Humberto Musacchio
Agosto 01, 2019
Los llamados organismos autónomos están en entredicho. El debate lo desató una declaración del presidente Andrés Manuel López Obrador, quien habló de “irregularidades” en el funcionamiento del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), donde el secretario ejecutivo llevaba 13 años en el cargo y él y otros nueve funcionarios estaban igualmente en falta, pues la normatividad establece que sólo puede ocupar sus cargos durante un cuatrienio.
En el anterior sexenio, el Coneval se distinguió por el derroche. Pasó de cuatro a 16 direcciones adjuntas, duplicó el número de plazas pese a que la materia de trabajo es la misma, el arrendamiento de vehículos, que en 2013 costaba 174 mil 680 pesos mensuales, pasó a 955 mil pesos en 2018; en el mismo lapso, el gasto en alimentos subió de 238 mil a 668 mil pesos y la renta de edificios, que era de 236 mil pesos mensuales, se elevó a ¡seis millones 600 mil pesos!
Por supuesto, la denuncia presidencial ha motivado una oleada de críticas de quienes consideran indispensable al Coneval porque se requiere evaluar lo evaluable, para lo cual –agregan– lo mejor es que exista un organismo independiente de la entidad evaluada. El argumento parece impecable, pero tiene sus asegunes.
Quien revise la estructura y funcionamiento de otras entidades con autonomía hallará que ahí se reproducen las lacras de las entidades públicas a evaluar: burocratismo, ineficiencia, corrupción o multiplicidad de funciones. Por supuesto, nadie ignora que se deben crear empleos, pero lo menos que se puede pedir es que toda plaza laboral tenga algún sentido, funciones precisas y sueldos justos.
El asunto de los sueldos se cuece aparte. En los entes autónomos los ejecutivos ganaban y ganan sumas ofensivas. Por citar un caso, al crearse el IFE los legisladores decidieron que cada consejero debía ganar igual que un ministro de la Suprema Corte. Por fortuna aquello no llegó a concretarse, aunque por lo menos en el papel ganaban más que el presidente de la República (¿Ya no?). Como mero detalle, el despedido director del Coneval mostró un comprobante de sus percepciones del mes de abril, por supuesto con un ingreso ligeramente inferior al de AMLO. Si hubiera exhibido uno de 2018 se vería que ganaba casi 200 mil pesos al mes.
Los organismos autónomos son hijos de la desconfianza o la inoperancia. Si las instituciones encargadas de realizar una función tuercen su cometido, se corrompen, mienten o no cumplen, desde hace varios sexenios lo más fácil ha sido crear entidades que deben hacer lo que no hacen otras dependencias.
El Instituto Federal Electoral nació porque la Comisión Federal Electoral era una simple dependencia de la Secretaría de Gobernación, mera ventanilla de quejas de la oposición, pues el gobierno y el PRI tenían en sus manos el padrón electoral, el otorgamiento de registro a los partidos, y la expedición de identificaciones comiciales –ni credenciales había–, el absoluto control de las casillas y el nombramiento de sus integrantes, así como las diversas variantes de voto fraudulento y, si todo fallaba, ahí estaban El Meme Garza González y otros émulos del mago Merlín para que en un acto de alquimia hicieran ganar al PRI.
Otro órgano autónomo que era y sigue siendo necesario es la Comisión Nacional de Derechos Humanos. En un país donde priva la cultura del abuso, donde los cuerpos armados despliegan excesos punibles y el Ministerio Público o las fiscalías lo mismo que los jueces exhiben todos los días inoperancia y su corrupción, la única posibilidad que tienen los ciudadanos de hallar justicia es la CNDH, hoy confrontada con el Ejecutivo, lo que, no olvidemos, está en su razón de ser.
La creación de entidades autónomas parece plausible, pero no lo es, pues los contribuyentes pagan por ese desbarajuste. Si se suprimen tales organismos –la mayoría al menos– nadie los va a llorar, porque se supone que hacen lo que debe hacer directamente el Poder Ejecutivo, que para contrapesos ya tiene a la hasta ahora inútil Secretaría de la Función Pública y –se supone– a los poderes Legislativo y Judicial que deberían funcionar realmente como contrapesos, algo que no le gusta a ningún gobernante. Ese es el problema.