EL-SUR

Lunes 22 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Carta abierta a las familias de Ayotzinapa

Tryno Maldonado

Septiembre 12, 2017

1. He visto a las madres de los desaparecidos. Son mujeres a las que les arrancaron el alma, pero que con su rabia digna hicieron despertar el alma de todo un pueblo.
He visto a las madres de los desaparecidos. Me han compartido la mesa y la palabra durante los tres últimos años. Me han compartido también, en las noches frías de dormir en el suelo y en los días de sol inclemente, un dolor tan profundo que al intentar sobrellevarlo con ellas mi corazón también se quebró. Dijeron: “Ven, compañero, vamos a hablar”. Y al verme reflejado en sus ojos ya nada en mí volvió a ser el mismo. Qué valiente debe ser el corazón de las madres de los desaparecidos para soportar ese dolor y convertirlo en una rabia digna, era lo que pensaba. Y nos abrazamos para apaciguar el llanto.
He visto a las madres de los desaparecidos. Nadie les dio a elegir la vida de incertidumbre que llevan hoy. Tienen un corazón que no conoce la resignación. Las madres de los desaparecidos sueñan por las noches con sus hijos y de día creen escuchar sus voces.
De Bertha aprendí la dignidad rebelde y el coraje insobornable. De Cristi, cuya voz es una mucho más amorosa –el náhuatl– aprendí el justo valor de las palabras. De Hilda L. aprendí la serenidad, la templanza y la valentía de buscar la verdad aun a riesgo de la propia vida. De Hilda H., que las palabras cariñosas y amables, caben y son necesarias en la lucha. De Martina, Anayeli y las niñas, que no hay lucha sin alegría. Por nuestros cumpleaños juntos. De Blanca y Carmelita agradezco que fueran las primeras en confiar en mí y prestarme sus palabras como los objetos delicados y valiosos que son. Aprendí de su toma de consciencia ante la tormenta. De la joven Librada, el arrojo de su pueblo ñuu savi. De Mary Chuy, el tesón sin pretextos aun en la peor de las enfermedades. De Roma, Blanca y las niñas, que nuestras familias electivas se forman a veces en el camino más duro y sinuoso, pero que son ésas las más duraderas. De Mayra y su familia, el coraje de las guerreras, la amistad y los partidos de basquetbol. De María Elena y de Angélica, la dignidad de decir no y el valor decoroso de resguardar la historia de sus hijos. De Metodia, Nico, Joaquina y Macedonia, la resistencia y la compañía en la escuela, en las brigadas. A Mary agradezco por ayudarme a desmentir la farsa histórica del Estado. A Isabel, por la ecuanimidad ante la guerra sucia del poder. De Minerva, por el camino que debimos hacer a pie hasta Omeapa. De Lucy, por permitirme acompañarla en la primera protesta en Oaxaca con su familia. De Oliveria aprendí la entereza y la no resignación ante el dolor de perder no uno, sino dos hijos. De mi amiga Janet, esa tarde en la Normal en que encontramos el último recuerdo de su hermano. A Concepción, gracias por hacerme ver a través de su hijo que el hip hop y la alegría son parte de las resistencias. A Delfi, Agus e Isa, porque la familia se extiende donde menos lo sospechamos. De Érica, Allison y Angelito agradezco el ejemplo de guerreras que no tiene que ver con la edad ni con el género, y las tres piñatas juntos.
El día que murió mi madre, las madres de los desaparecidos compartieron mi dolor porque, de alguna forma, después de mucho buscar con ellas a sus hijos, se había vuelto un mismo dolor. Nunca como antes, su dolor fue el mío. Dijeron: “No estás solo, estamos contigo”.
2. Conozco a los padres de los desaparecidos. Son hombres de la tierra que, sin embargo, debieron dejar morir su tierra para salir a buscar a sus hijos en lugares lejanos y desconocidos. Cruzaron continentes. Dijeron: “Ven, compañero, vamos a buscar”. Y caminamos durante días por la montaña y entre basurales. Y ya nada en mí volvió a ser igual. Lo que desenterraron las manos de los padres de los desaparecidos no fue a sus hijos ni sus restos, sino los restos de los hijos de otros padres y, con ellos, el horror que yacía en la tierra de todo un pueblo.
Gracias, tío Mario, el ejército rompió sus huesos pero jamás su espíritu. Emiliano, mi amigo en esos largos días en la Normal. Epifanio, siempre plantado como un roble. Pancho, el viaje planeado a Omeapa. Melitón y Felipe, siempre al frente. Estanislao y Lencho, por los días de lucha en Oaxaca. Damián, gracias por las palabras ñuu savi. Maximino, el padre ingobernable de mi generación. Celso y Celso, por los primeros días de labor compartida en la cocina del campamento y por ese corazón que volvió a nacer. Margarito, con la sonrisa permanente, por enseñarme que, como David, una honda de pastor puede retar a un ejército. Bernabé, por abrirme las puertas de su casa. Tío Bernardo, desde el día en que encontramos la playera que llevaba su hijo la noche en que desapareció y me ofreció su casa, se ha vuelto otro padre, el Papá Venado.
Esta es una carta para quienes se volvieron mi segunda familia durante los últimos tres años. Esta es una carta abierta para el País de los Desaparecidos. Un país con una gran reserva moral que, con las familias de los desaparecidos, se levantará y gritará ya basta.