Federico Vite
Julio 25, 2023
(Segunda de tres partes)
Entro a la cafetería para huir del calor. El aire acondicionado hace menos pesada la jornada, cuya temperatura perceptiva es de 45 grados. Veo los taxis azul y blanco, y amarillos que pasan a toda velocidad en la Costera. Puedo ver los camiones compitiendo por el pasaje, invaden carriles, amenazantes bestias entre vehículos pequeños, motos y bicicletas. Son la viva imagen de eso que bien describe Carmen Amate en Cliff diver (obviamente ya reseñada en este diario; es una novela sobre Acapulco y sus vicios, el puerto visto desde los ojos de una detective. El libro aún no se traduce al castellano). Los transportistas pelean el pasaje. Cuando alguien les hace la parada y le preguntan al chofer cuánto cobran por un servicio, el conductor suele asustar a los clientes al soltar una cifra excesiva. Esto no es nuevo, acá nada es nuevo.
En 2016 asistí como público a muchas de las actividades de la feria de libro y el encuentro de escritores Barco de Libros. De hecho fue mi última participación en actividades de ese tipo en Acapulco. Hablaba con algunos de los invitados. Muchos de ellos preguntaron, ¿por qué no hay Uber acá? ¿Por qué el transporte es tan malo, viejo y caro? Los transportistas no permiten el cambio por muchas razones, contesté, amenazaron con quemar las unidades e incluso algunos choferes detuvieron violentamente a los autos nuevos de Uber.
Sé que los transportistas son el brazo de algunos grupos políticos; fueron del PRI, del PRD y ahora de Morena. Son los tolerados porque tiene una influencia política y muchos de ellos laboran bajo la protección de los “chicos malos”. Quizá todo esto pueda quedar zanjado en una conversación reciente que tuve con un taxista experimentado. Durante el viaje habló de las placas duplicadas con las que trabajan “los chicos malos”, de los carros que salen a delinquir con anuencia de las autoridades y, especialmente, de algo que ejemplifica muy bien un hecho: Acá no se puede diferenciar el pasado del presente. Nosotros podemos hacer los mismo que los Uber, dijo, nos llaman y vamos, nos piden que pasemos por algunos clientes y vamos. Es lo mismo, ¿no cree? Intenté ser prudente. Comenté que el Uber funciona mediante la ayuda de un celular inteligente, que puede cobrar el viaje en efectivo y con tarjeta de débito o crédito, que se monitorea el viaje en tiempo real, que hay un servicio de apoyo y asistencia en caso de necesitar seguridad para el cliente o el chofer; sobre todo, mencioné que el Uber trabaja con unidades nuevas que tendrían aire acondicionado, buenos asientos, cinturones de seguridad y darían una sensación de comodidad; además, cobraría menos de lo que él y yo pactamos al inicio del viaje. Mi respuesta no le pareció sensata ni inteligente. Aceleró el motor de un vocho ya viejón. Empezó a decirme que el gobierno no los apoya, los deja en el abandono y cada vez ganan menos. Justo esas palabras las he oído en otros gremios: campesinos, artistas, pescadores, comerciantes, periodistas y un largo etcétera.
Con el aire acondicionado de la cafetería los pensamientos son menos ominosos, pero la realidad no cede. Es lacerante. Lo que hay en torno a un puerto como éste está definido desde hace años. Somos una repetición y eso probablemente nos ayude a entender por qué algunas proposiciones escriturales de autores locales son las mismas que se han hecho antes. Hay libros que son idénticos a otros ya publicados, esas mismas historias no tienen el mismo impacto que antes. ¿Nos quedamos en nuestro viaje hacia el anquilosamiento? ¿Ejercemos el arte menor de la repetición literaria?
A 40 grados de temperatura es complicado pensar que hay alguien allá afuera interesado en leer, en escribir y en pensar sobre lo escrito y lo leído. ¿Cómo es la imagen de un escritor que vive en un entorno caliente y viejo? ¿Cómo es el escritor del Acapulco viejo? La mayoría suele pensar en que se trata de un hombre o una mujer bien vestidos que usan saco con coderas, jeans y tenis. Es una imagen vieja. En realidad suelen vestirse de manera casual, no conocen el acendramiento. ¿Un escritor tropical no suda ni tiene el humor enrojecido por el calor? Antes de pensar en eso, viene a cuento un asunto. En el otoño de 2015 fui como público a una feria de libros, organizada por la Secretaría de Educación Pública de Guerrero en el Centro de Convenciones. Vi que un hombre de piel blanca, cabello lacio ligeramente castaño y canoso, se acercaba por las escaleras bajo el rayo del sol. Llevaba la chamarra de color café puesta y bajo ella tenía empapada una camisa estilo polo de color oscuro, incluso se notaba la humedad en el pantalón de mezclilla. Era El Fisgón, antes de ser el asesor presidencial, obvio. Se limpió el sudor de la frente con los dedos de la mano. Y jalando un poco de aire me preguntó por el teatro Juan Ruiz de Alarcón. Di la dirección y lo vi alejarse. Después regresó buscando a uno de los organizadores. Alguien le dio una botella con agua y le indicó que aún era temprano, que los alumnos estaban en camino para la conferencia. Cuando El Fisgón entró al teatro, ya con el aire acondicionado y el público, las cosas fueron distintas. Cambió el semblante, la humedad se mantuvo a raya y el sudor fue perdiendo poder.
A 24 grados de temperatura, el atuendo de un escritor luce; a 40 grados, no. Tal vez sea difusa la imagen de un escritor tropical, pero indudablemente no es con chamarra ni con camisa polo. En la novela del cubano Pedro Juan Gutiérrez, Animal Tropical (2000), el narrador protagonista, el mismo Pedro Juan, habla de su atuendo como escritor. Usa una playera hawaiana, estampada con piñas y palmeras, y un pantalón de tela blanco. Bebe ron y va por ahí dando bailecitos, fuma puro y templa con frecuencia a múltiples amantes. Quizá en otra época eso fuera válido, eso, como Acapulco, es viejo. Ya no va. ¿Cómo sería la figura de un escritor costeño?
En algunos lugares tropicales a los que amablemente me han invitado a charlar, presentar libros o brindar alguna conferencia, los colegas van ataviados con guayaberas y jeans o pantalones de tela. Usualmente el calzado es cerrado tipo mocasín. Parecería una locura hablar de eso, pero desde ahí puede entenderse como se construye la imagen del escritor. Acá nos vestimos igual que la gente en CDMX, Querétaro, Toluca o Puebla, cambia el uso de la sudadera o chamarra, pero solemos andar en jeans, tenis y playera, como allá anda la gente pues. ¿Es nuestro uniforme?
Una de las fotografías que ayudan a definir el atuendo de un escritor tropical es justamente la de Jorge Amado. Yo la vi en la contraportada de una edición en portugués de Doña flor y sus dos maridos. El narrador brasileño vestía un short color azul marino, una camiseta blanca y unas sandalias envidiables de pata de gallo. Él estaba frente a una mesa pequeña pulsando una máquina de escribir, bajo la sombra de una palmera. Tenía a un lado una jarra de agua de mango, se veían los tajos del fruto en el agua, flotaban entre el hielo. ¿Eso se aproxima más a nuestra situación o sólo es una imagen vieja de lo que fue un escritor tropical? Echo una mirada en torno a la cafetería y comprendo que la imagen de Amado también es una estampa vieja.
También Fabrizio Mejía Madrid vino al puerto en 2016. Andaba en saco con coderas, mocasines y jeans. Cuando se quitaba el saco se quedaba en camisa de manga larga. Caminó desde el hotel Elcano hasta el Centro Cultural Acapulco. Sudó, claro, pero no se quitó el uniforme. Dijo que haría una antología de narradores jóvenes en honor a José Agustin. No incluyó a ningún escritor joven de Acapulco. El edén oscuro (Alfaguara, 2018) agrupó crónicas, cuentos y relatos, algunos de los autores ni siquiera conocían el puerto y aún así signaron en los textos esa curiosa ambivalencia de no estar acá pero hablar de acá con suficiencia. ¿Por qué? Porque es un sitio viejo y predecible. Algo que en algún momento nos cobrará la factura.