejemplar de Pedro Páramo de Juan Rulfo. Mi profesor, Evodio, se quedó con la boca abierta, y con la piel encrespada, cuando su tío le dijo que tenían ese ejemplar porque ese libro los representaba. “Este libro somos nosotros”, le confesó.
Recordé esta anécdota porque recientemente viví una experiencia similar cuando leí Ausencio del joven escritor Antonio Vásquez (Tucson, Arizona, 1988), con quien comparto no tan sólo haber crecido en Oaxaca sino también haber vivido en el mismo pueblo, Santa María del Tule, en el mismo estado.
Ausencio es una novela breve escrita con mucha precisión, pulcritud y talento. Una obra en donde la pérdida se entremezcla con el dolor y la depresión. Cuenta la historia de un joven hijo de inmigrantes oaxaqueños que nació en Estados Unidos y en algún momento de su infancia sus padres deciden irse de vuelta a su lugar de origen. Arturo, el narrador y protagonista, se convierte en un testigo de su propia vida al ser desplazado por los otros niños del lugar por hablar diferente y por no haber crecido allí, y al ver cómo su familia, su madre y su padre, se ven distanciados al llegar a su pueblo; se separan por las profundas tradiciones que obligan a la gente a vivir bajo su yugo. Es entonces cuando una grieta se abre y comienza a vivir esa vida extraña del escritor en ciernes, aquella de un individuo que se dedica a observarlo todo, a sí mismo más que nada.
El joven narrador que nos cuenta todo desde un fascinante presente –pues el vivir en el aquí y en el ahora, es una estrategia adecuada para no ver ni para atrás ni para adelante–; se sorprende y se muere de miedo cuando asiste a un jaripeo en donde su madre es designada como la madrina. Lo cual consiste –los lectores de este periódico deben saberlo bien– en pagar la comida y la bebida a un pueblo completo.
La escena del ruedo de madera en medio de la cancha de futbol, situada entre las montañas, me viene a la mente, y de inmediato regreso a mi infancia con la evocación de la banda de música de pueblo, las gradas para las mujeres, la ebullición de niños corriendo entre los toros, unos mansos y otros brincando con violencia y que alebrestados, hacen correr a la multitud llena de pánico y fascinación masoquista al tiempo que al fondo, los hombres, plenos y ahítos de mezcal, se juegan la vida entre los cuernos y la fuerza brutal del animal.
Antonio Vásquez cuenta cómo un niño mira lleno de terror la forma estúpida en la que muere un hombre atravesado por la cornada de un toro. También, como su padre, Ausencio, murió a causa del alcoholismo, recluido y casi obligado por el pueblo a repetir el pasado, y su lucha inútil por llevar a su padre de nuevo a su casa.
Pero esta novela de Antonio Vásquez no es sólo una descripción con potentes atmósferas; es una reflexión sobre un presente de un lugar, de un momento histórico en donde ya no hay espacio ni tiempo para ser héroe, ni rebelde, ni mártir; sino tan sólo para observarse a sí mismo mientras la vida se escapa de sus manos y su presente se cae a pedazos.
Descubro así que aquel lugar lleno de magia, pintores y comida fantástica que es Oaxaca, da pie para un libro que soy, y quizá todos seamos, un mundo en donde las tradiciones se tragan al presente, o viceversa.
(Antonio Vásquez, Ausencio, Ciudad de México, Almadía, 2018. 135 páginas).