EL-SUR

Jueves 18 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Cancún y Nueva Orleans

Jorge Zepeda Patterson

Octubre 31, 2005

Cuando Katrina convirtió en pantanos a Nueva Orleans hace unas semanas, los hogares norteamericanos entraron en shock con las imágenes de rapiña y las agresiones. Ambulancias que a punta de pistola fueron secuestradas dejando al herido en la banqueta, violaciones en baños de albergues, francotiradores que disparaban a la policía.

La televisión norteamericana afirmó que nadie adivinaría que eso estaba sucediendo en territorio estadunidense, que más bien parecía una escena procedente del tercer mundo. Por esos días yo escribí un artículo alegando lo contrario. Nada hay más norteamericano que la sobrevivencia del más fuerte en situaciones límite: lo ejercen todos los días en Wall Street. Esos padres de familia convertidos en lobos que secuestraban autos a punta de pistola o tiroteaban ambulancias para escapar, no hacían sino expresar a una sociedad que ha llevado al límite la noción de competencia, y ha convertido al éxito personal en objeto de adoración. Los norteamericanos han favorecido una visión que privilegia al individuo frente a la sociedad y hace del egoísmo una forma de vida.

Justamente puse como ejemplo los casos del temblor del 85 en México o el huracán Gilberto en Cancún en el 88, para mostrar la manera en que la solidaridad entre los vecinos había campeado en los escenarios de la tragedia. En ambos casos, la sociedad irrumpió en los primeros días para compensar las incapacidades mostradas por el Estado, y para aliviar los dolores y penurias de unos y otros. Es un comportamiento solidario que suele darse de manera espontánea en los países latinoamericanos en el marco de una tragedia natural. O eso se suponía, hasta que llegó Wilma a Cancún.

Las imágenes de los asaltos a las tiendas en busca de televisores y lavadoras que vimos en noticieros y periódicos la semana pasada, parecían calcadas de Nueva Orleans; hileras de personas desfilaban por las calles como Pípilas doblados por el peso de un refrigerador o una estufa. Por desgracia “la imitación” no se limitó a este despojo de las tiendas. Un conocido fue bajado de su camioneta por un padre de familia con pistola en mano y pulso tembloroso, que simplemente se disculpó argumentando que “su familia estaba primero”. Muchas casas fueron desvalijadas y no sólo nos referimos a sus despensas. Bandas de delincuentes asolaron los vecindarios amparados por la oscuridad y la impunidad del aislamiento y los cortes eléctricos. El pánico invadió por segunda ocasión a las colonias recién azotadas por el agua y el viento.

Parafraseando a los estadunidenses, podríamos decir que eran escenas que no parecían provenir de una ciudad latina, sino de un barrio de Los Ángeles, Detroit o Nueva York. Por primera vez la tragedia no sólo desencadenó la solidaridad inmediata, sino también los peores instintos de vecinos súbitamente convertidos en lobos. Como sucede con la gordura, los embotellamientos o la contaminación industrial, parece que entramos al Primer Mundo por la puerta trasera: adquirimos los defectos del desarrollo, pero no sus virtudes.

Por fortuna, también habría que decir que al menos conservamos algunas de nuestras virtudes. Cancún ofrece admirables ejemplos de un tipo de solidaridad que no se vivió en Nueva Orleans. Muchas colonias se organizaron rápidamente para defenderse del vandalismo. Los vecinos encendieron fogatas en mitad de la calle en torno a las cuales montaron guardias por turnos (uno de ellos comentó que estaba agotado y no tanto por los desvelos, sino por la angustia de pensar en lo que tendría que haber hecho si en su turno hubiera aparecido una banda de asaltantes). En muchos lugares se hicieron ollas comunes para consumir los perecederos que la falta de electricidad impedía conservar. Personas cuyas casas no resultaron afectadas, se dedicaron a levantar árboles y postes de las principales avenidas, para restituir la vialidad. Incluso algún intento de amarillismo de los medios se vio frustrada por esta solidaridad: una mujer con cara de angustia se acerca a la cámara de un reportero para expresar la necesidad urgente de comida. En busca de dramatismo el reportero le pregunta: “¿desde cuándo no come usted, señora?”, y ella responde con la cara iluminada, “desde hoy en la mañana en que mi vecina me compartió un plato de lentejas” (el reportero desvió el micrófono para buscar algún caso más desesperado, sin darse cuenta de que el apoyo vecinal era la otra cara de la tragedia, la otra parte de la noticia).

En cierta manera Cancún está llegando a la mayoría de edad. En 1988, cuando pasó Gilberto, la zona tenía la tercera parte de la población actual. Hoy, con un millón de habitantes, y cientos de miles de recién llegados, la comunidad se da cuenta que está formada por retazos variopintos en los que se encuentran todos los registros de la condición humana. Los buenos y los malos. Ojalá que el vandalismo que padeció la ciudad sea un exabrupto de los elementos más volátiles de la población, mientras que la organización de la sociedad civil deje efectos permanentes de participación y solidaridad. Tuvimos nuestro Nueva Orleans pero terminó prevaleciendo la responsabilidad social.

Dos menciones necesarias. La Cruz Roja internacional se ha volcado en Cancún, aunque este hecho ha pasado inadvertido para los medios, como si toda la ayuda proviniese del Ejército. Y Banorte ha anunciado que condona el pago de préstamos durante tres meses a todos los residentes de las zonas afectadas. Desconozco si alguna otra institución ha hecho un aviso semejante. No son frecuentes las buenas noticias de parte del sector bancario. Un agradecimiento al único banco mexicano por su apoyo inesperado para con las víctimas.

 

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