Tryno Maldonado
Diciembre 04, 2018
El pasado 29 de noviembre, el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) afirmó mediante un comunicado que “discrepa profundamente con una parte importante de las formulaciones del ámbito forense” contenidas en la última recomendación hecha por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) en el sexenio de Enrique Peña Nieto en torno al caso Ayotzinapa.
El EAAF, que desmintió con evidencia científica la falsedad y manipulación en la supuesta “verdad histórica” de la PGR –consistente en que los 43 normalistas desaparecidos habrían sido calcinados en el basurero de Cocula–, considera “particularmente grave” la afirmación de la CNDH respecto a la coincidencia de los restos humanos sembrados por la PGR en presencia de Tomás Zerón, entonces director de la Agencia de Investigación Criminal, dentro de bolsas de basura en el río cercano al basurero con las muestras del ADN de los familiares de los estudiantes de Ayotzinapa. Lo peligroso de esta recomendación radica en que, si bien el Instituto de Medicina Legal de la universidad de Innsbruck había establecido correspondencia genética entre el normalista Jhosivani Guerrero de la Cruz y las muestras de ADN de su familia, el EAAF considera esta coincidencia bastante baja: 73 entre 1, lo que podría ser prácticamente de casi cualquier huella genética de cualquier habitante de esa región del estado de Guerrero. Además de que las muestras fueron mal recabadas y manipuladas. (La investigación de la PGR llega a mezclar u omitir nombres de los normalistas, entre otras cosas).
Sin embargo, sin consultar a los familiares como establecían los acuerdos con el gobierno, esta noticia se dio por buena en el noticiario estelar de Televisa en agosto de 2015. Y hoy la CNDH se presta a un esfuerzo desesperado por reforzar esa versión y limpiar sin éxito la imagen del ahora ex presidente Enrique Peña Nieto y la que fue su administración, caracterizada por la corrupción y la impunidad.
La recomendación de la CNDH encaja más en la narrativa del último informe de gobierno del régimen priista sobre el caso Ayotzinapa, que con los dos profusos y detallados informes entregados en estos cuatro años por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), enviado a México por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, así como con la sentencia del Tribunal Colegiado XIX de Reynosa, Tamaulipas.
Tuve la oportunidad de participar en el pasado Coloquio M68 de Tlatelolco a Ayotzinapa en la Ciudad de México con una ponencia sobre el caso. Dos miembros del GIEI nos compartieron sus experiencias y dificultades a lo largo de las investigaciones y acompañamiento a las víctimas de desaparición forzada. La abogada colombiana Ángela Buitrago reconoció a la desaparición forzada como un fenómeno consecuencia de la no toma de conciencia de los Estados, un mecanismo del poder para la gestión de la vida y la muerte, y como un fenómeno globalizado y transversalizado. La desaparición forzada tiene intereses particulares de segregación de un grupo social, de erradicación y de exterminio. Un método para negar derechos sobre quién vive, quién muere y quién desaparece del panorama. En estos casos la investigación se dificulta y se vuelve paradójica porque es el desaparecido-la desaparecida la evidencia misma. La prueba en los casos de desaparición forzada se le carga a las víctimas. Son ellas las que deben llevar a cabo muchas veces la riesgosa tarea de sus propias pesquisas a costa de sus vidas. La desaparición forzada es el primer paso del genocidio en una sociedad donde existen sistemas autoritarios que buscan entronizar el control y el poder y mantener en silencio a una sociedad. Y los gobiernos de México de los últimos sexenios han dado ya ese paso.
Carlos Beristain, del GIEI, nos recordó que la desaparición forzada es un delito permanente, un dolor permanente. Los poderosos burocratizan la desaparición: cuentan los números pero desaparecen los nombres. México atraviesa. por lo tanto. por una “epidemiología del dolor que no duele”. De ahí quienes recalcamos la importancia de darles nombre a los desaparecidos, de darles un rostro. Es esa la capacidad que tiene el arte: de re-presentar a los que no están presentes.
La desaparición forzada, como afirma Buitrago, no es más que la disposición del poderoso de quién vive y quién muere. La desaparición del paisaje de un sujeto sin que éste quiera desaparecer de él. La investigación y la verdad se vuelven centrales para recuperar la dignidad de las víctimas estigmatizadas, para erradicar su invisibilización, la falta de sensibilidad hacia ellas que promueve el poder al criminalizarlas y la consecuente falta de solidaridad de la sociedad. Las víctimas, contrario a las narrativas “históricas” del poder, no son culpables de lo que les ocurrió. Las y los desaparecidos siguen viviendo a través de los movimientos y las luchas que surgen para exigir su presencia, como la larga y admirable lucha de los familiares de Ayotzinapa, que han orillado al gobierno entrante –después de cuatro años de un valiente peregrinar– a la firma de un decreto presidencial para la creación de una comisión investigadora del caso. (Aunque ya lo había hecho hace meses el Tribunal Colegiado XIX de Circuito con líneas muy claras a seguir). No ha sido ninguna concesión, es el resultado de una de las luchas más dignas y persistentes que recuerde México.
No obstante, sabemos que los poderosos jamás harán justicia contra sí mismos porque toda investigación llevará hacia ellos. Ellos quieren amnistía y un “punto final”. Nosotxs exigimos verdad, sanación y justicia.