EL-SUR

Lunes 14 de Octubre de 2024

Guerrero, México

Opinión

Autoras que contrarrestan la crueldad

Federico Vite

Junio 23, 2020

En 1830 ocurrió una tragedia que Mary, la protagonista de Del color de la leche (Traducción de Mariano Peyrou, Sexto Piso, México, 2012, 174 páginas), se encargó de escribir con su puño y letra. Esta novela de la dramaturga Nell Leyshon, oriunda de Reino Unido (para ser preciso es de Somerset, pero ha pasado gran parte de su vida en Glastonbury) posee un vocabulario muy sencillo, una sintaxis primaria, ideal para mostrarnos la personalidad de una chica cuya característica es la franqueza y el servicio. No puede estar quieta; tampoco puede quedarse callada. Habla sin filtro, digamos, porque oraliza todo lo que le viene a la mente, sea impropio o francamente estúpido. Es una muchacha zafia, pero poco a poco gana el interés del lector.
Bajo la aparente sencillez, Leyshon crea un personaje estupendo que problematiza su existencia cuando se muda a la casa del vicario, donde trabajará día y noche. No logra quitarse de la mente la idílica campiña, las voces de sus hermanas y la grata presencia del abuelo, únicos tesoros que desea preservar.
Su padre ve en ella un estorbo que debe darle algún beneficio, así que la vende como mano de obra barata y el vicario la acoge como una pieza exótica de la servidumbre. Esos dos hombres la marchitan. Mary es la más pequeña de cinco hermanas. Tiene un problema en una pierna. A sus quince años comprende que la vida es sufrimiento.
En su libro, Mary omite letras en mayúsculas; también guiones. Posee un excelente sentido de la puntuación (quizá en detrimento de la verosimilitud). Utiliza con solvencia las comas y los puntos y seguido, elementos que dotan de ritmo el relato. Escribe tal y como siente, sin adornos, sin florituras, sin engolar la voz. Cito a la narradora: “quiero contarte lo que ha pasado pero tengo que tener cuidado de no apresurarme como hacen las vaquillas en la entrada porque entonces iré por delante de mí misma y puedo tropezarme y caerme y de todas maneras tú querrás que empiece por donde se debe empezar […] algo pasó y por eso quiero que leas este preámbulo, porque nada fue premeditado, pero sí te ayudará a entender por qué pasó”. Y ese algo es justamente el motor de la escritura.
Aprendió a leer y a escribir por mano del vicario (con la Biblia en el regazo), aunque a la postre ese hombre se cobró las lecciones con creces. El vicario abusa de Mary. Esas violaciones recurrentes conducen a un desenlace trágico. Lo trágico entonces motiva la delación escrita con el puño y letra de Mary. Como verá, el libro está anclado al ideal de un escucha, de un espectador. Se nota que la autora es dramaturga. Muestra las rutas de un universo interno, pero no las agota, como lo haría un novelista de cepa. Al final, Mary se absuelve en la escritura.
A propósito de la absolución, bien vendría la pena releer Matar a un ruiseñor (To kill a mockingbird, J. B. Lippincott & Co. Estados Unidos, 1960, 281 páginas), de Harper Lee. Una novela que le dio un premio Pulitzer y muchísimos lectores a su autora.
To kill a Monckingbird está ambientada en los años 30 del siglo pasado. El escenario es un pueblo imaginario llamado Maycomb, en el estado de Alabama, ahí ocurren los hechos que denigran a los afroamericanos de esta historia.
La narradora, Scout, y su hermano Jem creen que los afroamericanos son inferiores e inmorales, pero en la medida que el lector se adentra en el relato comprende que la segregación racial es un problema fundamentado en los prejuicios y en los temores; no en la realidad.
Es notable el trabajo de lenguaje de Lee al reproducir los diálogos de los afroamericanos, el caló de los niños, Scout y Jem, y el habla sumamente formal de Atticus Finch. Se aprecia en el lenguaje la madurez que va adquiriendo Scout a lo largo de toda esta epopeya racial. Logra naturalidad en el habla de los blancos y en el habla de los negros; concilia esas dos formas de comprender el mundo con solvencia narrativa.
El libro aborda la figura de Atticus Finch, básicamente un hombre ejemplar apegado a la ética. Las preocupaciones morales son evidentes en toda la novela; se denota en el discurso una tensión creciente y decreciente entre lo bueno y lo malo (la religión y la percepción del pecado), entre lo bueno y lo correcto.
Lee construye un artefacto que analiza lo correcto y lo incorrecto; algo distinto a sólo cumplir la ley. Cito la alegoría del libro: “Atticus dijo a Jem un día, ‘Yo preferiría que dispararás a las latas en el patio; pero sé que tú irás después por los pájaros. Dispara a todos las charas azules que tú quieras, si puedes darles, pero recuerda, es un pecado matar a un ruiseñor’”. Usted se preguntará, ¿por qué? Y Lee responde esa interrogante en el libro: “Un ruiseñor no hace otra cosa más que música para divertirnos. Ellos no se comen los jardines de la gente, ellos no ponen sus nidos en los graneros. Ellos no hacen otra cosa más que cantar con su corazón para nosotros”.
To kill a mockingbird aún es significativa. El mensaje de Atticus Finch es esencial, por muy ingenuo que parezca. Hacer lo correcto es de vital importancia. Si la novela estuviera contextualizada en nuestro presente, Atticus estaría defendiendo los derechos de gays y de lesbianas porque lo que está en el corazón de ese personaje es la aceptación de los otros. Atticus Finch no es xenófobo ni homofóbico. No es racista ni sexista. Ve a todos los demás de la misma forma.
To kill a mockingbird es un libro que debe leerse, ya sea en la infancia o en la madurez (sería ideal en los dos momentos). Posee distintos niveles de lectura y nos recuerda lo complejo de habitar un mundo atroz con un poco de esperanza.