EL-SUR

Martes 23 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Camino al Mar

Silvestre Pacheco León

Diciembre 02, 2019

Antes del amanecer me despierta con su canto la pequeña lechuza que vive en el roble de la esquina. Es la hora de levantarse para caminar hasta el mar con el propósito de completar en el día los diez mil pasos de la salud recomendados en la canción de Calle Trece.
Voy camino a la playa de la Madera cuando la gente trabajadora emerge desde la oscuridad como si las colonias de donde vienen las expulsaran a bocanadas. Caminan ligeras rumbo al servicio del transporte colectivo que las llevará a la zona hotelera de Ixtapa.
En la acera de la esquina, la señora que regaña a sus clientes mientras les sirve el desayuno ya está instalada y atiende a los trabajadores de una empresa refresquera que suben a la sierra cada día.
Sigo mi camino por el parque lineal que luce impecable recién barrido, como si toda la noche los chaneques se entretuvieran limpiándolo.
Ni una hoja seca mal puesta quedó sobre la huella de las escobas de araña que barrieron, antes del amanecer, la ruta de quienes todas las mañanas se ejercitan caminando a la orilla del canal.
Es un paseo entre casi cien árboles de roble y caoba junto a ceibas, higueras, acacios, truenos y palmas de cocotero que ahora llega hasta el mar, para regocijo de quienes vivimos en la parte oriente del puerto.
Los zanates que siempre despiertan con gran algarabía, vuelan en manadas por el mismo rumbo que llevo. Algunos, como las golondrinas para beber, pasan rosando el espejo de agua que resbala por el canal en esta temporada de lluvias atípicas.

La resurrección de los muertos

Mientras camino reparo en que son raras las veces que se escuchan las campanadas de la iglesia católica construida en la esquina del canal, y menos las del reloj en la torre de piedra que se ha detenido en el tiempo. Solo los rezos y cantos, y a veces los sermones rompen el silencio de la mañana.
A esta hora también los Testigos de Jehová inician su labor, un poco callada a diferencia de lo que hacen cuando tocan las puertas de las casas.
Por cierto que a los Testigos de Jehová se les conoce porque predican el fin del mundo, enumerando cada guerra y calamidad como hechos que anuncian el advenimiento del reino de Dios y la vida eterna para quienes lo esperan.
Como todas las religiones, los Testigos predican el miedo para ganar adeptos entre los temerosos, ofreciéndoles la salvación sin tortura y una vida eterna con la observancia de sus preceptos.
En eso pienso cuando uno de ellos casi me asalta con la misma pregunta que Albert Camus se formuló en su filosofía de lo absurdo. ¿Cree usted en que los muertos resucitarán en el juicio final? Y contesté como ya lo hizo el autor del Extranjero: No me imagino dónde podrían caber tantos muertos que son, le respondí.
Ya estoy frente a la Plaza Kioto donde una asociación de periodistas enterró una caja del tiempo que se abrirá en 50 años, con objetos y mensajes de gente actual para quienes vivan entonces.
Ahora he llegado a la colonia la Madera, que lleva el mismo nombre de la playa en recuerdo del botadero de barcos que inauguró Álvaro de Saavedra y Cerón, el primo del conquistador Hernán Cortes, capitán de la flota compuesta por las embarcaciones del Espíritu Santo, la Florida y el Santiago, en 1527, para emprender desde América el primer viaje interoceánico hacia las Filipinas.
Antes seguramente hubo aquí un asentamiento prehispánico porque en el cerro de la Madera se han encontrado figurillas y objetos varios que se exhiben en el museo local, pero lo que sí está documentado es que a mediados del siglo pasado en esta misma playa se embarcaba la madera de cedro rojo que las empresas extranjeras explotaban en la Sierra Madre hasta agotarla.
Voy por la calle Adelitas que a esta hora se inunda con el olor de café. Ahí a veces encuentro y saludo a mi amigo Amable que salió a pasear su rottweiler .
Unos pasos más adelante siento la cercanía del mar que me llama. Huelo su vaho salitroso y escucho su aliento ancestral.
Bajo por la calle empedrada donde el mar se ve en lontananza. Estoy en el acceso principal de la playa que comienza junto a la desembocadura del canal que baja de Agua de Correa, donde el Paseo del Pescador se ha convertido en otra vía que se inunda de corredores y paseantes. Va bordeando la orilla que desde antes del amanecer utilizan los pescadores de robalo para lanzar sus cuerdas, hasta que el camino se estrecha y acaba en el acantilado, muy cerca del “eslabón” como le llaman al lugar donde el legendario buzo local Oliverio Maciel encontró el eslabón de una gruesa cadena de ancla de alguna embarcación antigua.
Brilla el mar tranquilo después de una noche de tormenta. Sus olas van y vienen con desgano mientras la pareja de enamorados disfruta su tibieza con el agua hasta la cintura.
Rompe la tranquilidad del momento el hombre que llega hasta la orilla con mochila en la espalda cargando su tabla parecida a las de surf.
Pone la tabla sobre la ola y la impulsa hacia delante al tiempo que salta sobre ella sin mojarse. Ahora pretende sortear la siguiente ola sin caerse, y casi lo logra. Cae parado y se moja hasta la rodilla pero inmediatamente salta a su tabla con agilidad para ponerse más allá de donde rompen las olas. Nada lo perturba y parece que lleva prisa. Pienso y no me imagino cuál será su destino, solo lo veo parado sobre su tabla y con el remo en movimiento hasta perderse de mi vista rumbo a la salida de la bahía.
Por mi parte, llego hasta el lugar escogido para mi práctica, donde siempre me encuentro con algún compañero de militancia. Hoy saludé a Pérez Lumbreras que también llega en plan deportivo.
Me instalo en una plancha de concreto a unos cuantos metros sobre el nivel del mar desde donde diviso gran parte de la bahía, y mientras extiendo mi tapete y comienzo a ejercitar las articulaciones del cuerpo, hago un recuento de lo que veo en la bahía para mis anotaciones de la bitácora marina. Están los mismos cinco veleros de ayer, y los dos buzos que no tienen descanso ni esperan el repoblamiento de los campos de ostiones.
En la segunda parte de mi rutina que comprende la gimnasia psicofísica, estoy pendiente de ver al pez volador que siempre me saluda y anoto de memoria que el muelle municipal aún no se concluye porque escucho el golpeteo enterrando los pilotes.
Ya estoy en la kriya de la kundalini yoga en la postura que me permite mirar el cielo en el momento que lo cruzan las manadas de palomas que emigran más al sur, y entonces me distrae el rudo golpe de un pelícano solitario que bajó en un vuelo suicida para tomar su presa casi en la orilla de la bahía.
Sigue una ligera meditación y después diez respiraciones profundas para renovar totalmente el aire de los pulmones y oxigenar todas las células del cuerpo.
Como los rayos del sol aún no han remontado la montaña, aprovecho su sombra para iniciar mi cuota diaria de lectura. Leo a Simone de Beauvoir, La ceremonia del adiós, un libro que aún conserva el olor de la cultura, como decía Jean Paul Sartre. Después bajo hasta la playa para escoger entre las piedras pulidas por el mar, la que me corresponde llevar de regreso a casa.