Federico Vite
Julio 26, 2016
La chica del pelo raro (Traducción de Javier Calvo. Mondadori; España, 2000, 405 páginas), del esplendente David Foster Wallace, es uno de esos libros que muestran algunas maneras de encarar la narrativa, de modificar la saga temática que caracteriza el mercado editorial. Si a usted le interesa la literatura tendrá que acercarse a este tipo de libros, que no son Juan Rulfo, Juan José Arreola, Inés Arredondo o Parménides García Saldaña, no, tampoco son José Agustín. Eso de la onda o la contracultura, la verdad, es muy oldies.
Es documento que podría ser mucho más comprendido por un asiduo televidente que por un lector de clásicos de la literatura nacional; Foster Wallace se interesó por tomar de la televisión por cable la impresionante cantidad de recursos que muestra ese lenguaje del espectáculo para no pasar de moda, para renovar los 15 minutos de fama cada 15 minutos. Esencialmente se trata de ir eslabonando espectáculos y este volumen, en el que Foster Wallace agota varios de sus recursos y registros en el relato, está construido de tal forma que parece una matrioska hecha por los productores de MTV.
Básicamente toma como eje el realismo, pero entra en la metaficción, en el relato de terror, en el romantic punk, en la indagación sicológica, en la pesquisa casi judicial e igualmente en la parodia o el sondeo erótico que deviene en burla.
Este libro, recopilación de varios de los relatos que Foster Wallace había publicado en diversas revistas, aparece por primera vez en 1989, justo cuando la audacia de la televisión por cable era francamente una diosa; poco a poco, como lo mostrará el también autor de Hablemos de langostas, perdió brillo, espontaneidad y se convirtió en una herramienta torpe e indigna para el asombro.
¿Qué se espera de un autor joven? Básicamente irreverencia, audacia y talento. Foster Wallece cumplió con esas condiciones al publicar, después de La escoba del sistema (Viking Press, EU, 1987), un libro de relatos. Más que elaborar una serie de interdictos que lo llevaran, casi como un salvoconducto, al Olimpo literario de Estados Unidos, ese chico dio cuenta de su universo interno, complejo y triste, escandalosamente bochornoso, idéntico a lo que ofrecía MTV en aquellos años.
La prosa de Foster Wallace busca, con una profunda sinceridad, hacer más grandes u hondos los referentes literarios; la apuesta que hizo este autor emociona por dos aspectos: la libertad con la que trabaja, ya sea hablando de políticos como de Ronald McDonald, las tramas de las historias; y la creación de la voz que cuenta, es decir, la elección del narrador de cada relato.
No es casual que Foster Wallace fuera confundido, tras la publicación de La chica del cabello raro, con Thomas Pynchon, un monstruo que elabora relatos desde la sicosis de una sociedad que está por comenzar el declive y va gustosa al fin de los tiempos, al cierre capitular de una civilización.
Un narrador, ante este tipo de libros, no puede leer por divertimento sino como sinodal. Busca en el autor los referentes, las herramientas y el pulso, además de valor, con el que pone a prueba todos los recursos literarios que posee: cambios de tiempo, descripciones, enfoque de los personajes, diálogos y, sobre todo, el trabajo en la construcción del narrador. Ensaya con la voz, esa voz que ya le había dado mucha fortuna: un narrador en tercera persona que busca la elaboración del humor fundamentando las acciones en la imposibilidad de resolver lo absurdo. Hay hallazgos en ocho de los 10 textos que reúne este libro, esencialmente, consumado por el gran trabajo de progresión dramática. No hay cabos sueltos en un aparente desorden que crece. Las acciones no buscan apantallar a los lectores sino que por la dinámica de los hechos funcionan como efecto dominó y muestran la perspectiva o la visión del mundo del autor, agrandan el campo de batalla.
Por ejemplo, en Lyndon, donde la voz en primera persona de un singular diplomático retrata la avasallante personalidad de Lyndon B. Johnson antes de ser presidente de Estados Unidos, y durante su estancia como jerarca, pero lo político no es lo importante, sino las lecciones amorosas que prodiga Johnson en voz del narrador con homosexual inmunidad diplomática: “Nosotros, Lyndon y yo, estamos de acuerdo en eso, en que los jóvenes deben hacer arreglos con la distancia. Lindon confía que cuando el amor, lo correcto y lo equivocado, y la responsabilidad, cuando esas palabras, él dijo, sean comprendidas por ti, jóvenes de América, propiciarán acuerdos con las distancias. El amor es un problema de acuerdos, tiene que ver con las distancias, con las cercanías. Mi esposa siempre está en mí, en la distancia, en la separación, en la soledad”.
Foster Wallace creó una mitología relacionada con gente que aparece en la TV, con las personas que no pueden acercarse al otro, ni siquiera pueden besar a sus novias, prefieren mostrar cariño a las fotos, son humanos frígidos, miedosos, humanos finiseculares.
Sin duda hay excesos en partes de este libro, desaciertos, detallitos de una joven apuesta personal (dicho de una manera menos sobria: experimental. Aunque esa palabra aleja a muchos lectores). Supongo que si Foster Wallace viviera y se le propusiera la reedición de este volumen, fácilmente quitaría los textos ‘Por suerte, el ejecutivo de cuentas sabía practicar la reanimación cardiopulmonar’ y buscaría una editorial para la pesada noveleta Hacia el oeste, el avance del imperio continúa. Un relato muy extraño que fusiona los diplomados de escritura creativa con una convención en la que participaran los actores de los comerciales de McDonald’s. Un proyecto asombroso, pero con muchas aspectos más cercanos al capricho que a la propuesta estética trazada por Wallace en el resto del libro. Destaco el cuento que da nombre a el libro, así como los textos Di nunca, Animalitos expresivos y Lyndon por arriesgarse, y salir avante en el empeño de contar de otro modo lo mismo: estamos solos y somos mortales. Que tengan un erótico martes.